La Fontana de Oro. Benito Pérez Galdós

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La Fontana de Oro - Benito Pérez Galdós страница 12

Автор:
Серия:
Издательство:
La Fontana de Oro - Benito Pérez Galdós

Скачать книгу

      -Ya... ¿Y no tiene usted más amiga? A la edad de usted es natural y conveniente la amistad de las jóvenes, y sobre todo, no se puede vivir de esa manera. Es preciso...

      -Yo estoy bien así. Él dice que no debo conocer a nadie.

      -¿Y la obliga a usted a llevar esta vida tan triste?

      -No me obliga. Yo, si quisiera, podría salir. Él no está nunca aquí. Pero yo... Dios me libre... ¿A dónde había de ir?

      El militar no sabía qué pensar. ¿Qué relaciones existían entre aquel monomaniaco y aquella joven? ¿Sería su padre, su marido?... -No -decía para sí-. Es repugnante sospechar que puedan existir los vínculos del matrimonio entre los dos.

      «No extrañe usted mis preguntas -dijo, continuando con ansiedad-; pero me interesan mucho ustedes dos. ¿Y a él nadie le visita, nadie viene a verle?».

      -Conoce mucho a unas señoras, que llaman las señoras de Porreño. Son nobles y fueron muy ricas.

      -¿Y vienen aquí?

      -Muy pocas veces. Él las quiere mucho.

      -Y esas, que presumo serán personas de buenos sentimientos, ¿no le tienen a usted cariño, no la quieren?

      -¿A mí? Una vez me dijeron que yo parecía ser una buena muchacha.

      -¿Y nada más? ¿No le han dicho más?

      -¡Ah!, son muy buenas. Él dice que son muy buenas. Una de ellas dicen que es santa.

      Estas declaraciones eran hechas por Clara con una ingenuidad tan espontánea, que conmovía al que pudiera oírlas. Para que el lector, que aún no conoce la infinita bondad de este carácter, no extrañe la franqueza leal y la sublime indiscreción de la pobre Clara, añadiremos que durante años enteros esta desgraciada no veía más personas que don Elías, Pascuala, y a veces, muy de tarde en tarde, las tres melancólicas efigies de las señoras de Porreño. Su vida era un silencio prolongado y un hastío lento. Tan sólo pudieron reanimarla y darle alguna felicidad los cuarenta días que, seis meses antes de estos sucesos, había pasado en Ateca, pueblo de Aragón, a donde Elías la mandó para que disfrutara del campo. Más adelante veremos por qué tomó Elías esta determinación, y lo que resultó del viaje de Clara.

      «Pero es posible -continuó el militar, olvidado de que Elías estaba cerca-, ¿es posible que pase usted la vida de esta manera, sin más compañía que la de ese hombre? ¿Y no ha salido usted nunca de aquí, no ha ido al campo?

      -Sí: estuve unos días fuera, hace seis meses.

      -¿En dónde?

      -En Ateca. Él me mandó. Me puse mala, y fui allá a restablecerme. Estuve en su pueblo.

      -Ya... -dijo el militar, contento de haber encontrado un motivo, aunque pequeño, para suponer que aquel hombre no era enteramente feroz.

      -¿Y lo pasó usted bien?

      -¡Ah!, sí: me alegré mucho de estar allí.

      -¿Y no quiere usted volver?

      -¡Oh!, sí -exclamó Clara, sin poder contener una exclamación expansiva.

      -Usted no debe estar aquí; usted tiene el corazón más bondadoso que puede existir. ¿Para qué, sino para la sociedad, puede haber creado Dios un conjunto de gracias y méritos semejantes? ¡A cuántos podría usted hacer felices! ¿No ha pensado en esto? Piense usted en esto.

      Clara no pareció hacer caso de la galantería. Quedó en silencio y con los ojos bajos, tal vez ocupada en pensar en aquello, como el joven le aconsejó. ¿Quién sabe cuáles serían sus reflexiones en aquellos momentos?

      El curioso esperaba una contestación, cuando Elías, mirando hacia la habitación en que hablaban, exclamó:

      «¡Clara, Clara!».

      El militar se dirigió rápidamente hacia él, y disimulando su turbación, le dijo:

      «Caballero, no he querido marcharme hasta estar seguro de su mejoría. Aquí le contaba a esta niña el caso, y le hacía una relación de la imprudencia de aquellos hombres. Ya le veo a usted tranquilo y fuerte, y me retiro, diciéndole que puede disponer de mí para cuanto yo pueda serle útil».

      -Gracias -contestó secamente Elías-. Clara, acompaña a este caballero.

      Era preciso retirarse; ya no había pretexto alguno para permanecer allí. Su mano estaba perfectamente vendada, y su protegido le había indicado la puerta. El impresionable joven no sabía qué hacer para no salir. Miró a Clara para ver si leía en sus ojos el deseo de que no se marchara; pero ella manifestaba la mayor indiferencia, y hasta se había adelantado a abrir la puerta.

      No había más remedio. El militar tendió su mano al realista, que alargó dos dedos fríos y huesosos, y salió de la sala: al llegar a la puerta, quiso entablar de nuevo la conversación; pero la reverencia que le hizo la joven acabó de desesperarle. Salió, y se paró fuera otra vez.

      «No olvide usted lo que le he dicho. Usted no puede vivir de esta manera -dijo, bajando el primer escalón-. Es preciso que usted...».

      -¡Clara, Clara! -exclamó el fanático desde dentro con voz fuerte.

      Clara cerró la puerta, y el militar se quedó cortado y aturdido en la escalera. Su primer intento fue llamar otra vez, llamar hasta que ella saliera; pero reflexionó en lo imprudente de semejante conducta. Bajó con lentitud. -¿Qué misterio hay en esta casa? -decía para sí. Al hallarse en la calle sintió más viva su curiosidad, y la compasión hacia la joven era más intensa. -¿Es su hija, es su mujer, es su sobrina, es su protegida? -exclamó-. ¡Oh! No es posible renunciar a saber los secretos de esta casa. ¿Cómo renunciar a oírlos de la boca de Clara, que los confiaba con tanta ingenuidad?

      Anduvo un buen trecho por la calle, y se paró, miró a la casa. -Ella misma no me recibirá -dijo-; esto ha sido una casualidad. Y si vuelvo, ¿con qué pretexto?... ¡Cuánto debe padecer esa infeliz! Tiene cara de sufrir mucho... en compañía de esa fiera, sin ver a nadie ni hablar con nadie...

      Maquinalmente se dirigió otra vez a la casa, y continuando su soliloquio, decía: -Tal vez la riña por haber hablado conmigo; tal vez, aparentando distracción, oyó cuanto me dijo, se habrá ofendido y la maltratará.

      Entró, subió, procurando no ser sentido. Llegó a la puerta y se detuvo. Su mano tomó maquinalmente el cordón de la campanilla. Si hubiera sentido el menor rumor de disputa; si hubiera sentido la voz agria del viejo, habría llamado con todas sus fuerzas. Pero nada sintió; aplicó el oído. Un silencio sepulcral reinaba en la casa. De repente sintió una voz de mujer que cantaba; sintió pasar una persona rápidamente por el pasillo en que estaba la puerta; sintió el ruido del traje, rozando con las paredes al correr, y sintió la voz, la voz que, al pasar tan cerca, resonó con timbre delicado y expresivo. Era Clara, que cantaba y corría. ¿Era acaso feliz? Nuevo misterio.

      El curioso se sintió más confundido: soltó el cordón, y paso a paso, y muy quedito, bajó mirando a todos lados con cautela como un ladrón. Salió a la calle; marchó resuelto a alejarse; llegó a la esquina, se paró, miró a la casa; y al fin, tomando una resolución, emprendió su camino en dirección a su casa, donde le dejaremos por ahora preocupado y aturdido, para volver

Скачать книгу