100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери

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Wentworth.

      “¡Tan cambiada que no la habría reconocido!” Estas palabras no podían menos que obsesionarla. Poco después comenzó a regocijarse de haberlas oído. Eran tranquilizadoras, apaciguadoras, reconfortaban y, por tanto, debían hacerla feliz.

      Federico Wentworth había dicho estas palabras u otras parecidas sin pensar que iban a llegar a oídos de ella. Había pensado en ella como espantosamente cambiada, y en la primera emoción del momento dijo lo que sentía. No había perdonado a Ana Elliot. Ella le había hecho mal; lo había abandonado y desilusionado; más aún: al hacer eso lo había hecho por debilidad de carácter, y un temperamento recto no puede soportar una cosa así. Lo había dejado para dar gusto a otros. Todo fue efecto de repetidas persuasiones; fue debilidad y fue timidez.

      El estuvo fuertemente ligado a ella, y jamás encontró otra mujer que se le pareciese, pero, aparte una sensación de natural curiosidad, no había deseado reencontrarla. La atracción que ella ejerciera sobre él había desaparecido para siempre.

      Pensaba él a la sazón en casarse; era rico y deseaba establecerse, y lo haría en cuanto encontrase una ocasión digna. Deseaba enamorarse con toda la rapidez que una mente clara y un certero gusto pueden permitirlo. Las señoritas Musgrove hubieran podido atraerle, porque su corazón se conmovía ante ellas. En una palabra, sus sentimientos se abrían para cualquier mujer joven que cruzase su camino, con excepción de Ana Elliot. Guardaba este secreto, mientras respondía a las suposiciones de su hermana diciendo:

      -Sí, Sonia, estoy pronto a contraer cualquier matrimonio tonto. Cualquier mujer entre los quince y los treinta puede contar con mi posible declaración. Un poco de belleza, unas cuantas sonrisas, unos elogios a la marina, y soy hombre perdido. ¿No es acaso bastante para conquistar a un marino rudo?

      Su hermana comprendía que decía esto esperando ser contradicho. SU orgulloso mirar decía a las claras que se sabía agradable. Y Ana Elliot no estaba fuera de sus pensamientos cuando más en serio describía a la mujer con quien le agradaría encontrarse.

      -Una mentalidad fuerte y dulzura en los modales. -Eran el principio y el fin de su descripción.

      -Esa es la mujer que quiero -decía-. Transigiría con algo un poco inferior, siempre que no lo fuera mucho. Si hago el tonto lo haré de verdad, porque he pensado en este asunto más que cuanto lo piensan muchos hombres.

      CAPITULO VIII

      Por ese tiempo, el capitán Wentworth y Ana Elliot frecuentaban un mismo círculo. Pronto se encontraron comiendo en casa de los señores Musgrove, porque el estado del pequeño no permitía a su tía una excusa para ausentarse. Esto fue el comienzo de otras comidas y nuevos encuentros.

      Si los sentimientos antiguos se habían de renovar, el pasado debía volver a la memoria de ambos: estaban forzados a regresar a él.

      El año de su compromiso no podía menos que ser aludido por él en las pequeñas narraciones y descripciones propias de la conversación. Su profesión lo predisponía a ello; su estado de ánimo lo hacía locuaz:

      “Eso fue en el año seis”, “Esto fue después que me hice a la mar en el año seis” fueron frases dichas en el transcurso de la primera tarde que pasaron juntos. Y a pesar de que su voz no se alteró, y a pesar de que ella no tenía razón para suponer que sus ojos la buscaban al hablar, Ana sintió la completa imposibilidad, dado su carácter, de que existiera otra mujer para él. Debía haber la misma inmediata asociación de pensamiento, pero no supuso que pudiera haber el mismo dolor.

      Sus conversaciones, sus expresiones, eran las que exige la más elemental cortesía mundana. ¡Tanto como habían sido una vez el uno para el otro! Y ahora nada. En cierta época de su vida les hubiese sido difícil pasar un momento sin dirigirse la palabra, aun en medio de la más concurrida reunión del salón de Uppercross.

      Con excepción quizá del almirante y de Mrs. Croft, que parecían muy unidos y felices (Ana no conocía otro caso, ni siquiera entre los matrimonios), no había habido dos corazones tan abiertos, dos gustos tan similares, más comunidad de sentimientos, ni figuras más recíprocamente amadas. Ahora eran dos extraños. No; peor que extraños, porque jamás podrían llegar a conocerse. Era un exilio perpetuo.

      Cuando él hablaba, era la misma voz la que ella escuchaba, y adivinaba los mismos pensamientos. Había gran ignorancia de asuntos navales entre los asistentes a la reunión. Lo interrogaban mucho, especialmente las señoritas Musgrove -que no parecían tener ojos más que para él-, acerca de la vida a bordo, las órdenes diarias, la comida, los horarios, etcétera, y la sorpresa ante sus relatos, al escuchar el nivel de comodidades que podía obtenerse, daban a la voz de él cierto lejano y agradable tono burlón, que recordaba a Ana los lejanos días cuando ella también era ignorante y suponía que los marineros vivían a bordo sin nada que comer, sin cocina para abastecerse, criados que aguardasen órdenes ni cubiertos que usar.

      Mientras pensaba y escuchaba esto, se oyó un murmullo de Mrs. Musgrove, quien, sobresaltada por un profundo arrepentimiento, no pudo menos que decir:

      -¡Ah, señorita Ana, si el cielo hubiera permitido vivir a mi pobre hijo, sería igual a nuestro amigo en la actualidad!

      Ana reprimió una sonrisa y escuchó bondadosamente, mientras Mrs. Musgrove aliviaba su corazón un poco más, y, por unos momentos, le fue imposible seguir la conversación de los demás.

      Cuando pudo permitir a su atención seguir sus naturales deseos, encontró a las señoritas Musgrove revisando una lista naval (propiedad de ellas, y la única que jamás había sido vista en Uppercross) y sentándose juntas para examinarla, con el propósito de encontrar los barcos que el capitán Wentworth había comandado.

      -El primero fue el Asp, bien lo recuerdo; busquemos el Asp.

      -No lo encontrarán ustedes ahí: estaba viejo y desvencijado. Fui el último en comandarlo. Apenas servía ya entonces. Por un año o dos fue considerado bueno para servicios locales y, con este propósito, fue enviado a las Indias Occidentales.

      Las muchachas miraron sorprendidas.

      -El Almirantazgo -prosiguió él- se entretiene en enviar de vez en cuando algunos centenares de hombres al mar en barcos que ya no sirven. Pero ellos tienen que cuidar muchísimas cosas, y entre los miles que de todos modos se irán al fondo, les es difícil distinguir cuál es el grupo que sería más de lamentar.

      -¡Bah, bah! -exclamó el viejo almirante-. ¡Qué charlas sin sentido tienen estos jóvenes! Jamás hubo mejor goleta que el Asp en su tiempo. Entre las goletas de construcción antigua jamás encontrarán ustedes rival. ¡Dichoso quien la tuvo! El sabe que debe haber habido veinte hombres solicitándola por aquel entonces. ¡Dichoso quien obtuvo tan pronto algo semejante, no teniendo más interés que el suyo propio!

      -Le aseguro, almirante, que comprendo mi suerte -respondió muy serio el capitán Wentworth-. Estaba tan contento con mi destino como usted habría podido estarlo. Era algo grande para mí, en aquella época, estar en el mar, algo muy grande. Deseaba hacer algo.

      -Y por cierto lo hizo. ¿Para qué habría de permanecer en tierra seis meses un hombre joven como usted? Si un hombre no tiene esposa, pronto desea volver a bordo.

      -Pero, capitán Wentworth -exclamó Luisa-. ¡Cuán humillado debe haberse sentido usted cuando, llegando a bordo del Asp, vio el viejo barco que se le destinaba!

      -Ya conocía el barco de antes -respondió él sonriendo-. No tenía más descubrimientos que hacer en él que los que tendría usted en una

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