Mudanza. Verónica Gerber Bicecci
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ENSAYO
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© 2010 Verónica Gerber
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Edición digital: agosto de 2020
ISBN: 978-607-8667-88-8
En colaboración con el Fondo Ventura A.C.
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VERÓNICA GERBER BICECCI MUDANZA
Almadía
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AMBLIOPÍA
Lee lo que ves. Pero tenía que esperar a que se disiparan las nubes y no había tiempo. Una por una. Las letras estaban fijas y sólo veía manchas flotando en el espacio entre la pantalla y mi silla, no dejaban de moverse. Primero hay una E. La letra era grande, las manchas no alcanzaban a taparla del todo. Abajo es F y creo que P. T–mancha–Z. L–mancha–mancha, tal vez E y luego mancha. El oftalmólogo movía los aumentos, iba y venía de uno a otro. Todo parecía igual. Peor, lo que recordaba como una P ahora era un borrón y las letras tapadas bajo las manchas sobresalieron en una escritura manuscrita y vaporosa que tardaba demasiado en tomar forma. Pensé que si esperaba suficiente lograría estabilizarlas, separarlas, hacer un ejercicio de deducción, mentir, pero no funcionó. Mi madre me miraba desde el otro lado del consultorio, sentada en una pequeña silla, con cara de preocupación. Al parecer la situación calificaba para desgracia familiar.
Siempre tuve la impresión de que el oculista era un farsante: por más que cambiaba las lentes y sacaba extrañas herramientas, mi ojo parecía inmutable. Ves mejor con este o... con este. Nada. A ver... aquí o... aquí. La variación era mínima. Creo que es mejor el segundo. En realidad, me parecían idénticos. Sólo había manchas movién-dose tan despacio como una mezcla de cemento a punto de cuajar. Mi ojo derecho seguía un camino errante e indescifrable, como si no fuera mío, como si no fuera yo quien lo controlaba. Más que una lente para corregir, necesitaba un ventilador que se llevara los cúmulos emborronados. Lo que veía era tan inestable, tan desigual, que terminó por asustarme. No tenía idea de que había un extraño alojado en mi córnea. Nací con un solo ojo y lo había ignorado por completo. Cómo saber qué es ver bien si siempre has visto igual, si no hay referente alguno ni punto de comparación. En esa visita al consultorio descubrí que al tapar mi ojo izquierdo podía ver como a través de un calidoscopio, pero obstruido y monocromático, defectuoso.
Finalmente, el doctor diagnosticó ambliopía: el síndrome del ojo flojo. Aunque no había mostrado déficit de atención, ni mi desempeño escolar se había visto mermado, mi madre se dio cuenta de que, cuando más concentraba la mirada, cuando el esfuerzo visual era importante, uno de mis ojos miraba justo al lado contrario, hacía lo que le venía en gana. Era bizca, aunque no de forma constante: mi ojo paseaba repentinamente y nunca me llevó con él. Un individuo aparte, un desconocido. Un ojo vagabundo que se quedó en algún punto antes de alcanzar la madurez visual; es decir, tengo un ojo que mira como una niña de entre dos y siete años. Cumplí nueve poco antes de la primera consulta y a esa edad no queda mucho por hacer, pues el sentido de la vista se ha fijado por completo. El único camino habría sido forzar al ojo vago para no cansar al otro que había asumido la responsabilidad –que debió ser compartida– de ver por los dos.
Cuando la imagen que produce cada ojo no se refleja en el mismo eje, es decir, cuando esas dos imágenes no coinciden en el vértice visual o no se encuentran, se produce visión doble. Antes que mostrarme ese mecanismo irreal que hace posible una imagen, mi cerebro decidió ignorar uno de mis ojos, dejó la potestad de mi visión en el izquierdo. El derecho quedó a su suerte, con absoluta libertad de hacer cualquier cosa, sin obligación alguna, se perdió en un grave autismo. La ambliopía es la ley del hielo.
El ambliope es monocular. El ojo no sufre lesiones orgánicas, por lo que el padecimiento es casi invisible, indetectable. El ojo bueno terminará por cansarse y dejar de ver. Si no es tratada, la vista del ambliope está destinada al deterioro o a una pausa indefinida por intervención de anteojos. Aunque la metáfora de mirar de un lado como lo haría un niño me sonríe, detrás de ella se esconde el pánico, supongo que ese era también el susto de mi madre: el único tratamiento real para la ambliopía es usar un parche en la primera infancia que obligue al ojo perezoso a ver. No hay operaciones. No hay medicinas.
Uso lentes no porque me ayuden a ver mejor, sino porque el aumento obliga al ojo derecho a esforzarse y alivia la doble carga en el izquierdo. Uso lentes para defender a mi ojo dominante del contagio del ocio, para detener el desgaste y la posible ceguera. Es paradójico que la mejora, en caso que hubiera, es directamente proporcional al aumento de dioptrías, pues querría decir que mi ojo flojo está dispuesto a trabajar un poco más. Tengo diecisiete años usando la misma receta.
Hace poco leí que muchos ambliopes, al tratar de explicar cómo ven, dicen que el ojo mira como a través del efecto que produce la ondulación prolongada de aire caliente, las imágenes se enfocan y se vuelven difusas de modo continuo: espejismo del desierto, que desaparece al acercarnos; camino que ondula en el vaho evaporado, paisaje que tirita por entre el humo de una combustión.
Si no los hubiera usado tal vez nunca habría sido atacada por la extraña imantación de algunos balones de futbol sobre mi rostro, ni habría sufrido los interminables calificativos que están asociados al uso de dicho aditamento. Habría perdido completamente la visión del lado derecho, reduciendo mi campo visual de ciento ochenta a noventa grados. Pero, sin anteojos, tal vez habría podido seguir a ese intruso errante a los confines de lo desconocido y, sin planearlo, hacerle escolta en su deambular oscilatorio. No ese deambular pausado casi estático de los paseantes que utilizan toda su ropa, suéter sobre suéter, pantalón sobre pantalón y morada a cuestas, metida en bolsas de plástico y cajas de cartón para moverse apenas unos metros mes con mes; sino el de los peatones perpetuos, esos que esperan una cita a las tres de la tarde con una maleta entre las manos, y le hablan al aire seriamente, sin dejar duda de que el asunto es importante. Esos que son perseguidos inexplicablemente y que, como pocos, se dirigen seguros a su destino aunque nunca consigan llegar a ninguna parte. Esos que caminan en medio de nubarrones, que van y vienen del aquí a un lugar lejanamente imaginario, los que enfocan