Los negroides. Fernando González

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Los negroides - Fernando González

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años y don Simón me queda inexplicable. Fue meteoro. Fue enviado por alguien. Gómez sí tiene padres: hijo de la guerrilla, del asesinato, del cataclismo racial; lo explican cien años de luchas atroces en la brega por fusionar todas las razas en este continente de la sensualidad. Genio elemental, astuto, frío, inconsciente, encarnación del diablo americano. ¡Qué soberbia personalidad, qué bella individualidad la de Juan Vicente Gómez! ¿Entienden ya por qué lo amaba y fuimos compadres?

      ¿Qué me importan la moral y la ley, a mí, el predicador de la personalidad, de la auto-expresión, a mí, que amo a Jesús y al diablo, a Bolívar y a Gómez…? No amo sino a los honrados con su propia alma. No escribo para los suramericanos que tienen un metro que les impusieron los frailes españoles; no escribo para los bogotanos (y bogotanos son en Quito, Lima, Santiago y Buenos Aires), que nada han parido, que rezan como en Europa, legislan como en Europa y que orinan como en Europa.

      Yo, señores, fui el niño más suramericano. Crecí con los jesuitas; fui encarnación de inhibiciones y embolias; no fui nadie; vivía de lo ajeno: vivía con los Reverendos Padres… De ahí que la protesta naciera en mí y que llegara a ser el predicador de la personalidad. Mi vida ha estado dedicada a devolverles a los Reverendos Padres lo que me echaron encima; he vivido desnudándome. Soy el predicador de la personalidad; por eso, necesario a Suramérica. Dios me salvó, pues lo primero que hice fue negarlo, donde los Reverendos Padres. Tan bueno es Dios, que me salvó, inspirándome que lo negara. Luego le negué todo al padre Quirós. ¡El primer principio! Negué el primer principio filosófico, y el Padre me dijo: “Niegue a Dios; pero el primer principio tiene que aceptarlo, o lo echamos del Colegio…”. Yo negué a Dios y el primer principio, y desde ese día siento a Dios y me estoy librando de lo que han vivido los hombres. Desde entonces me encontré a mí mismo, el método emotivo, la teoría de la personalidad: cada uno viva su experiencia y consuma sus instintos. La verdadera obra está en vivir nuestra vida, en manifestarnos, en auto-expresarnos.

      Precisamente en el hombre más inhibido, y en el país más inhibido y en el continente más vanidoso, tenía que aparecer la filosofía de la personalidad.

      Resumiré aquí, para la juventud, las normas que encontré en mí mismo, al separarme de los reverendos padres:

      PRIMERA.—El objeto de la vida es que el individuo se auto-exprese. La Tierra es teatro para la expresión humana; el hombre es cómico; la vida es representación.

      SEGUNDA.—La sociedad no es persona: es forma, función de los individuos; es para uso de los individuos. El último fin de toda actividad debe ser el individuo. El socialismo, sobre todo el católico, es blandengue, negación de las ideas de Cristo. León XIII quitó al catolicismo todo lo que tenía de cristiano; fue anticristo; hasta su físico era el de Voltaire. Este Papa transó con la ciencia de cocina que impera en Europa. Por ejemplo, para Cristo, el pobre, en cuanto tal, era motivo de disciplina para los ricos; su caridad era asunto íntimo, motivación, escala; para los católicos, la caridad es social, negocio de viejas vanidosas, competencia de instituciones anónimas con la civilización de cocina y de máquina de Europa. La oración, en Cristo es íntima, individual; para los católicos es función social. El verdadero Cristo no era de rebaño.

      TERCERA.—El ladrón y el honrado, el santo y el diablo, son igualmente buenos para el metafísico, pues ambos se autoexpresan.

      CUARTA.—El individuo, al auto-expresarse, se acerca al Espíritu, pues se va desnudando, va perdiendo la vanidad.

      QUINTA.—La cultura consiste en métodos o disciplinas para encontrarse o autoexpresarse.

      SEXTA.—La pedagogía consiste en la práctica de los modos para ayudar a otros a encontrarse; el pedagogo es partero. No lo es el que enseña, función vulgar, sino el que conduce a los otros por sus respectivos caminos hacia sus originales fuentes. Nadie puede enseñar; el hombre llega a la sabiduría por el sendero de su propio dolor, o sea, consumiéndose.

      Veamos, por ejemplo, la aritmética. Poco me importa que mis hijos sepan las tablas de multiplicar; que sepan efectuar las cuatro operaciones con enteros y quebrados; las leyes expresadas son cadáveres; lo único vivo es el espíritu. Que mis hijos mediten y vivan los problemas, para que se fortalezcan; el hombre crece de dentro para afuera. La emoción del conocimiento es lo que embellece. Me opongo a que les enseñen así: “Ocho por siete…”. Hay máquinas para eso. Basta conducirlos hasta que digan: multiplicar es sumar de una vez varias cantidades iguales. Que aprendan luego las tablas, pero en cuanto máquinas; en cuanto somos hombres, vivir la armonía, escuchar la música de los números.

      Toda ley que se enseñe a un niño, sin que la haya vivido, descubierto en sí mismo, es vanidad. Toda ciencia está en nosotros; la escuela, si no está basada en la pugnacidad, en la creación, perjudica.

      SÉPTIMA.—Lo esencial en los programas de la escuela, es la lógica. Toda ciencia tiene un método, un ritmo; todo hombre tiene su método y su ritmo; he ahí cuál debe ser la base de las escuelas. Programa que no comporte curso de lógica en cada año de estudios, es fracaso. ¿Qué importa la obra? Importa el artífice. La obra, una vez terminada, es objeto. Lo único dinámico, siempre prometedor y finalidad última es el espíritu.

      En esto que llaman civilización, desde que el hombre abandonó la metafísica, no hay sino muerte. El hombre volador vale menos que el hombre de Moisés, pues nada vale lo físico sin lo metafísico.

      Por ejemplo, el dibujo y la música. La finalidad debe estar en que, mediante el conocimiento vivo de las leyes de la luz, las formas y el sonido, el hombre se apropie el mundo. Un hombre culto vive en el universo, como el pez en el agua: naturalmente. El universo hace parte de su yo.

      V

      Antes de continuar, observaré que no hay que dejarse engañar por los actos; la motivación les da el valor. Por ejemplo, el que abandona la corbata, puede ser para distinguirse o porque ya no le encuentra sentido. Tenemos, pues, que la corbata nada significa. Hay corbatudos vanidosos y los hay geniales. Hay hombres desnudos que son vanidad. Lo importante, en la cultura, es que todas las manifestaciones manen directamente de la personalidad. Porque ahí me tenéis a Gandhi y al señor Anthony Eden: desnudo aquel y con bella corbata éste; pero ambos son aguas vivas, fuentes. En sir Anthony Eden, la ropa está articulada, irrigada por la energía. En ambos personajes, el espíritu sonríe en las manifestaciones.

      Expresemos en otros términos estos fenómenos: Egoencia y Vanidad. Ésta es vacío; aquélla, realidad. El vanidoso simula y sus manifestaciones o formas carecen de la gracia vital. El egoente, haga lo que hiciere, tiene la gracia de la lógica; haga lo que hiciere, ya vaya roto o sucio, nos enamora, porque la vida es lo que nos subyuga. De ahí que no sea gracioso, sino repugnante, en las mujeres, su apasionamiento por ciencias, artes y letras. Cuando no son bellas y amables (y sólo es bella la mujer en cuanto promesa de hombres, en cuanto madre, sexualmente), toman la ciencia, el arte y las obras caritativas, como sustituto: es una venganza; es pura vanidad. Es la literata.

      ¿Qué es lo natural en la mujer? El amor. Y la práctica del arte y de la ciencia la embellece tan sólo cuando coadyuva a su destino amoroso. Que estudie y practique el arte y la filosofía, pero como perfección de su destino. Entonces es más amorosa aún. Cuando reniega del amor, de los niños, y estudia para votar, para gobernar, para ser virago, la mujer pierde la inocencia. Es ejemplar de vanidad. El destino amoroso de la mujer es evidente anatómica y síquicamente. Todo indica que la mujer es amante y madre. La mejor prueba está en las siguientes observaciones que todos pueden hacer:

      1. Ningún ser tan vacío, más repugnante y ficticio que la bachillera, aquélla que reniega del amor y coge como sucedáneo o venganza las ciencias o las artes.

      2. Ninguna hermosa es bachillera.

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