La persona de Cristo. Donald Macleod

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La persona de Cristo - Donald Macleod

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Juan sea una tradición auténtica, o al menos unas reflexiones auténticas sobre la opinión que Jesús tenía de sí mismo. Hay dos motivos para su postura. Primero, según él dice, existe una gran diferencia de estilo entre las enseñanzas en los sinópticos y los discursos registrados por Juan. Pero esta diferencia, ¿de verdad es sorprendente? Mateo y Lucas usaron deliberadamente las obras de sus predecesores, lo cual dejaba poco espacio para el ejercicio de su originalidad. Sin embargo, Juan opta deliberadamente por cubrir un terreno distinto, centrándose en el ministerio en Jerusalén y en los discursos de Jesús, en lugar de en los sucesos externos de ese ministerio. Los discursos, por sí solos, tuvieron un público diferente (los rabinos jerosolimitanos y el círculo íntimo de discípulos) que aquel que fue testigo del ministerio en Galilea; y fueron transmitidos en arameo, que Juan tuvo sin duda que traducir (sin la ayuda de predecesores). Sobre todo, Juan tuvo que comprimirlos y condensarlos, y lo hizo de acuerdo con su propia intención y sus circunstancias, frente al trasfondo de su propia predicación, y dentro de las limitaciones de su personalidad. El resumen podría ser tanto suyo como el resumen que hace Mateo del Sermón del Monte o el que hace Marcos de la «pequeña apocalipsis» (Mr. 13:5-37). Pero esto no es lo mismo que decir que pudieran ponerse en los labios del Señor ideas nuevas como la preexistencia y la afirmación de ser Dios. Estas ideas no representarían una evolución del pensamiento de Jesús, ni serían meramente tangenciales a éste, como sugiere Dunn. Lo revolucionarían, y harían de Juan un falso testigo. Por supuesto, en lo abstracto, los eruditos pueden llegar precisamente a esta conclusión. Pero la iglesia cristiana no puede hacerlo, al menos si quiere retener dentro de su canon el Evangelio de Juan.

      Dunn sostiene, en segundo lugar, que existe una falta total de paralelos reales en la tradición temprana para la insistencia de Juan en una naturaleza filial divina y preexistente. En otras palabras, que la doctrina de la preexistencia no aparece en las epístolas paulinas, en Pedro o en Santiago, en los Evangelios sinópticos o ni siquiera en la epístola a los Hebreos.

      Debemos tener claras las consecuencias de la postura de Dunn. Un inventario rápido de textos que, tradicionalmente, se usan para enseñar la doctrina de la preexistencia incluyen los siguientes: Mateo 18:11; 20:28; Marcos 1:1-3; 12:1 y ss.; Romanos 8:3; 1 Corintios 10:4; 2 Corintios 8:8; Gálatas 4:4; Filipenses 2:6; Colosenses 1:15-17; 1 Timoteo 1:15; 3:16; 2 Timoteo 1:10; Hebreos 1:1-14; 7:3 y 1 Pedro 1:20. Esta batería resulta impresionante y sugiere a las claras que la fortaleza de la doctrina no radica meramente en pasajes individuales, sino en la fuerza cumulativa de la evidencia. El enfoque de Dunn sobre estos pasajes resulta muy problemático. De entrada, ataca a cada uno de ellos separado de los demás. Lo que es aún más grave es que parece aplicar una hermenéutica insostenible. Sin centrarse en el significado natural sino en el necesario, pregunta: «Esas palabras, ¿podrían significar otra cosa?» y, en cada uno de los casos, responde «¡Sí!». Los peligros de este paradigma se evidencian de inmediato al contemplar la fraseología con la que Dunn manifiesta sus conclusiones: «no puede ser sino que [...]»; «es posible que Pedro quiera decir [...]»; «phanerousthai puede usarse en este caso con el sentido de [...]»; «quizá la idea es sencillamente que [...]».19 Antes (p. 47) tenemos afirmaciones como: «Marcos dejó su versión abierta a interpretaciones».

      Si aplicásemos estos cánones de interpretación a las afirmaciones cotidianas, pronto nos veríamos sumidos en el absurdo. Por ejemplo, tomemos la frase «Escocia derrotó a Gran Bretaña en Hampden». Su significado natural (para nosotros) es que el equipo de fútbol de Escocia obtuvo una victoria contra Gran Bretaña en el Hampden Park, Glasgow. Pero éste no es su significado necesario. Puede significar otra cosa. Queda «abierto a otras interpretaciones», sobre todo si aislamos cada palabra e interpretamos atomísticamente el pasaje. Escocia puede referirse al ejército escocés, al equipo de hockey de Escocia o bien al equipo femenino de bolos. Derrotar puede significar «vencer con las armas». Y Hampden puede ser un error tipográfico por Hampton, lo cual a su vez puede ser la abreviatura de Hampton Court, Southampton o Northampton. Por consiguiente, podríamos concluir que la afirmación originaria «puede muy bien significar» que el equipo femenino escocés de bolos derrotó, usando las armas, al equipo de hockey británico en Northampton.

      La única manera de evitar semejantes absurdos (sobre todo al interpretar documentos de los que nos separan unas enormes barreras lingüísticas, culturales e históricas) es insistir en que las palabras deben tener su significado natural, no el necesario, y que las frases y los párrafos deben interpretarse holística, no atomísticamente. El espectáculo de un erudito cristiano que forja su propia postura al señalar diminutas ambigüedades verbales en cada uno de los dieciséis argumentos que han dado forma a la fe y a la adoración de la iglesia durante dos mil años no resulta ni convincente ni edificante. Otro problema es el uso que hace Dunn del concepto «el contexto de significado del siglo I». Aquí su argumento sostiene que en el mundo conceptual del siglo primero, designaciones como Hijo de Dios, Hijo del Hombre y Espíritu de Dios nunca indicaron un redentor personal y preexistente y, por tanto, no pueden tener ese significado cuando se aplican a Cristo. Existe un caso típico de este tipo de lógica en el comentario que hace Dunn de Gálatas 4:4.20 «Aquí Pablo no tiene intención de argumentar una postura o afirmación cristológica particular, ya sea sobre la encarnación o no». ¿Por qué? Porque existen pocos precedentes para esta idea de la encarnación. En realidad, «dentro del contexto de significado del siglo I» existe una sorprendente ausencia de la idea de un Hijo de Dios, o un individuo divino, que desciende del cielo a la Tierra para redimir a la humanidad. En consecuencia, si Pablo hubiera pretendido enseñar una doctrina de la encarnación, éste hubiera sido un concepto totalmente nuevo, que para un judío (a) hubiera sido imposible y (b) ininteligible para sus lectores.

      Pero ¿podemos tomarnos en serio la sugerencia de que la cristología no puede escapar de su contexto de significado del siglo I, que no debe contener nada radical ni extraño para los oídos de sus destinatarios, que el Hijo de Dios en los sinópticos no puede significar más de lo que significa en IV Esdras, que Espíritu no puede trascender su significado en Filón y Josefo? Sin duda, esto es una tontería. Todos los títulos divinos se transforman al aplicarlos a Cristo. Además, por su propia naturaleza, el evangelio es un misterio. No es algo que ya esté presente en la cultura y el entorno de los oyentes, sino algo nuevo y sorprendente: una buena noticia que casi desafía la creencia. Es el mismo Pablo el que exclama:

      Cosas que ojo no vio, ni oído oyó,

      ni han entrado al corazón del hombre,

      son las cosas que Dios ha preparado

      para los que le aman. (1 Co. 2:9)

      Y ciertamente, además, el motivo de que los judíos crucificasen a Cristo, los atenienses se burlaran del evangelio y el Imperio persiguiera a la iglesia fue que el cristianismo trascendiese de una manera tan manifiesta su contexto de significado propio del siglo I.

      La preexistencia en Hebreos

      Si nos concentramos con mayor detalle en la tradición anterior a Juan, el mejor punto de partida es la enseñanza de la epístola de los Hebreos, sobre todo Hebreos 1:1 y ss. y Hebreos 7:3, complementados por Hebreos 2:9 y 10:5. Tanto si la doctrina de la preexistencia de Cristo es cierta como si no, es muy difícil creer que no se enseñe en estos pasajes. Cristo es un Hijo (sin el artículo definido, He. 1:2, no en el mismo sentido que los profetas, sino en uno que le coloca en una categoría propia. Además, es Aquel por medio del cual Dios hizo el mundo, no en este caso ton cosmos sino tous aiōnas (y, por lo tanto, fue anterior a él); y en Hebreos 1:3, los participios de presente ōn («siendo») y pherōn («sosteniendo») sugieren poderosamente la continuidad inacabable, por no decir la naturaleza eterna, de la existencia y la actividad del Hijo.

      Volviendo a Hebreos 2:9, lo interesante es la manera en que dice (literalmente) que Cristo «fue hecho menor que» los ángeles. Está claro que aquel no fue su estatus natural u originario. En Hebreos 7:3 quien se tiene en

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