Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco
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Los enemigos de la mujer
AL LECTOR
En 1918, casi al final de la guerra europea, caí repentinamente enfermo por exceso de trabajo.
Había realizado un esfuerzo enorme escribiendo para los periódicos de España y América numerosos artículos, un cuaderno todas las semanas de mi Historia de la Guerra y dos novelas, Los cuatro jinetes del Apocalipsis y Mare nostrum. Además hice muchas traducciones y otras labores literarias obscuras para la propaganda en favor de los Aliados.
Durante cuatro años trabajé doce horas diarias, sin ningún día de descanso. Hubo semanas extraordinarias en las que aún fué más larga mi jornada. Á esta tarea excesiva y abrumadora, que lentamente iba agotando mis fuerzas, había que añadir las privaciones é inquietudes de la vida anormal que llevábamos los habitantes de París: mala comida, escasez de carbón, alumbrado defectuoso, noches en vela por las señales de alarma y el bullicio de la gente al anunciarse un ataque aéreo de los «Gothas».
El frío de dos inviernos crudos, pasados casi sin calefacción, y el exceso de trabajo, acabaron con mi salud, y por consejo de los médicos me trasladé á la Costa Azul. No por tal cambio de ambiente dejé de trabajar. Como en París escaseaba el combustible, fuí en busca del calor del sol que nunca falta á orillas del Mediterráneo. Esto fué todo.
Me instalé en Niza, por unas semanas nada más. Como necesitaba seguir trabajando, me sentí atraído por la soledad bravía del Cap-Ferrat, península que avanza en el mar su lomo cubierto de pinos. Durante unos meses viví en el Gran Hotel del Cap Ferrat como en un convento abandonado. Muchos días fuí su único huésped, llevando una vida de familia con su director y sus escasos domésticos.
Acababa de escribir Mare nostrum, y la soledad de esta costa junto al frecuentado camino de Niza á Monte-Carlo parecía armonizarse con los recuerdos de mi novela reciente. Pero las noticias del gran choque europeo nos llegaban con enorme retraso, como si procediesen de un mundo lejanísimo. Además, las privaciones, generales en toda Francia, aún resultaban mayores y más penosas en este olvidado rincón.
Al fin me trasladé al Principado monegasco, que veía diariamente desde mis ventanas, avanzando su doble ciudad de Mónaco y Monte-Carlo sobre la llanura azul del mar. Como era país neutral, libre de los severos reglamentos impuestos por la guerra, las gentes afluían á él en busca de una existencia menos dura. Además, los administradores de su célebre Casino procuraban que los víveres, el carbón y la luz fuesen más abundantes que en las vecinas poblaciones francesas.
Apenas instalado en Monte-Carlo, vi con mis ojos de novelista un mundo anormal que vivía al margen de la guerra, queriendo ignorarla, para mantener tranquilo su egoísmo. Me admiró la tenacidad y la ceguera de los jugadores, que en días de alegría ó incertidumbre, cuando se disputaba sobre los campos de batalla el porvenir del mundo, sólo pensaban en sus combinaciones y «sistemas» favoritos, como si no existiese en la tierra nada más interesante.
Fuí estudiando de cerca esta sociedad extraordinaria, que luego se ha modificado exteriormente al volver los tiempos de paz, y así empezó mi composición de Los enemigos de la mujer.
Casi todos los personajes que aparecen en la presente novela tienen algo ó mucho de real. Fueron observados directamente y son reflejos, más ó menos fieles, de personas que aún viven ó murieron hace pocos años.
Esto no significa que el lector deba creerlos exactamente iguales á los tipos que me sirvieron de modelos, por haberlos copiado yo con una minuciosidad material. El novelista es un pintor y no un fotógrafo. Las más de las veces, con varios personajes observados en la realidad moldeamos uno solo. En otras ocasiones, un tipo complejo, estudiado directamente, lo descomponemos en varios, repartiendo sus diversas facultades entre numerosos hijos de nuestra imaginación.
Con arreglo á la conocida fórmula, copié la realidad «viéndola á través de mi temperamento», ó más claramente dicho, la interpreté como me pareció mejor, con arreglo á mis ideas y gustos.
Las desfiguraciones que impuse á la realidad no han impedido á ciertos habitantes de la Costa Azul reconocer el origen de mis personajes.
Muchos de los que frecuentan el Casino de Monte-Carlo señalan á un gran señor de origen ruso, y afirman que es el príncipe Lubimoff de Los enemigos de la mujer. En un cementerio que existe junto al camino de Monte-Carlo á La Turbie, muestran la tumba de la duquesa Alicia. Un gentleman aviejado y cada vez más flaco, que juega y pierde en los primeros días de todos los meses, dice con desesperación á los que le escuchan, cuando ve desaparecer sobre el tapete sus últimas fichas:
– Yo soy el lord Lewis que aparece en ese libro sobre Monte-Carlo, escrito por «Ibanez», el novelista español.
1923.
I
El príncipe repitió su afirmación:
– La gran sabiduría del hombre es no necesitar á la mujer.
Quiso seguir, pero no pudo. Temblaron levemente los amplios ventanales, cortados en su parte baja por el intenso azul del Mediterráneo. Entró en el comedor un estrépito amortiguado que parecía venir de la otra fachada del edificio, frente á los Alpes. Esta vibración, ensordecida por muros, cortinajes y alfombras, era discreta, lejana, como el funcionamiento de una máquina subterránea; pero un clamoreo humano, una explosión de gritos y silbidos dominaba el rodar del acero y los bufidos del vapor.
– ¡Un tren de soldados! – exclamó don Marcos Toledo abandonando su asiento.
– Este coronel, siempre héroe, siempre entusiasta de las cosas de su profesión – dijo Atilio Castro con sonrisa burlona.
El llamado coronel se colocó casi de un salto, á pesar de sus años, junto á la ventana lateral más próxima. Alcanzaba á ver sobre el follaje del gran jardín en declive una pequeña sección del ferrocarril de la Cornisa sumiéndose en la boca ahumada de un túnel. Luego volvía á reaparecer al otro lado de la colina, entre las arboledas y los sonrosados palacetes del Cap-Martin. Los rieles ondulaban luminosamente bajo el sol como dos regueros de metal líquido. Aún no había llegado el tren á este lado, pero su estrépito creciente parecía animar el paisaje. Las ventanas de las casas de campo, las terrazas de las «villas», se punteaban de negro con la salida de las gentes que abandonaban la mesa del almuerzo. Banderas de diversos colores empezaron á ondear en edificios y tapias á ambos lados de la vía, desde media falda de la montaña hasta la ribera del mar.
Don Marcos corrió á la ventana opuesta. Aquí, el paisaje era urbano. Todo lo que alcanzaba la vista estaba bajo techo, sin otra concesión á las expansiones del suelo que los aislados mechones verdes de los jardines irguiéndose entra masas de tejas rojas. Era como un decorado de teatro, partido en varios términos: primero las «villas» sueltas rodeadas de árboles, con balaustres blancos y chorreando flores sus murallas; luego el núcleo de Monte-Carlo, sus hoteles enormes erizados de cúpulas y torrecillas, y en el fondo, esfumados por la distancia y el polvo dorado flotante en la atmósfera, el peñón de Mónaco y sus paseos, la enorme masa del Museo Oceanográfico, la catedral, de un blanco crudo y reciente, y las torres cuadradas y almenadas del palacio del Príncipe. La edificación subía desde la ribera marítima á la mitad de las montañas. Era un Estado sin campos, sin tierra libre, todo cubierto de casas de una frontera á otra.
Pero don Marcos llevaba muchos años de familiaridad con esta vista, y buscó inmediatamente lo que había en ella de extraordinario. Un tren enorme, interminable, avanzaba lentamente por la costa. Contó en voz alta más de cuarenta vagones, sin poder llegar al término del convoy, oculto aún por una revuelta.
– Debe ser un batallón… todo un batallón en