David Copperfield. Charles Dickens

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David Copperfield - Charles Dickens

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último domingo me invitaron a comer y tomamos un trozo de cerdo fresco con salsa picante y un pudding. Yo había comprado la víspera un caballo de madera pintado para regalárselo al pequeño Wilkins Micawber y una muñeca para la pequeña Emma; también di un chelín a la huérfana, que perdía su colocación.

      Pasamos un día muy agradable, aunque todos estábamos conmovidos pensando en la separación.

      -Copperfield: nunca podré recordar las dificultades de Micawber sin pensar en usted. Usted se ha portado siempre con nosotros de la manera más delicada y más de agradecer. Usted no ha sido un huésped: ha sido un amigo.

      -Querida mía -dijo su marido-: Copperfield time un corazón sensible a las desgracias de los demás, una cabeza capaz de razonar y unas manos… En resumen: un talento incomparable para sacar provecho de todo aquello de que se puede prescindir.

      Expresé mi reconocimiento por aquel cumplido, y dije que estaba muy triste por tener que separarme de ellos.

      -Querido amigo —dijo mister Micawber-: yo soy mayor que usted y tengo alguna experiencia en la vida y en… En una palabra: en dificultades de todas clases, para hablar de un modo general. Por el momento, y hasta que surja algo (lo que espero siempre) no le puedo ofrecer otra cosa que mis consejos; sin embargo, creo que valen la pena de ser escuchados, sobre todo… En una palabra: porque yo nunca los he seguido… y que…

      Aquí mister Micawber, que sonreía y me miraba con expresión radiante, se detuvo frunciendo las cejas, y prosiguió:

      -Y usted ve lo desgraciado que soy.

      -Mi querido Micawber -exclamó su mujer.

      -Digo -replicó mister Micawber, sin preocuparse de sí mismo y sonriendo de nuevo- lo desgraciado que he sido. Mi consejo es este: < Nunca dejes para mañana lo que puedas hacer hoy» . Demorar cualquier cosa es un robo hecho al tiempo. ¡Hay que aprenderlo!

      -Era la máxima de mi pobre papá -dijo mistress Micawber.

      -Querida mía -dijo él- tu papá era un hombre muy bueno, y Dios me libre de querer rebajarlo; es más, hasta es probable… que… . en una palabra, jamás conoceremos a un hombre de su edad que tenga los pantalones tan bien puestos y que sea capaz de leer una letra tan pequeña sin anteojos; pero él aplicó esta máxima a nuestro matrimonio, querida mía, con tal premura, que todavía no me he repuesto de aquel gasto precipitado.

      Míster Micawber lanzó una ojeada a su señora y añadió:

      -No es que me pese, al contrario, amor mío.

      Después de lo cual guardó silencio durante un momento.

      -Mi segundo consejo, Copperfield, ya lo conoce usted: renta anual de veinte libras, gasto anual de diecinueve; resultado, felicidad. Renta anual de veinte libras, gasto anual de veinte y media; resultado, miseria. La flor está marchita, la hoja cae, el ángel de la guarda desaparece y… , en una palabra, se ha hundido usted para siempre, como yo.

      Y para hacer su ejemplo más impresionante, míster Micawber se bebió un vaso de ponche con gran alegría y satisfacción y silbó una cancioncilla del colegio.

      Le aseguré que nunca perdería de vista aquellos preceptos, lo que era bastante inútil, pues era evidente que me afectaba. A la mañana siguiente, muy temprano, me reuní con la familia en las oficinas de la diligencia y les vi con tristeza colocarse en la imperial.

      -Copperfield -dijo mistress Micawber-, ¡Dios le bendiga! Nunca podré olvidarle, y aunque pudiera, no querría.

      -Copperfield-dijo míster Micawber-, adiós; que la felicidad y la prosperidad le acompañen. Si al cabo de los años pudiera creer que mi suerte desgraciada le ha servido de lección, pensaré que no he ocupado en vano el lugar de otro hombre en la tierra. Y si surgiera algo (siempre cuento con ello) sería extraordinariamente dichoso si pudiera ayudarle en sus proyectos respecto del porvenir.

      Pienso que mistress Micawber, que estaba sentada en la imperial con los niños, mirándome mientras yo permanecía de pie en la carretera contemplándolos tristemente, se percató de pronto de que en realidad era yo un niño muy pequeño y muy débil; lo creo porque me hizo seña de que subiera a su lado con una expresión completamente nueva y maternal en su rostro, me cogió en sus brazos y me besó como hubiera podido besar a su hijo. Tuve el tiempo justo de bajar antes de que partiera la diligencia y apenas podía distinguir a mis amigos entre los pañuelos que agitaban.

      En un minuto todo desapareció. Nos quedamos en medio de la carretera la huérfana y yo, mirándonos tristemente; luego, después de estrecharnos la mano, ella tomó el camino del Hospicio de San Lucas y yo fui a empezar mi jornada en Murdstone y Grimby.

      Pero no tenía intención de continuar aquella vida tan penosa. Estaba decidido a huir, a ir de un modo o de otro a buscar en el campo a la única parienta que tenía en el mundo y a contarle mi historia: a la tía Betsey.

      Ya he hecho observar que no sabía cómo aquel proyecto desesperado había germinado en mi espíritu; pero una vez en ello, ¡ni determinación fue tan inquebrantable como todas las que he podido tomar después en mi vida. No estoy seguro de que mis esperanzas fuesen muy vivas; pero estaba decidido a ejecutarlo. Cien veces desde la noche en que lo había concebido había dado vueltas en mi espíritu a la historia de mi nacimiento, que tanto me había gustado hacer contar a mi pobre madre, y que me sabía de memoria. Mi tía hacía una aparición rápida y terrible; pero había en todo aquello una particularidad que me gustaba recordar y que me daba algunas esperanzas. No podía olvidar que a mi madre le había parecido sentirla acariciar suavemente sus cabellos, y aunque aquello podía ser una idea sin ningún fundamento, yo me hacía un bonito cuadro del instante en que mi terrible tía se había conmovido ante aquella belleza infantil que yo recordaba tan bien y que me era tan querida, y aquel pequeño episodio aclaraba dulcemente todo el cuadro. Quizá fuera aquel el germen que después de vivir en mi espíritu había engendrado gradualmente mi determinación.

      Como ni siquiera sabía dónde habitaba miss Betsey, escribí una larga carta a Peggotty en la que le preguntaba de una manera casual si recordaba el lugar de su residencia, diciendo que había oído hablar de una señora que vivía en un sitio, que nombré al azar, y que sentía curiosidad por saber si no sería ella. También en aquella carta le decía que tenía mucha necesidad de media guinea, y que si pudiera prestármela se lo agradecería mucho, reservándome para decirle más adelante, al devolvérsela, lo que me había obligado a pedirle aquella suma.

      La contestación de Peggotty llegó pronto y fue, como de costumbre, llena de cariño y abnegación. Incluía la media guinea (me asusta pensar todo lo que habría tenido que trabajar y que ingeniarse para conseguir que saliera de la caja de Barkis), y me contaba que miss Betsey vivía cerca de Dover; pero si era en Dover mismo, o en Hy the Landgate, o en Folkestone, no podía decirlo. Uno de nuestros hombres me informó, cuando le pregunté acerca de aquellos sitios, que estaban muy próximos unos de otros. Me pareció que ya sabía bastante para mi objetivo, y resolví marcharme a fines de semana.

      Siendo una criaturita muy honrada y no queriendo enturbiar el recuerdo que dejaba en Murdstone y Grimby, consideré como una obligación permanecer hasta el sábado por la noche, y como me habían pagado una semana adelantada, me fui temprano, para no tener que presentarme a la hora de cobrar en la caja. Por esta misma razón había pedido la media guinea a Peggotty, para no encontrarme sin dinero para los gastos del viaje. Por lo tanto, cuando llegó el sábado por la noche y nos reunimos todos para que nos pagasen, Tipp el carretero pasó, como siempre, el primero al despacho. Yo estreché la mano de Mick Walker, rogándole que cuando me llamaran entrase y le

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