Los Raros. Rubén Darío

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Los Raros - Rubén Darío

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nuestro grande amigo. Los que han hablado de entusiasmo mutuo, los que han acusado a nuestro grupo de demasiada complacencia consigo mismo, esos, en verdad, han sido mal informados. Creo que ninguno de nosotros se ha atrevido, en casa de Leconte de Lisle, a formular un elogio o una crítica sin llevar íntimamente la convicción de decir la verdad. Ni más exagerado el elogio, que acerba la desaprobación.

      »Espíritus sinceros, he ahí en efecto lo que éramos; y Leconte de Lisle nos daba el ejemplo de esa franqueza. Con rudeza que sabíamos que era amable, sucedía que a menudo censuraba resueltamente nuestras obras nuevas, reprochaba nuestras perezas y reprimía nuestras concesiones. Porque nos amaba no era indulgente. Pero también ¡qué precio daba a los elogios, esta acostumbrada severidad! ¡Yo no sé que exista mayor gozo que recibir la aprobación de un espíritu justo y firme. Sobre todo, no creáis, por mis palabras, que Leconte de Lisle haya nunca sido uno de esos genios exclusivos, deseosos de crear poetas a su imagen, y que no aman en sus hijos literarios sino su propia semejanza! Al contrario. El autor de «Kain» es quizá, de todos los inventores de este tiempo, aquel cuya alma se abre más ampliamente a la inteligencia de las vocaciones y de las obras más opuestas a su propia naturaleza. El no pretende que nadie sea lo que él es magníficamente. La sola disciplina que imponía—era la buena—consistía en la veneración del Arte, y el desdén de los triunfos fáciles. El era el buen consejero de las probidades literarias, sin impedir jamás el vuelo personal de nuestras aspiraciones diversas, él fué, él es aún, nuestra conciencia poética misma. A él es a quien pedimos, en las horas de duda, que nos prevenga del mal. El condena, o absuelve y estamos sometidos.

      »¡Ah! yo me acuerdo aún de todas las bromas que se hacían entonces, sobre nuestras reuniones en el salón de Leconte de Lisle. ¡Y bien! los burlones no tenían razón, pues, en verdad, lo creo y lo digo, en esta época felizmente desaparecida en que la poesía era por todas partes burlada; en que hacer versos tenía este sinónimo: ¡morir de hambre!; en que todo el triunfo, todo el renombre, pertenecía a los rimadores de elegías y verseros de couplets, a los lloriqueadores y a los risueños; en que era suficiente hacer un soneto para ser un imbécil y hacer una opereta para ser una especie de grande hombre; en esta época era un bello espectáculo el de aquellos jóvenes prendados del arte verdadero, perseguidores del ideal, pobres la mayor parte, y desdeñosos de la riqueza, que confesaban imperturbablemente, venga lo que viniere, su fe de poetas, y que se agrupaban, con una religión que nunca ha excluído la libertad de pensamiento, alrededor de un maestro venerado, pobre como ellos!

      »Otro error sería creer que nuestras reuniones familiares fuesen sesiones dogmáticas y morosas. Leconte de Lisle era de aquellos que pretenden apartar, sobre todo del elogio, su personalidad íntima y por tanto mi conversación no tendrá aquí anécdotas. No diré de las sonrientes dulzuras de una familiaridad de que estábamos tan orgullosos, de las cordialidades de camarada que tenía con nosotros el gran poeta, ni de las charlas al amor del hogar—porque se era serio, pero alegre—ni todo el bello humor casi infantil de nuestras apacibles conciencias de artistas en el querido salón, poco lujoso, pero tan neto y siempre en orden, como una estrofa bien compuesta; mientras la presencia de una joven en medio de nuestro amistoso respeto, agregaba su gracia a la poesía esparcida.»

      Tal es el recuerdo que consagra Catulle Mendés en uno de sus mejores libros, al hoy difunto jefe del Parnaso. El alentó a los que le rodeaban, como en otro tiempo Ronsard a los de la Pléyade, al cual cenáculo ha consagrado Leconte de Lisle muy entusiásticas frases; pues quien en «Las Erinnias» pudo renovar la máscara esquiliana, miraba con simpatía a Ronsard, que tuvo el fuego pindárico, anhelo de perfección y amor absoluto a la belleza.

      Mas Leconte brillará siempre al fulgor de Hugo. ¿Qué porta-lira de nuestro siglo no desciende de Hugo? ¿No ha demostrado triunfantemente Mendés—ese hermano menor de Leconte de Lisle—que hasta el árbol genealógico de los Rougon Macquart ha nacido al amor del roble enorme del más grande de los poetas? Los parnasianos proceden de los románticos, como los decadentes de los parnasianos. «La Leyenda de los siglos» refleja su luz cíclica sobre los «Poemas trágicos, antiguos y bárbaros.» La misma reforma métrica de que tanto se enorgullece con justicia el Parnaso, ¿quién ignora que fué comenzada por el colosal artífice revolucionario en 1830?

      La fama no ha sido propicia a Leconte de Lisle. Hay en él mucho de olímpico, y esto le aleja de la gloria común de los poetas humanos. En Francia, en Europa, en el mundo, tan solamente los artistas, los letrados, los poetas, conocen y leen aquellos poemas. Entre sus seguidores, uno hay que adquirió gran renombre: José María de Heredia, también como él nacido en una isla tropical. En lengua castellana apenas es conocido Leconte de Lisle. Yo no sé de ningún poeta que le haya traducido, exceptuando al argentino Leopoldo Díaz, mi amigo muy estimado, quien ha puesto en versos castellanos el «Cuervo»—con motivo de lo cual el poeta francés le envió una real esquela—, «El sueño del cóndor», «El desierto», «La tristeza del diablo», y «La espada de Angantir», todo de los «Poemas bárbaros», como también «Los Elfos», cuya traducción es la siguiente:

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