El conde de montecristo. Alexandre Dumas

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El conde de montecristo - Alexandre Dumas

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derredor, y llevando a Dantés aparte:

      -¿Cómo está el emperador? -le preguntó con interés.

      -Según he podido juzgar por mí mismo, muy bien.

      -¡Cómo! ¿También habéis visto al emperador?…

      -Sí, señor; entró en casa del mariscal cuando yo estaba en ella… -¿Y le hablasteis?

      -Al contrario, él me habló a mí -repuso Dantés sonriéndole.

      -¿Y qué fue lo que os dijo?

      -Hízome mil preguntas acerca del buque, de la época de su salida de Marsella, el rumbo que había seguido y del cargamento que traía. Creo que a haber venido en lastre, y a ser yo su dueño, su intención fuera el comprármelo; pero le dije que no era más que un simple segundo, y que el buque pertenecía a la casa Morrel a hijos. « ¡Ah -dijo entonces-, la conozco. Los Morrel han sido siempre navieros, y uno de ellos servía en el mismo regimiento que yo, cuando estábamos de guarnición en Valence.»

      -¡Es verdad! -exclamó el naviero, loco de contento-. Ese era Policarpo Morrel, mi tío, que es ahora capitán. Dantés, si decís a mi tío que el emperador se ha acordado de él, le veréis llorar como un niño. ¡Pobre viejo! Vamos, vamos -añadió el naviero dando cariñosas palmadas en el hombro del joven-; habéis hecho bien en seguir las instrucciones del capitán Leclerc deteniéndoos en la isla de Elba, a pesar de que podría comprometeros el que se supiese que habéis entregado un pliego al mariscal y hablado con el emperador.

      -¿Y por qué había de comprometerme? -dijo Dantés-. Puedo asegurar que no sabía de qué se trataba; y en cuanto al emperador, no me hizo preguntas de las que hubiera hecho a otro cualquiera. Pero con vuestro permiso -continuó Dantés-: vienen los aduaneros, os dejo…

      -Sí, sí, querido Dantés, cumplid vuestro deber.

      El joven se alejó, mientras iba aproximándose Danglars.

      -Vamos -preguntó éste-, ¿os explicó el motivo por el cual se detuvo en Porto-Ferrajo?

      -Sí, señor Danglars.

      -Vaya, tanto mejor -respondió éste-, porque no me gusta tener un compañero que no cumple con su deber.

      -Dantés ya ha cumplido con el suyo -respondió el naviero-, y no hay por qué reprenderle. Cumplió una orden del capitán Leclerc.

      -A propósito del capitán Leclerc: ¿os ha entregado una carta de su parte?

      -¿Quién?

      -Dantés.

      -¿A mí?, no. ¿Le dio alguna carta para mí?

      -Suponía que además del pliego le hubiese confiado también el capitán una carta.

      -Pero ¿de qué pliego habláis, Danglars?

      -Del que Dantés ha dejado al pasar en Porto-Ferrajo.

      -Cómo, ¿sabéis que Dantés llevaba un pliego para dejarlo en Porto-Ferrajo… ?

      Danglars se sonrojó.

      -Pasaba casualmente por delante de la puerta del capitán, estaba entreabierta, y le vi entregar a Dantés un paquete y una carta.

      -Nada me dijo aún -contestó el naviero-, pero si trae esa carta, él me la dará.

      Danglars reflexionó un instante.

      -En ese caso, señor Morrel, os suplico que nada digáis de esto a Dantés; me habré equivocado.

      En esto volvió el joven y Danglars se alejó.

      -Querido Dantés, ¿estáis ya libre? -le preguntó el naviero.

      -Sí, señor.

      -La operación no ha sido larga, vamos.

      -No, he dado a los aduaneros la factura de nuestras mercancías, y los papeles de mar a un oficial del puerto que vino con el práctico.

      -¿Conque nada tenéis que hacer aquí?

      Dantés cruzó una ojeada en torno.

      -No, todo está en orden.

      -Podréis venir a comer con nosotros, ¿verdad?

      -Dispensadme, señor Morrel, dispensadme, os lo ruego, porque antes quiero ver a mi padre. Sin embargo, no os quedo menos reconocido por el honor que me hacéis.

      -Es muy justo, Dantés, es muy justo; ya sé que sois un buen hijo.

      -¿Sabéis cómo está mi padre? -preguntó Dantés con interés.

      -Creo que bien, querido Edmundo, aunque no le he visto.

      -Continuará encerrado en su mísero cuartucho.

      -Eso demuestra al menos que nada le ha hecho falta durante vuestra ausencia.

      Dantés se sonrió.

      -Mi padre es demasiado orgulloso, señor Morrel, y aunque hubiera carecido de lo más necesario, dudo que pidiera nada a nadie, excepto a Dios.

      -Bien, entonces después de esa primera visita cuento con vos.

      -Os repito mis excusas, señor Morrel; pero después de esa primera visita quiero hacer otra no menos interesante a mi corazón.

      -¡Ah!, es verdad, Dantés, me olvidaba de que en el barrio de los Catalanes hay una persona que debe esperaros con tanta impaciencia como vuestro padre, la hermosa Mercedes.

      Dantés se sonrojó intensamente.

      -Ya, ya -repuso el naviero-; por eso no me asombra que haya ido tres veces a pedir información acerca de la vuelta de El Faraón. ¡Cáspita! Edmundo, en verdad que sois hombre que entiende del asunto. Tenéis una querida muy guapa.

      -No es querida, señor Morrel -dijo con gravedad el marino-; es mi novia.

      -Es lo mismo -contestó el naviero, riéndose.

      -Para nosotros no, señor Morrel.

      -Vamos, vamos, mi querido Edmundo -replicó el señor Morrel-, no quiero deteneros por más tiempo. Habéis desempeñado harto bien mis negocios para que yo os impida que os ocupéis de los vuestros. ¿Necesitáis dinero?

      -No, señor; conservo todos mis sueldos de viaje.

      -Sois un muchacho muy ahorrativo, Edmundo.

      -Y añadid que tengo un padre pobre, señor Morrel.

      -Sí, ya sé que sois buen hijo. Id a ver a vuestro padre.

      El joven dijo, saludando:

      -Con vuestro permiso.

      -Pero ¿no tenéis nada que decirme?

      -No, señor.

      -El

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