El conde de montecristo. Alexandre Dumas

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El conde de montecristo - Alexandre Dumas

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puede aniquilarte con un solo ademán -dijo la mujer.

      -Pues ¿cómo? ¿Han llegado a ser ricos y poderosos?

      -¿Entonces no sabéis su historia?

      -No; contádmela.

      Caderousse pareció reflexionar un instante.

      -No, porque sería muy largo.

      -Haced lo que más os convenga, amigo mío -dijo el abate con el acento de la más profunda indiferencia-, yo respeto vuestros escrúpulos; por otra parte, lo que hacéis es propio de un hombre verdaderamente bueno, no hablemos más de ello. ¿De qué estaba yo encargado? De una simple formalidad. Venderé este diamante -y lo sacó de su bolsillo, abrió la cajita y lo hizo brillar por segunda vez a los deslumbrados ojos de Caderousse.

      -Ven a verlo, mujer —dijo éste con voz ronca.

      -¡Un diamante! -dijo la Carconte, levantándose y bajando con paso bastante firme la escalera-. ¿Qué diamante es ése?

      -¿No lo has oído, mujer? -dijo Caderousse-. Es un diamante que nos ha legado el pobre chico a su padre, a sus tres amigos Fernando, Danglars y yo, y a Mercedes, su prometida. Este diamante vale cincuenta mil francos.

      -¡Oh, qué joya tan preciosa! -dijo ella.

      -¿Conque nos pertenece la quinta parte de esta suma? -dijo Caderousse.

      -Sí, caballero -respondió el abate-. Además, la parte del padre, que me creo autorizado a repartir entre vosotros cuatro.

      -¿Y por qué cuatro? -preguntó la Carconte.

      -Porque cuatro son los amigos de Edmundo.

      -No son amigos los que hacen traición -murmuró sordamente la mujer.

      -Sí, sí -dijo Caderousse-, y esto es lo que yo decía. Es casi una profanación, casi un sacrilegio, recompensar la traición, el crimen tal vez.

      -Vos lo habéis querido -replicó tranquilamente el abate, volviendo a colocar el diamante en el bolsillo de su sotana-. Ahora dadme las señas de los amigos de Edmundo, a fin de que pueda ejecutar su última voluntad.

      La frente de Caderousse estaba inundada de sudor; vio que el abate se levantó, se dirigió hacia la puerta como para echar una ojeada a su caballo, y volvió.

      Marido y mujer se miraban con una expresión indescriptible.

      -¡Sería para nosotros el diamante entero! -dijo Caderousse.

      -¿Lo crees así? -respondió la mujer.

      -Un eclesiástico no querría engañarnos.

      -Haz lo que quieras -dijo la mujer-. En cuanto a mí, no quiero meterme en nada.

      Y volvió a subir la escalera, tiritando y dando diente con diente, a pesar del excesivo calor que hacía. En el último escalón se detuvo un instante.

      -Reflexiónalo bien, Gaspar -dijo.

      -Ya estoy decidido -respondió Caderousse.

      La Carconte entró en su cuarto arrojando un suspiro, oyóse el ruido de sus pasos al pasar por el pavimento hasta que hubo llegado al sillón, donde cayó sentada.

      -¿A qué estáis decidido? -preguntó el abate.

      -A decíroslo todo -respondió.

      -Me parece que eso es lo mejor que pudierais hacer -dijo el sacerdote-. No porque yo quiera saber lo que vos queréis ocultarme, pero, en fin, si podéis ayudarme a distribuir las mandas según la voluntad del testador será mejor.

      -Así lo espero -respondió Caderousse con las mejillas inflamadas por la esperanza y la ambición.

      -Os escucho -dijo el abate.

      -Aguardad un momento; podrían interrumpirnos en lo más interesante de mi relación, lo cual sería algo desagradable; por otra parte, es inútil que nadie sepa que habéis venido aquí.

      Se dirigió a la puerta de su posada, la cual cerró y a la que, para mayor precaución, echó la barra, que sólo debía poner por la noche. Durante este tiempo, el abate eligió un lugar para escuchar con toda la comodidad. Se había sentado en un rincón, de manera que quedaba sumergido en la penumbra, mientras que la luz daba de lleno en el rostro de su interlocutor, disponiéndose con la cabeza inclinada, las manos cruzadas o más bien crispadas, a escuchar con todos sus cinco sentidos.

      Caderousse acercó un banquillo y colocóse delante de él.

      -Acuérdate de que yo no te he inducido a que hables -dijo la temblorosa voz de la Carconte, como si a través del pavimento de su cuarto hubiese podido ver la escena que se preparaba.

      -Está bien, está bien -dijo Caderousse-. No hablemos más de ello, déjalo todo a mi cargo.

      Capítulo 4 Declaraciones

      -Ante todo -dijo Caderousse-, debo rogaros, caballero, que me prometáis una cosa.

      -¿Cuál? -preguntó el abate.

      -Que si llegáis a hacer use de los detalles que voy a daros, nadie debe saber jamás que los habéis adquirido de mí, porque aquellos de quienes voy a hablaros son ricos y poderosos, y conque me tocaran solamente con la punta de un dedo, me harían pedazos como si fuera de cristal.

      -Tranquilizaos, amigo mío -dijo el abate- soy sacerdote y las confesiones mueren en mi seno. Acordaos de que no tenemos otro fin más que cumplir dignamente la última voluntad de nuestro amigo. Hablad, pues, sin temor y sin odio; decid la pura verdad. Yo no conozco, y probablemente no conoceré jamás, a las personas de que vais a hablarme; por otra parte, soy italiano, y no francés, pertenezco a Dios, y no a los hombres, y pronto volveré a entrar en mi convento, del que no he salido más que para cumplir con la última voluntad de un moribundo.

      Esta promesa positiva pareció tranquilizar algún tanto a Caderousse.

      -¡Pues bien! En ese caso -dijo Caderousse-, quiero, o más bien debo desengañaros acerca de esas amistades que el pobre Edmundo creía sinceras y desinteresadas.

      -Empecemos hablando de su padre, si os parece -dijo el abate-. Edmundo me ha hablado mucho de ese anciano, a quien profesaba un amor profundo.

      -La historia es triste, señor -dijo Caderousse inclinando la cabeza-. ¿Probablemente sabréis el principio?

      -Sí -respondió el abate- Edmundo me lo contó todo, hasta el momento en que fue preso en una taberna cerca de Marsella.

      -En la Reserva. ¡Oh, Dios mío! Sí, me acuerdo como si lo estuviera viendo.

      -¿No fue en la comida de sus bodas?

      -Sí, y la comida que tan bien empezó, tuvo un fin bastante triste. Un comisario de policía, seguido de cuatro soldados armados, entró, y Dantés fue preso.

      -Hasta ese suceso es lo que yo sé -dijo el sacerdote-. Dantés mismo no sabía más que lo que le era absolutamente

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