Un pacto con el placer. Nazario
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Es muy frecuente que en los árboles genealógicos haya ramas que nos resulten más entrañables que otras, siendo apreciadas las más pequeñas bifurcaciones de unas, mientras otras permanecen casi desconocidas, como si se hubiesen podrido o las hubieran intentado tachar o emborronar. Al pensar en estas anomalías en las relaciones familiares, me acuerdo de aquellas fotografías en las que una mano anónima ha eliminado la presencia de alguien con unas tijeras, o desgarrando el papel, descontextualizando al superviviente que quedaba como mutilado. Desconocidos agravios y antiguas rencillas, de las que a menudo no se suelen dar explicaciones, hacían que unos familiares resulten siempre más familiares que otros. En el árbol de mi padre era la rama de mi abuelo la favorita, quedando la de mi abuela algo confusa. Mi padre solía describirnos algunas historias de sus parientes de aquella forma melodramática que a él le gustaba emplear para narrarlas.
Era escalofriante la historia aquella que contaba de un hermano mayor de mi abuelo que murió de rabia a los dieciocho años tras morderle un perro. La historia comenzaba en unos almacenes de Sevilla en donde su tío trabajaba de sastre. Un cliente acudía a menudo por la tienda llevando un perrito. El joven sastre mostraba un gran cariño por el perro con el que solía jugar. Aquel día funesto, cuando el dueño le advirtió que hacía un tiempo que el perro estaba algo enfermo y su comportamiento era extraño, mi tío lo había acariciado como de costumbre recibiendo un mordisco en una mano. Días más tarde el veterinario diagnosticó que el perro padecía la rabia y lo mataron. Cuando días después mi tío se enteró y acudió al médico ya no tenía cura. No tardó en comenzar a sufrir terribles dolores, echando espuma por la boca —contaba mi padre— y comenzó a deformársele la columna. Los médicos dieron a los padres una dosis de un producto letal para que ellos mismos se la administraran.
Recuerdo un día en que oímos unos gritos y cuando nos asomamos a la ventana vimos a la gente despavorida, asomada a las puertas y subidas en los porches, señalando a un perro que aullaba en medio de la calle mientras se tambaleaba con la boca entreabierta enseñando los dientes y soltando, sin parar, una gran cantidad de espuma amarillenta. Poco después llegó el agente municipal y lo mató de un tiro.
Entre las historias truculentas que habían sucedido en el pueblo y mi padre nos contaba, destacaba una que nos dejó, a mi hermano y a mí, sobrecogidos y al borde de las lágrimas. (No era raro que mi madre, al oírle contarnos aquellas historias tremendas, refunfuñara comentando algo así como: «¡Qué hombre este, cuidado las historias que le cuenta a los niños!»).
Un matrimoniodel pueblo había ido a Sevilla para que el médico viera a un hijo pequeño que estaba muy enfermo. Cuando se dirigían a la casa del médico, ambos se dieron cuenta, consternados, de que el niño había muerto. Como resultaba bastante problemático tener que declarar la muerte en la ciudad viéndose, posiblemente, obligados a enterrarlo allí, lejos del pueblo, decidieron actuar como si el niño estuviera vivo y volver en el tren para decir que había muerto al regresar al pueblo. Mi padre no escatimaba las pinceladas dramáticas sin prestar atención a nuestra congoja —mi hermano debía tener cinco o seis años y yo ocho o diez—, y continuaba contando cómo habían hecho todo el camino de vuelta en el tren, con el niño muerto en brazos de la madre, disimulando su enorme dolor ante la presencia de una pareja de la Guardia Civil que estuvo sentada frente a ellos durante parte del recorrido; cómo tuvieron que contarle la historia a una mujer que se había sentado junto a ellos y les había comentado que aquel niño parecía que estuviera muerto y, por último, la llegada al pueblo en cuya narración mi padre rizaba el rizo de la truculencia. El hombre había seguido a la mujer, que casi corría frenética con el niño muerto en los brazos, los dos kilómetros de la carretera que separaban la estación de Carrión de Castilleja. En silencio llegaron por fin al pueblo donde, la pobre mujer, sin poder aguantar más la tensión, al pisar la calle de las primeras casas del pueblo, comenzó a dar gritos, enloquecida, aferrada con desesperación al cadáver, mientras las mujeres salían de sus casas intentando consolarla.
Una madre con dos abuelos, cuatro tías y un tío, para mí solo, durante más de cuatro años
Con el árbol genealógico de mi madre ocurría algo parecido pero, en este, era la rama de mi abuela la más allegada, siendo la familia de mi abuelo prácticamente desconocida. Mi abuelo procedía de una familia de clase media que tenían fincas, ganados y buena reputación. Tanto su hermano como su hija, aparecían lejanos, completamente desconocidos para mí. Mi abuelo se había casado dos veces y en las dos ocasiones sus mujeres habían muerto de parto.
La familia de mi abuela era pobre y la formaban cinco hijas y un varón. No sé si en la elección de mi abuelo, a la hora de buscar una tercera esposa, influyó la escasez de medios económicos de la familia de mi abuela o si realmente se enamoró de mi abuela por su físico, pero a partir de aquella boda, la familia de mi abuelo se distanció de tal forma que no creo recordar la presencia de aquel tío José María en la casa de mis abuelos. En cambio, yo sabía que mi abuelo iba a visitarlo diariamente a su casa. Contaba cómo su hermano le ponía un vaso de vino y sintonizaba la radio en donde siempre sonaba música flamenca.
La imagen que conservo de mi abuela es la de las típicas viejas andaluzas retratadas por Echagüe: falda negra hasta media pierna, delantal negro, medias negras y zapatillas, el pelo recogido en un rodete y una toca para salir a la calle con la que cubría los hombros o la cabeza. Su carácter era fuerte y un poco agrio, frente al que mi abuelo, blando y bonachón, nada tenía que hacer, aunque no creo que tuviera nunca intención de hacer nada. Después de sus dos intentos malogrados de tener hijos, esta lo había colmado dándole seis y ya estaba satisfecho. Cuando intento evocar su memoria, son sus riñas, con una voz agria y sus miradas iracundas que emanaban un tufo desabrido, parecido a un mal sabor de boca, lo que me viene al recuerdo. Eso y sus interminables ataques de tos, que resonaban por toda la casa en la oscuridad y que uno terminaba oyendo, sin escucharlos, como el ruido de los trenes que pasaban de madrugada con el cansino sonido de la máquina y sus estridentes pitidos, o las campanadas del cercano reloj de la torre de Castilleja dando las horas y los cuartos día y noche.
Mis abuelos vivían casi en las afueras del pueblo, en una gran explanada que llamaban El Pilar en donde se celebraba la feria para septiembre. La casa de mi abuelo estaba en alto mirando al suroeste, y desde ella se veían unas fantásticas puestas de sol. Como no había casas en frente, tras la explanada que formaba la calle había varias fincas, detrás de las que estaban las vías del tren de Sevilla a Huelva. Un poco más lejos se divisaba una dehesa de encinas, algunos caseríos desperdigados y un horizonte en el que se destacaba un enorme pino cercano al pueblo de Manzanilla. Al otro lado de la explanada había una hilera de casas que terminaban junto a un regajo que recogía las aguas de la lluvia estando bordeado por cañaverales y un camino que llevaba a la estación. Un enorme pozo, el pozo del Pilar, abastecía de agua a casi todo el pueblo; había siempre a su alrededor mucha gente sacando y transportando agua. En invierno toda la explanada se convertía en un inmenso barrizal y había que circular por las estrechas aceras hasta llegar a la calle que subía a la plaza y a la iglesia.
Para septiembre montaban la feria en aquella explanada. Pegando a la acera de las casas de abajo instalaban el paseo con arcos de bombillitas de colores y junto a la acera de mi abuela colocaban dos o tres casetas junto al pozo. Junto al comienzo del paseo ubicaban «las volaoras», como plato fuerte de las atracciones, pudiendo ir acompañadas de una pequeña noria y al final de la feria, frente a la casa de mi abuela, se establecían «las barcas»,