La huerta de La Paloma. Eduardo Valencia Hernán
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Los periódicos de tirada nacional han ido repitiendo durante toda la semana los avances, en las continuas sesiones parlamentarias, de los diferentes anteproyectos de los estatutos autonómicos regionales. El estatuto gallego va a ser presentado en el pleno del próximo miércoles 15; mientras que el canario todavía está en los inicios.
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Por esas fechas, las fiestas de San Fermín ya han finalizado, destacando esta vez los catorce contusionados en la última carrera de la feria, ¡todo un récord! Mientras tanto, en el resto de España, sigue haciendo un calor espantoso.
Bien entrada la tarde, a las nueve más o menos, se tiene noticia de un asesinato perpetrado en Madrid por un grupo de «pistoleros» afines a la extrema derecha. La víctima, el teniente de la Guardia de Asalto, José del Castillo, conocido también como un militante activo del partido Socialista, que es cobardemente tiroteado al salir de su casa. En esos momentos, pocos imaginan que tras aquel día nada va a ser igual en la vida de los españoles.
Este crimen es uno más de una serie que se han registrado durante toda la semana. Sin embargo, las decisiones que se toman esa misma noche en el entorno de la víctima van a provocar el estallido en la capital de una virulencia incontenible de odio y venganza.
Pocas horas después, a las tres y media de la madrugada del lunes 13, el diputado en el Congreso, José Calvo Sotelo, líder de Renovación Española y jefe del Bloque Nacional, es detenido en su casa de la calle Velázquez 89 por guardias de asalto, la mayoría compañeros del teniente fallecido, y algunos guardias civiles, todos ellos dirigidos por el teniente Moreno, amigo del fallecido.
Pasadas algunas horas de angustia e incertidumbre en torno de la familia del detenido, todos se aferran a una leve esperanza de volverlo a ver con vida, aunque, en el fondo, se temen lo peor. En efecto, la venganza se ha consumado y el cuerpo del diputado, ya cadáver, es localizado aún de madrugada en un muro anexo al cementerio del Este (la Almudena) con diversos disparos en la nuca y en el pecho.
El juez de instrucción ya se ha personado en el depósito de cadáveres para comenzar las diligencias judiciales, que culminan con la identificación de la camioneta del servicio de asalto señalada con el número diecisiete. En ella, se supone que iban los sospechosos que llevaron a la víctima desde su domicilio hasta el lugar de ejecución. Seguidamente, se practican las primeras detenciones en la misma sección que mandaba el teniente Castillo, así como varios jefes y oficiales del mismo cuerpo.
En Barcelona, por fin llega el amanecer del lunes y las tropas de refuerzo enviadas al castillo se reúnen en la puerta principal de este para volver de nuevo al regimiento. Eduardo está cansado tras una noche de vigilia, el fusil Mauser pesa lo suyo, pero está contento, ya va de vuelta al cuartel. Allí le espera su amigo Rodri.
—Eduardo, ¿qué tal por allá arriba?
—Bien, pero como siempre los relevos han ido con retraso y nos ha fastidiado más de un descanso… Y por aquí, ¿qué?
—¿No has oído nada? Se han cargado a Calvo Sotelo en Madrid, así que habrá jaleo seguro.
—¿Cómo ha sido?
—Dice la radio que los asesinos son del entorno del teniente que mataron hace unos días.
O sea, una venganza.
—Pues sí, eso parece. Esto no se acaba nunca. Espero que cuando se arme, que se va a armar, me pille en mi casa con los míos.
—No seas tan alarmista —responde Eduardo—, seguro que todo se arregla en una semana y volvemos a la normalidad… Ya verás que todo estará tranquilo y podremos volver a casa sin contratiempos. Por cierto, a ti, ¿cuánto te queda?
—Tres meses, aunque, por mí, mañana mismo me iba. Estoy quemado, quemado, quemado. Faltan dos semanas para las fiestas del pueblo y otro año me voy a quedar sin verlas.
—¿De dónde eres tú?
—De Sevilla, ¿y tú?
—¿Conoces Despeñaperros, antes de entrar en la provincia de Jaén?
—Sí, aquel desfiladero por donde pasa el tren saliendo de Andalucía.
—Pues mi pueblo está a seis kilómetros del paso. Viso del Marqués se llama.
—¡Vaya nombre! Para los tiempos que corren, verás cómo dentro de poco lo del «marqués» pasa a mejor vida.
—De hecho, creo que ya se lo han quitado.
—Y ¿qué tal en tu pueblo? ¿Siguen mandando los de siempre?
—Allí manda un alcalde de izquierdas… Carlos Caminero. Parece un buen hombre, aunque los señoritos siempre están al acecho dando a entender que el cambio no va con ellos.
Se oyen pasos de lejos…
—A ver, Valencia y Rodríguez —interrumpe el sargento Ibáñez—. Se acabó el palique. Vayan a cambiarse y preséntense ante mí en media hora con equipamiento para comenzar la instrucción.
—Sí, mi sargento —responde Rodri con sumisión.
—Ya estamos con lo de cada día —comenta Eduardo cabizbajo—. Por lo menos esta vez lo haremos en el cuartel. No como la semana pasada que nos llevaron al lado del aeródromo de El Prat a pegar barrigazos.
—Bueno —gesticula Rodri—, allí por lo menos vemos despegar de vez en cuando a esos aparatos. ¿Has subido alguna vez en un cacharro de esos?
—Ni soñarlo, eso es cosa de ricos y mi familia es pobre. Lo más que he subido ha sido en bicicleta para ir a trabajar, y en tren para llegar aquí a Barcelona.
—Yo tampoco he subido nunca en esos aparatos. Allí en Sevilla mi familia se dedica a la venta ambulante y no damos para más. Ni siquiera tenemos vivienda propia. Últimamente vivimos cerca de La Tablada, así se llama el aeródromo, y desde allí se pueden ver volar a los aviones. En fin, vamos a cambiarnos que con el calor que pega ya estoy sudado de nuevo.
En el dormitorio de la compañía…
—Eduardo, ¿qué haces tumbado ahí? —pregunta Fermín, otro compañero de fatigas.
—Hola, la instrucción me ha dejado hecho polvo y el estómago lo tengo mal. Creo que ha sido la leche condensada.
—¿Cuál, la del bote?
—Sí, esa, la que se llama El Niño. Me ha dejado listo; así que, hasta que no toque teórica me quedo aquí en la habitación… Si preguntan, ya sabes.
—¿No