El Juez Y Las Brujas. Guido Pagliarino

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El Juez Y Las Brujas - Guido Pagliarino

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      Guido Pagliarino

      El juez y las brujas (Una investigación del siglo XVI)

      Novela histórica

      Traducción del italiano al español de Mariano Bas

      Copyright de la obra inédita 1991-2001 Guido Pagliarino

      Primera edición, copyright 01/01/2002-31/10/2006 (bajo el título «Un’indagine del ‘500», ISBN: 88 - 87926 - 89 - 1) Prospettiva editrice sas

      Segunda edición, copyright 01/11/2006-30/11/2011 (bajo el título «Il giudice e le streghe», ISBN 10: 88 - 7418 - 359 - 3, ISBN 13: 978 - 88 - 7418 - 359 - 3) Prospettiva editrice sas

      Desde el 01/12/2011 los derechos volvieron al autor Guido Pagliarino

       Prólogo del autor a las dos primeras ediciones

       Guido Pagliarino, El juez y las brujas (Una investigación del siglo XVI), novel a hist óric a

       Epílogo del autor a la tercera edición

      

      Esta es una novela ambientada en una época de histerias religiosas, de caza de brujas y de la mujer considerada como una cosa, a pesar del ostensible precepto cristiano de amar al prójimo y la afirmación neotestamentaria de que «no hay más hombre ni mujer, sino que todos somos iguales ante Cristo».

      Aunque se trata de una obra de narrativa, he tratado de imaginarla con la mentalidad del siglo XVI. Como saben los historiadores, al mirar al pasado hace falta eliminar, en la mayor medida posible, la sensibilidad contemporánea, ya que, de otro modo, nos arriesgamos a hacer juicios ahistóricos. Por ejemplo, hoy la pena capital se juzga normalmente como algo atroz, pero en el siglo XVI se consideraba el castigo lógico y se pensaba que el asesino arrepentido expiaba con la muerte todos sus pecados, ascendiendo así al Paraíso. Como veremos, ya había en cambio quien luchaba contra la tortura, mucho antes que Beccaria.

      En la narración intervienen personajes de ficción y otros que vivieron realmente. El propio protagonista es una figura histórica, cuyo nombre persiste por su tratado contra la brujería. Se sabe que era abogado. No consta que fuera juez pontificio como yo lo he imaginado. Lo he retratado como un hombre incapaz de reírse de sí mismo. He tratado de introducir ironía y humor (negro) involuntario en algunas de sus actitudes y sus descripciones y consideraciones. El abogado Ponzinibio y el terrible dominico Spina también existieron realmente, además de, naturalmente, los grandes personajes históricos a los que nos referimos en la obra. También existió el endemoniado Balestrini, pero residía en el Piamonte y no en el Lacio: un caso que se podría calificar de mitomanía y esquizofrenia con instintos suicidas. El joven obispo Micheli es por el contrario un personaje de ficción, aunque es una imagen de algunos altos prelados que fueron acusados de herejía porque practicaban la caridad evangélica, los cardenales Pole, Sadoleto y Morone. He mantenido a este último en el fondo, acechante.

      La idea de la novela se me ocurrió después de una investigación sobre la caza de brujas que trataba de entender al menos las razones histórico-sociales de tal barbaridad en el culmen de la época del Renacimiento. Lo que conseguí averiguar está sintetizado en las consideraciones del abogado Ponzinibio, el obispo Micheli y el caballero Rinaldi y, en cierto momento de la obra, del protagonista.

      En el siglo XVI persistía la forma alocutiva vos, pero ya junto al usted que lo estaba sustituyendo: he preferido esta por ser natural tanto para mí como para la mayoría de los lectores, dado que el vos solo pervive en algunas zonas meridionales de Italia. He tratado, a veces pretendiendo hacer sonreír, de usar un lenguaje que, aunque siga las normas generales modernas, recordase en general el del siglo XVI.

      Guido Pagliarino

       El juez y las brujas ( Una investigación del siglo XV I)

       Novela hist órica

      Capítulo I

       En el año del Señor de 1517, siendo un joven de veintiséis años, yo, Paolo Grillandi, jurisperito, fui nombrado juez adlátere en el Tribunal de Roma, donde comencé a aprender del juez general, Astolfo Rinaldi, la práctica de los procedimientos contra todo tipo de criminales y principalmente contra las servidoras del mal llamadas brujas.

      Mucho antes de mi ingreso en la magistratura, desde que Inocencio VIII promulgó en 1484 la bula Summis Desiderantes, que sancionaba oficialmente la guerra a los malignos y malignas y precisaba los criterios para distinguirlos, se habían celebrado innumerables procesos por brujería, muchos más que antes. Su Santidad había entendido que había aumentado en mucho el número de personas, hombres y sobre todo mujeres, dedicados a prácticas de hechicería y por ello había declarado «absolutamente necesario no tener piedad ni ser indulgentes contra ellas». El resultado había sido feliz, con grandes condenas a endemoniados, convertidos en inofensivos mediante la prisión o la hoguera.

      Una ayuda insustituible había sido, y seguía siendo para nosotros, el Martillo de las brujas, que los doctos dominicos Sprenger y Kramer habían escrito en 1486 por encargo de Inocencio VIII, donde estaba previsto cada caso y se daban las instrucciones para el descubrimiento y castigo de los malignos. Por desgracia, a pesar del éxito, el diablo estaba más empeñado que nunca y había suscitado un número cada vez más grande de brujas y brujos: parecían aumentar tanto más cuanto más numerosamente se los procesaba. Eso creía yo al menos. En realidad, la mayoría de los investigados confesaba sin necesidad de tortura e incluso una imputada, esa Elvira que nunca podré olvidar, había cedido delante de mí sin haber recibido siquiera una amenaza. Había sido confinada tras la habitual solicitud formal de gracia. Sabíamos que no había que tenerla en cuenta porque, de otro modo, nosotros mismos habríamos sido sometidos a juicio: se trataba por tanto de elegir la pena, una vez obtenida la confesión. La mujer había sido denunciada por un hechizo contra un tal Remo Brunacci, también él de la villa de Grottaferrata. Había sido importante el testimonio de la parroquia, hasta el punto de que, aparte de la víctima, no había sido necesario interrogar a otros lugareños: Brunacci había perdido el miembro viril

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