Un pacto con el placer. Nazario

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Un pacto con el placer - Nazario Rey de bastos

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descubrir a los infractores. A estos inspectores los llamaban «lechuzos» y, cuando sonaba la voz de alarma anunciando su presencia, las bordadoras tenían que hacer desaparecer el género rápidamente. Cuenta mi tata que tuvo que correr un día, saltando tapias de un corral a otro, arrastrando mantones y caballetes, para ocultarlos, mientras las demás barrían cuidadosamente para hacer desaparecer los restos de hebras de seda esparcidas por el suelo. Algunas niñas comenzaban a bordar a los 12 años y combinaban el trabajo con la escuela. A otras las obligaban a hacer filigranas con el tiempo y además de ir a la escuela, las obligaban a bordar y a trabajar en el campo ayudando a los padres y hermanos. Era frecuente que un mismo mantón fuera bordado por dos mujeres con lo que, además de estar acompañadas, se emulaban y terminaban más rápido.

      En Castilleja, algunas mujeres procedentes de Carrión que, como mi madre, se habían casado con hombres del pueblo, continuaban bordando para aportar una ayuda a la economía, un poco precaria, de la mayoría de los hogares. Mi madre se levantaba a las seis, cuando Miguelito daba unos golpes en su ventana, antes de entrar en la iglesia para dar el primer toque de campanas para la misa. Cuando volvía de la misa, tomaba café y se ponía a bordar hasta la hora de despertarnos para ir a la escuela o para ponernos a estudiar. Si mi padre tenía que ir al campo, se levantaba con ella. Después, durante el día, en cuanto tenía un momento libre, corría al mantón para dar unas puntadas. Ella decía que no bordaba muy bien, pero que tenía mucha gracia combinando los colores. A veces las niñas de alguna vecina venían a aprender y mi madre disfrutaba, charlando con ellas, al lado soñando con que podían haber sido «sus» niñas. Durante toda su vida mostraría, machaconamente, su gran frustración, repitiendo la misma cantinela siempre que tenía ocasión: «¡La gran pena de mi vida fue la de no haber tenido una niña! Yo lo hubiera intentado una tercera vez pero tu padre decía: —¡Y si sale otro niño!— y así lo fuimos dejando, con una gran pena por mi parte, porque con dos hijos, con un poco de esfuerzo podíamos daros una carrerita, pero con tres, hubiera sido imposible».

      Mi madre continuó bordando mientras la vista se lo permitió pero llegó un momento en que sus bordados resultaban un poco tranfulleros y Gracita, la mujer que se los encargaba, no se cansaba de repetirle que estaba muy mayor, que no tenía ya la vista buena, que el pulso... Pero ella se empeñaba con tozudez y cogía otro pequeño y lo iba bordando a trancas y barrancas, con fullerías, borrando algunas flores más complicadas y dibujando otras en su lugar y «estirando» mucho el bordado. «Si no bordo, qué voy a hacer en todo el día, con lo larguísimos que se hacen los días cuando una no tiene nada que hacer». Solo más tarde, y cuando a mi padre lo operaron por segunda vez del cáncer de páncreas y nos dieron a entender que no viviría mucho tiempo, mi madre dejó de bordar.

      Además, mi madre hacía pañitos de ganchillo o de crochet y no comprendo de dónde podía sacar tanto tiempo libre para hacer todas aquellas cosas. Algunos paños eran bien grandes y cubrían la mesa del comedor o la mesa de camilla, pero, en general, solían ser de tamaño mediano o pequeñitos para decorar tibores, maceteros, o los colocaba bajo el cristal del tocador de su dormitorio o de las mesitas de noche. Siempre solían ser de hilo de color crudo.

      Un pañito redondo de crochet cubría la parte superior de la radio. Durante mucho tiempo el aparato de radio estuvo colocado en un rincón del comedor, sobre una frágil mesita, al lado del aparador. Yo arrimaba una silla y me sentaba a su lado para escucharlo con el oído pegado al altavoz. Era un aparato Philips, de madera color miel, y la tela que cubría el altavoz tenía una trama de mezclilla beige y marrón oscura. Oía novelas, programas musicales, retransmisiones de obras de teatro, óperas o concursos. Al mediodía esperaba con gran impaciencia la emisión de las aventuras de Diego Valor el piloto del espacio y su terrible enemigo el Mekong y por las tardes, a la vuelta del colegio, las historias de Matilde, Perico y Periquín. Más adelante mi madre decidió que el aparato de radio estaría mejor en la cocina, en donde ella pasaba más tiempo, y así poder oír radio Huelva con sus programas de flamenco y fandangos. Miguelito fabricó una tarima sobre la que el aparato de radio quedó colocado junto a la alacena, a metro y medio de altura.

      Mi otro espectáculo favorito era mirar coser a mi tía Rosarito, la mayor después de mi madre. Ver cómo manejaba la máquina; cómo cortaba los patrones de las telas con las enormes tijeras sobre la mesa; seguir todo el proceso de hilvanado; montar las mangas, los cuellos, los bolsillos y, sobre todo, contemplar a la clienta probándose el traje. Era un milagro haber visto la pieza de tela; contemplar a mi tía tomando las medidas; escuchar los deseos y dudas de la clienta; el arte de mi tía para hacerle ver, sobre ella, el traje imaginario ya terminado; las sugerencias, las correcciones, las imposibilidades, las formas adecuadas que mejor le sentarían, el vuelo de la falda, un plisado por aquí, unas pinzas por allá y unas mangas japonesas y un cuello que podía ser así, con unos botones como los que te puse en el vestido aquel del verano pasado o como el que le hice a Fulanita...

      El nuevo hermanito

      Recuerdo, quizás con asombro, pero seguro que con escasa alegría, cuando me dijeron en casa de mis abuelos que la cigüeña me había traído un hermanito y que mi padre lo había encontrado no sé muy bien si en la viña de mi abuelo o en los garrotes de la Jeza. Todos debieron sentirse en el deber de irme preparando, durante los meses previos al parto, para la nueva situación: unos acosándome con anuncios de la llegada de un nuevo hermanito; otros sondeándome para saber qué pensaba sobre el hecho de tener un hermanito; recomendándome cómo debía tratar y querer al nuevo hermanito; preguntándome sobre si prefería que fuera hermanito o hermanita y, puede que algunos me previnieran de que, a partir de la llegada del nuevo hermanito, lo que hasta entonces había sido solo mío, tendría que compartirlo con él. Dejaría, por tanto, de ser el centro único de las atenciones de mis padres, mis tías y abuelos, perdiendo así todos los privilegios de los que había estado gozando durante aquellos cuatro años de vida.

      La impresión que pudo producirme la inesperada llegada de aquel hermano pudo ser de asombro, de perplejidad y desconcierto. Posiblemente cuando llegué con mis tías a mi casa y me llevaron al dormitorio, tras besar a mi madre que estaba en la cama como si estuviera enferma, me encontraría de pronto rodeado por todos que, pendientes de mí, me observarían muertos de curiosidad para ver qué cara ponía al ver al tan cacareado nuevo hermanito.

      Seguramente me sentiría decepcionado al ver aquella cosa tan pequeña con la que no podría ni jugar, ni hablar y preguntándome para qué me podría servir. Tras una rápida mirada de curiosidad y extrañeza, debí salir huyendo de allí rápidamente. No sería raro que todos comentaran, sonrientes y comprensivos, el terrible ataque de celos que debí haber sufrido y no me extraña que alguna de mis tías corriera detrás de mí para intentar consolarme de algo que yo no sentía en absoluto.

      Pude comprobar que, al contrario de lo que pudiera haber temido, no solo no perdí cotas de atenciones y favoritismos sino, que todos parecieron volcarse sobre mí, atosigándome casi, con un aluvión intensificado de mimos y caricias. Como me encantaba estar en la casa de mi abuela, ahora, tras el nacimiento de mi hermano, pasaba largas temporadas allí y solo iba a mi casa como de visita. Mi madre debía tener una gran faena con la casa, el niño pequeño y las visitas.

      Tanto mis padres como nosotros éramos muy efusivos en nuestras relaciones y nos pasábamos todo el tiempo colgados del cuello unos de otros. A mi madre, en la residencia, la llamarían «la Besucona», por estar continuamente pidiendo que le dieran un besito, alegando que un beso no costaba nada y era algo muy bonito. Mis padres, sobre todo mi madre, nos sentaban sobre sus rodillas mientras mecían la silla manteniéndonos fuertemente abrazados hasta que ya las sillas, cuando nos íbamos haciendo mayores, amenazaban con quedar destrozadas bajo el peso.

      En casa de mis abuelos había tres dormitorios: el de mis abuelos, el de mis tías con dos camas en cada una de las cuales dormían dos de mis tías y el pequeño dormitorio de mi tío. De pequeño me quedaba a dormir con mis tías y no sé cómo cabíamos los tres en una cama individual. Llegó un momento en que

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