Los Raros. Rubén Darío

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Los Raros - Rubén Darío

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El ladrante slang yanqui sonaba por todas partes, bajo el pabellón de bandas y estrellas. El viento frío, los pitos arromadizados, el humo de las chimeneas, el movimiento de las máquinas, las mismas ondas ventrudas de aquel mar estañado, el vapor que caminaba rumbo a la gran bahía, todo decía: «all right.» Entre las brumas se divisaban islas y barcos. Long Island desarrollaba la inmensa cinta de sus costas, y Staten Island, como en el marco de una viñeta, se presentaba en su hermosura, tentando al lápiz, ya que no, por la falta de sol, la máquina fotográfica. Sobre cubierta se agrupan los pasajeros: el comerciante de gruesa panza, congestionado como un pavo, con encorvadas narices israelitas; el clergyman huesoso, enfundado en su largo levitón negro, cubierto con su ancho sombrero de fieltro, y en la mano una pequeña Biblia; la muchacha que usa gorra de jokey y que durante toda la travesía ha cantado con voz fonográfica, al son de un banjo; el joven robusto, lampiño como un bebé, y que, aficionado al box, tiene los puños de tal modo, que bien pudiera desquijar un rinoceronte de un solo impulso... En los Narrows se alcanza a ver la tierra pintoresca y florida, las fortalezas. Luego, levantando sobre su cabeza la antorcha simbólica, queda a un lado la gigantesca Madona de la Libertad, que tiene por peana un islote. De mi alma brota entonces la salutación: «A ti, prolífica, enorme, dominadora. A ti, Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas mamas de bronce alimentan un sinnúmero de almas y corazones. A ti, que te alzas solitaria y magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo al paso de mi «steamer», prosternándome delante de tu majestad. ¡Ave: Good morning! Yo sé, divino icono, oh magna estatua, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad que encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la manera del fiat del Señor. Allí están entre todas, brillantes sobre las listas de la bandera, las que iluminan el vuelo del águila de América, de esta tu América formidable, de ojos azules. Ave, Libertad, llena de fuerza; el Señor es contigo: bendita tú eres. Pero ¿sabes? se te ha herido mucho por el mundo, divinidad, manchando tu esplendor. Anda en la tierra otra que ha usurpado tu nombre, y que, en vez de la antorcha, lleva la tea. Aquélla no es la Diana sagrada de las incomparables flechas: es Hécate.»

      Hecha mi salutación, mi vista contempla la masa enorme que está al frente, aquella tierra coronada de torres, aquella región de donde casi sentís que viene un soplo subyugador y terrible: Manhattan, la isla de hierro, New-York, la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque. Rodeada de islas menores, tiene cerca a Jersey; y agarrada a Brooklin con la uña enorme del puente, Brooklin, que tiene sobre el palpitante pecho de acero un ramillete de campanarios. Se cree oir la voz de New-York, el eco de un vasto soliloquio de cifras. ¡Cuán distinta de la voz de París, cuando uno cree escucharla, al acercarse, halagadora como una canción de amor, de poesía y de juventud! Sobre el suelo de Manhattan parece que va a verse surgir de pronto un colosal Tío Samuel, que llama a los pueblos todos a un inaudito remate, y que el martillo del rematador cae sobre cúpulas y techumbres produciendo un ensordecedor trueno metálico. Antes de entrar al corazón del monstruo, recuerdo la ciudad que vió en el poema bárbaro el vidente Thogorma:

      Thogorma dans ses yeux vit monter des murailles

       De fer dont s’enroulaient des spirales des tours

       Et des palais cerclés d’arain sur des blocs lourds;

       Ruche énorme, gékenne aux lúgubres entrailles

       Où s’engouffraint les Forts, princes des anciens jours.

       ............................................

      Semejantes a los Fuertes de los días antiguos, viven en sus torres de piedra, de hierro y de cristal, los hombres de Manhattan.

      En su fabulosa Babel, gritan, mugen, resuenan, braman, conmueven la Bolsa, la locomotora, la fragua, el banco, la imprenta, el dock y la urna electoral. El edificio Produce Exchange entre sus muros de hierro y granito reune tantas almas cuantas hacen un pueblo... He allí Broadway. Se experimenta casi una impresión dolorosa; sentís el dominio del vértigo. Por un gran canal cuyos lados los forman casas monumentales que ostentan sus cien ojos de vidrios y sus tatuajes de rótulos, pasa un río caudaloso, confuso, de comerciantes, corredores, caballos, tranvías, ómnibus, hombres-sandwichs vestidos de anuncios, y mujeres bellísimas. Abarcando con la vista la inmensa arteria en su hervor continuo, llega a sentirse la angustia de ciertas pesadillas. Reina la vida del hormiguero: un hormiguero de percherones gigantescos, de carros monstruosos, de toda clase de vehículos. El vendedor de periódicos, rosado y risueño, salta como un gorrión, de tranvía en tranvía, y grita al pasajero ¡intanrsooonwoood! lo que quiere decir si gustáis comprar cualquiera de esos tres diarios el «Evening Telegram», el «Sun» o el «World.» El ruido es mareador y se siente en el aire una trepidación incesante; el repiqueteo de los cascos, el vuelo sonoro de las ruedas, parece a cada instante aumentarse. Temeríase a cada momento un choque, un fracaso, si no se conociese que este inmenso río que corre con una fuerza de alud, lleva en sus ondas la exactitud de una máquina. En lo más intrincado de la muchedumbre, en lo más convulsivo y crespo de la ola de movimiento, sucede que una lady anciana, bajo su capota negra, o una miss rubia, o una nodriza con su bebé quiere pasar de una acera a otra. Un corpulento policeman alza la mano; detiénese el torrente; pasa la dama; ¡all right!

      «Esos cíclopes...» dice Groussac; «esos feroces calibanes...» escribe Peladan. ¿Tuvo razón el raro Sar al llamar así a estos hombres de la América del Norte? Calibán reina en la isla de Manhattan, en San Francisco, en Boston, en Washington, en todo el país. Ha conseguido establecer el imperio de la materia desde su estado misterioso con Edison, hasta la apoteosis del puerco, en esa abrumadora ciudad de Chicago. Calibán se satura de wishky, como en el drama de Shakespeare de vino; se desarrolla y crece; y sin ser esclavo de ningún Próspero, ni martirizado por ningún genio del aire, engorda y se multiplica; su nombre es Legión. Por voluntad de Dios suele brotar de entre esos poderosos monstruos, algún sér de superior naturaleza, que tiende las alas a la eterna Miranda de lo ideal. Entonces, Calibán mueve contra él a Sicorax, y se le destierra o se le mata. Esto vió el mundo con Edgar Allan Poe, el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte...

      ¿Por qué vino tu imagen a mi memoria, Stella, Alma, dulce reina mía, tan presto ida para siempre, el día en que, después de recorrer el hirviente Broadway, me puse a leer los versos de Poe, cuyo nombre de Edgar, armonioso y legendario, encierra tan vaga y triste poesía, y he visto desfilar la procesión de sus castas enamoradas a través del polvo de plata de un místico ensueño? Es porque tú eres hermana de las liliales vírgenes cantadas en brumosa lengua inglesa por el soñador infeliz, príncipe de los poetas malditos. Tú como ellas eres llama del infinito amor. Frente al balcón, vestido de rosas blancas, por donde en el Paraíso asoma tu faz de generosos y profundos ojos, pasan tus hermanas y te saludan con una sonrisa, en la maravilla de tu virtud, ¡oh mi ángel consolador, oh mi esposa! La primera que pasa es Irene, la dama brillante de palidez extraña, venida de allá, de los mares lejanos; la segunda es Eulalia, la dulce Eulalia de cabellos de oro y ojos de violeta, que dirige al cielo su mirada; la tercera es Leonora, llamada así por los ángeles, joven y radiosa en el Edén distante; la otra es Frances, la amada que calma las penas con su recuerdo; la otra es Ulalume, cuya sombra yerra en la nebulosa región de Weir, cerca del sombrío lago de Auber; la otra Helen, la que fué vista por la primera vez a la luz de perla de la luna; la otra Annie, la de los ósculos y las caricias y oraciones por el adorado; la otra Annabel Lee, que amó con un amor envidia de los serafines del cielo; la otra Isabel, la de los amantes coloquios en la claridad lunar; Ligeia, en fin, meditabunda, envuelta en un velo de extraterrestre esplendor... Ellas son, cándido coro de ideales oceanidas quienes consuelan y enjugan la frente al lírico Prometeo amarrado a la montaña Yankee, cuyo cuervo, más cruel aun que el buitre esquiliano, sentado sobre el busto de Palas, tortura el corazón del desdichado, apuñalándole con la monótona palabra de la desesperanza. Así tú para mí. En medio de los martirios de la vida, me refrescas y alientas con el aire de tus alas, porque si partiste en tu forma humana al viaje sin retorno, siento la venida de tu sér inmortal, cuando las fuerzas me faltan o cuando el dolor tiende hacia mí el negro arco. Entonces, Alma, Stella, oigo sonar

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