El secreto de los Incas. Orlando Espósito
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Espósito, Orlando
El secreto de los Incas : cuentos y relatos de los pueblos originarios de los Andes y la Patagonia / Orlando Espósito. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-87-0600-9
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. 3. Relatos. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: [email protected]
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
A mis hijos, por serlo, por leer lo que escribo,
por estimularme siempre...
por perdonar mis ausencias
Agradecimientos
A mi amiga Susana Polak, por haberse sometido a la dura tarea que le tocó en suerte como lectora de prueba.
A Virginia Horne, por sus correcciones minuciosas y siempre pertinentes.
A mi compañera Cristina, por su constante apoyo, aliento y compren-
sión.
A Guillermo Espósito, por la foto de tapa (obtenida en la Ruta Nacional 23, cerca de la reserva mapuche Anekón Grande, en una travesía inolvidable por la provincia de Río Negro, Patagonia Argentina).
Nota
Los personajes, salvo con la dolorosa excepción de Rafael Nahuel, son producto de la imaginación. Por ello, nadie debe sentirse aludido.
Muchos crímenes sin explicación ni condena fueron cometidos a lo largo de los años. Resulta imposible nombrar a todas las víctimas.
En casi todos los casos, como ocurre con la muerte de Santiago Maldonado empujado al río helado por los represores, una maraña de ocultamientos y falsedades impide conocer la verdad. La justicia se levanta la venda con el dedo pulgar y mira con un solo ojo las indicaciones de los poderosos que la tienen comprada.
Orlando Esposito
e–mail: [email protected]
Pieles y raíces –como prólogo–
Mi piel es blanca como la de los conquistadores, escribo y hablo una de sus lenguas, vivo en una ciudad construida hace siglos sobre las tierras arrebatadas mediante el recurso de masacrar niños, mujeres y hombres, pacíficos, laboriosos, cada uno con su familia, su propia lengua y sus dioses. Y aun: con sus conflictos, sus rencillas y cuitas.
Las raíces de mi estirpe se hunden en las aguas del océano Atlántico; no en la tierra de América ni en el confín boreal habitado por los inuit, ni en la antípoda austral donde vivían los yámanas, los hombres que portaban el fuego en sus canoas de corteza de guindo.
El color de mi piel me mantuvo a salvo de vejámenes y despojos; actuó como escudo protector frente a gendarmes y jueces. Sé que poseo y disfruto por herencia de los derechos del conquistador. No mataron mi lengua, ni mis costumbres, no me separaron de mis hijos y mi compañera1, no me llevaron a París para exhibirme en una jaula2, no cortaron la cabeza de mis abuelos para ganar una libra3.
No sé ni puedo imaginar qué mundo rodea, qué cosas le ocurren al que tiene la piel roja, amarilla, cobriza o negra. No soy indio. No me persiguen los fiscales con citaciones que no puedo cumplir porque no tengo dinero para ir hasta el poblado y presentarme. No me exigen que concurra al juzgado una y otra vez sin motivo por no haber cumplido con la intimación anterior; que es así como logran acumular rebeldías y causas en mi contra que después sirven para justificar mi arresto y, tal vez, hasta un balazo por la espalda el día que se les ocurra venir a desalojarme.
Sí, mi piel es blanca. Y me pregunto si el mero paso de los siglos será suficiente para lavar de nuestras manos de piel blanca la culpa por tanta injusticia y saqueo.
El reloj de la historia siempre va hacia adelante, no invierte su marcha. No hay forma de dar vida a los que murieron, no es posible desandar lo andado hasta regresar las tierras a sus dueños. Acaso, lo único que esté a nuestro alcance –ahora– sea tratar a los pueblos originarios con el respeto que se debe a todo ser humano y que aprendamos a ponernos en la piel de los otros.
En Buenos Aires, Argentina. Marzo 2020
1 Julio A. Roca separó mujeres de varones. Dispuso traer las mujeres a Buenos Aires para que trabajaran como esclavas en las casas de la clase pudiente. Los hombres fueron llevados a minas, canteras, estancias, etc.
2 Maurice Maître raptó en la bahía San Felipe a toda una familia de once miembros de la etnia Selk´nam, a quienes llevó atados con cadenas para exponerlos en París en la Exposición Universal de 1889 en celebración del centenario de la revolución. Los presentó en jaulas como caníbales. Por la tarde los alimentaba con carne cruda de caballo mientras que los mantenía sin posibilidades de higiene para que tuvieran la apariencia de salvajes. De París fueron llevados a Berlín, donde los alojaron durante tres semanas en el recinto destinado a los avestruces. Solo volvieron seis.
3 A partir de 1880–1890, la sociedad compuesta por Mauricio Braun y José Menéndez fijó un precio por cada indígena asesinado: una libra esterlina por cada oreja de adulto y media libra por orejas de niños. Pero al ver vagando indígenas sin orejas comenzaron a pagar por cabezas, testículos y corazones.
Un poco de calor
Wisa, el machi4, llegó furioso porque Sami andaba por los cerros haciendo sonar el erke5 antes de que terminara el verano. Bajó de la cumbre y explicó que eso a la Pacha6 no le gustaba, que traería desgracia y que por su culpa cuando viniera el invierno los iba a tapar la nieve y la pasarían mal. Pero cuando ella le dijo esto a Sami, lo único que hizo fue encoger los hombros, embutir un cuero en la trompa para apagar el sonido y volvió a subir a las cumbres para seguir tocando a su antojo.
Así que Wisa regresó hecho una furia por esa desobediencia. Como él no estaba, nunca estaba, fue ella la que terminó recibiendo el reto. Alzando la voz el machi le dijo: No puede hacerlo sonar ahora, va a traer frío y hambre. Están pasando cosas muy malas y es preciso andarse con cuidado. Llegaron otros dioses al Tahuantinsuyu7 venidos del mar en grandes canoas, servidos por hombres con pelo en la cara que montan sobre animales extraños.
Cuando Sami vino a comer ella le pidió que terminara con eso y que devolviera el erke. No la escuchó. Quispe se lo había prestado para que practicara hasta que todos pudieran escucharlo desde lejos y supieran que era él, Sami, quien lo hacía sonar, y no iba a dejar de hacerlo por más que rabiara el viejo.
Unos días más tarde partió. La dejó cuidando