Memoria del frío. Miguel Ángel Martínez del Arco

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Memoria del frío - Miguel Ángel Martínez del Arco Sensibles a las Letras

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provincial de Carabanchel, viernes 23 de enero de 1963. Queridísimos de mi vida, mi compañera adorada y mi hijín de mi alma. Estas líneas, mis primeras noticias desde hace unos interminables diez días en el calabozo, van llenas de mi recuerdo y amor. Sé valiente, amor de mi vida. Estoy bien, lo mejor posible. Llegué aquí hace tres días y durante siete aún permaneceré en periodo de aislamiento. En la comida no traigas pan y con dos o tres latitas y unas manzanas me arreglo muy bien. Insisto en que yo puedo resolver muy bien la situación mía aquí y no quiero que tú y mi hijo carezcáis de lo esencial. Tú eres valiente y profundamente sensible y no quiero que te dejes vencer por el dolor. Un beso infinito de tu Ángel.

      Todo ocurrió. Voy a contarlo. Voy a buscar. Saber qué pasó. Más allá de estas palabras mudas apretadas en las cartas. Sí, otro condenado relato sobre la memoria histórica. Memoria. Resistencia. Oculta en la maraña de voces que se han ido. Las voces. Las risas. En un lugar. En un momento. Un momento. Un momento que parece siempre. Siempre no es para siempre. Pero para una persona sí lo es. Es su tiempo.

      Retorno la mirada atrás. Tras de mí solo quedan los escombros. Ruinas quemadas. Me apoyo en el suelo donde las cartas descansan. Cierro los ojos para ver mejor. Aprieto los párpados. Sigo apretando los párpados. Con mucha energía. Para ahogar las pupilas. Para que se callen. Para que se calmen. Pero al apretar descubro que siguen vivas. Como insectos. Insectos que vuelan.

      Eso nos queda. Comprobar si nos mata. Ver si nos libera. O solo sucede. Sucedió. Mientras tanto.

       Prisión de Segovia, 12 de noviembre de 1952. ¿Será la última vez que estemos separados?

      «Soy la espuma que avanza y cubre de blanco el borde superior de las rocas, soy también una muchacha, aquí, en esta habitación».

      VIRGINIA WOOLF

      1. RAÍLES CHIRRÍAN. 1941. 1939

      No puede ser. No puede ser.

      Se ha levantado muy temprano. Algo nerviosa, quizá excitada. Ha elegido un vestido sastre color granate oscuro, unos zapatos de tacón alto, un bolso de piel de tonos marrones. Después de ducharse, con mucho cuidado de no mojarse el pelo que ayer peinó en la peluquería hasta convertirse en esa melena de reflejos caobas llena de suaves ondas, se maquilla con esmero. Se mira satisfecha en el espejo de su cuarto y sale.

      En la cocina ya están Cony y Valeriano tomando el desayuno. A un lado reposa el saco de viaje, un enorme bolsón de piel que se cierra por arriba con un artilugio metálico. Lo mira con aprensión. «Eso debe pesar un mundo. No voy a poder con ello». «Habrá que intentarlo, yo te lo pondré en el portaequipajes de tu departamento en el tren y en Madrid tienes que tratar de llevarlo hasta el taxi tú sola. Luego será más fácil». «¿No hubiera sido mejor que me fueran a recoger a la estación directamente?». «Resulta muy peligroso, es mejor hacerlo como hemos acordado. ¿Tienes claro la dirección del bar y todo lo demás, no?».

      Lo tiene claro. Tiene perfectamente estudiado el lugar donde está esa cafetería y todo lo que tiene que hacer para llegar a ella, entregar el saco de la mejor manera, salir a salvo. Y regresar a San Sebastián. El plan que ha habido que improvisar de repente lleva pensándolo horas con Valeriano. Preciso, determinado. Si luego hay imprevistos, confía en su suerte. En su suerte y en la experiencia. En su suerte y en la sagacidad que la clandestinidad aporta.

      Toma el café con avidez. No es café, es achicoria con algo de café. Y leche. Con sopas de pan, como le gusta. Revisa de nuevo su bolso con sus cosas personales, se pinta los labios, se levanta y coge el saco de viaje, para probarlo. «Puedo con él, pesa mucho pero puedo, no te preocupes, Valeriano. Vamos».

      El departamento de primera que tiene asignado en el tren correo a Madrid está aún vacío. Suben, mientras la gente revolotea por el andén, y se coloca en su sitio, donde indica el billete. Afortunadamente junto a la ventana. Mientras Valeriano coloca el saco de viaje en el portaequipajes sobre el asiento, Manoli mira por la ventanilla, en una mezcla de simple curiosidad y también de comprobación, aunque está segura de que nadie está sobre sus pasos.

      —Me voy. Como máximo seréis seis aquí en este departamento, que para eso esto es primera. Te queda un buen rato para descansar.

      —¿Para descansar? No estoy cansada, pero en ocho horas me leeré de cabo a rabo una novela. Eso me mantendrá con la cabeza ocupada.

      —No estés nerviosa. Todo irá bien.

      —Sí. Lo sé. Todo irá bien. Y, no creas, me hace mucha ilusión volver a Madrid después de dos años. Ver la ciudad, aunque no pueda ver a nadie conocido. Sentir cómo huele.

      —No se te ocurra salirte de lo planeado.

      —Que sí, hombre, pesado, me sé muy bien todo. Para ya.

      Se abre la puerta del departamento y entra una pareja. Un hombre y una mujer de unos cincuenta años. Se saludan. Él coloca su maleta también sobre el portaequipajes y se sienta a su lado. Valeriano y Manoli salen entonces al pasillo y se dirigen a la puerta del vagón. «Ve tranquilo, atiende bien a tu mujer, que está muy nerviosa con el embarazo. No te preocupes, en un par de días estoy aquí». Le da un beso en la mejilla y él la abraza. La abraza como un padre despide a una niña. Ella se ríe por dentro pensándolo. Se desase y lo mira divertida. «Yo sé lo que os cuesta creerlo, pero las mujeres podemos. Podemos solas, no sufras. Saldré viva de esto, y tú también. No pongas esa cara…».

      Cuando entra de nuevo a su departamento ya está todo el mundo sentado. Avanza hasta su sitio junto a la ventanilla y se acomoda. Pone su bolso sobre las piernas, saca un pañuelo y una novela. La montaña mágica, el primer tomo. Entonces levanta la vista y lo ve. Frente a ella.

      Un hombre de unos cuarenta años, quizá alguno más, vestido con su camisa azul de la Falange, con el rojo bordado en el bolsillo con el yugo y las flechas. Ese bordado que parece una alimaña, una araña venenosa. En los hombros lleva galones, debe ser un gerifalte del régimen. Él la mira e inclina la cabeza levemente, ella hace una mueca que quiere parecer una sonrisa.

      «Pero no puede ser. No puede ser…».

      El tren se desplaza lentamente entre los valles. Mantiene el libro en las manos mientras mira por la ventana el torpe discurrir del vagón. Mira sin ver, pensando qué va a pasar. Qué va a pasar en unas horas, cómo va a discurrir el viaje con ese hombre frente a ella y la multicopista oculta en el saco de viaje de cuero sobre su cabeza. ¿Y si se bajara en la primera estación, o en alguna otra antes del destino? ¿Pero no resultaría sospechoso que fuera en primera clase y se bajara de repente, tan rápido? ¿Y si se bajara, qué haría? Todo el dispositivo se vendría abajo, tendría que buscar hotel, esperar otro tren, avisar antes mediante telegrama y que se montara otro operativo para recoger el aparato en Madrid.

      Busca alternativas mientras sigue mirando por la ventana, como si no hubiera nadie frente a ella. Como si estuviera sola, o pudiera ocultarse en medio de la multitud, un soplo de viento que no se percibe. Tan abstraída está en su propio paisaje que no se da cuenta de que el tren se para, el chirrido del frenazo la saca de sí y mira el andén lleno de gente, gente que camina para entrar en los vagones de segunda y de tercera, mujeres con cántaros y con cestones de mimbre. Tolosa. Regresa con la vista ahora hacia delante y observa cómo él la mira fijamente, y cómo distrae rápido la mirada cuando ella lo mira. Se lleva de manera automática la mano al pelo, como queriendo evitar algún incordio no previsto, o un mechón fuera de su peinado en cascada. ¿Por qué la mira, le ve algo sospechoso? ¿Qué le ve? Aprovecha que él

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