La persona de Cristo. Donald Macleod

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niegan el nacimiento virginal, dado que a menudo pasan a negar también la preexistencia y la personalidad divina de Cristo. El rechazo del nacimiento virginal raras veces es el final del peregrinaje teológico de un individuo.

      Tercero: sin el nacimiento virginal, la encarnación se convierte en una especie de mera iniciativa humana. Recordemos Juan 1:13: «que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios». Ya hemos visto que este pasaje no se puede citar como una evidencia directa del nacimiento virginal, pero es difícil discrepar de Abraham Kuyper cuando escribe: «Sin duda Juan tomó prestada esta descripción gloriosa de nuestro nacimiento más elevado del hecho extraordinario de Dios que destella en la concepción y en el nacimiento de Cristo».37 Como mínimo, debemos admitir que en el acto de la encarnación Dios se mueve con las mismas libertad e independencia de las que disfruta en la obra del nuevo nacimiento. Allí, la dependencia de la voluntad humana se excluye expresamente. Sería incongruente ceder a ella más en el área delicada de la encarnación. Además, no puede haber duda alguna de que las narrativas del nacimiento vinculan la naturaleza de Jesús como Hijo de Dios al hecho de que el Padre participó de una forma peculiarmente directa e íntima en la creación de su humanidad. Negar el nacimiento virginal e introducir en lugar de él la actividad sexual humana supone distanciar inaceptablemente a Dios de la generación del Santo (Lc. 1:35).

      Cuando hablamos de la relación entre el nacimiento virginal y la falta de pecado de Jesús, hemos de andarnos con cuidado. El Nuevo Testamento nunca presenta la concepción milagrosa como una explicación de esa ausencia de pecado. La eliminación del factor masculino en la concepción tampoco explicaría, por sí solo, esa falta de pecado. María también tenía pecado (a menos que aceptemos el dogma católico romano de la inmaculada concepción), y no hay evidencias de que el pecado sólo se transmita por vía paterna. Además, la propia conducta de María en el momento de la anunciación y de la concepción no puede considerarse carente de pecado. Cuando hayamos dicho todo lo posible sobre la fe, la actitud sumisa y la aceptación de María de la voluntad de Dios, tendremos que admitir que su respuesta (incluso su pasividad) fue humana y, como tal, imperfecta. «Como trapo de inmundicia todas nuestras obras justas» (Is. 64:6). Además, ciertos elementos de la conducta posterior de María señalan claramente que, en gran medida, ella no comprendía la situación muy bien (Lc. 2:48 y ss.); y esto debe precavernos para que no hablemos con demasiada soltura sobre la fe que sirvió como la matriz humana para la promesa divina.

      Tampoco podemos permitirnos creer que la transmisión del pecado está vinculada a la naturaleza libidinosa del propio acto sexual. Agustín se alegraba de que «la concepción no fue conforme a la ley de la carne pecaminosa (en otras palabras, no se debía a la excitación de la concupiscencia carnal)».38 Y siempre ha habido tendencias, dentro de la tradición cristiana, que han considerado el acto sexual en sí mismo como pecaminoso, y la virginidad como algo especialmente virtuoso. Pero nada de esto debe gran cosa a la enseñanza de la Escritura y, en esta área, como mínimo, Barth es un guía más fiable que Agustín:

      No es como si la virginidad como posibilidad humana constituyera el punto de conexión con la gracia divina [...] La vida pecaminosa del sexo se excluye como origen de la existencia humana de Jesucristo, no debido a la naturaleza de la vida sexual, no debido a su pecaminosidad, sino porque toda generación natural es la obra del hombre dispuesto, actor, creador, soberano.39

      No obstante, el nacimiento virginal arroja una luz significativa sobre la carencia de pecado de Cristo.

      Lo hace, antes que nada, al enfatizar el papel del Espíritu Santo. Sin embargo, hay dificultades en el modo en que la teología ortodoxa ha formulado esto habitualmente. Casi invariablemente, aquellos que abordan el tema hablan de que la naturaleza humana de Cristo fue santificada o purificada por el Espíritu Santo. Esta idea es al menos tan antigua como Agustín: «Pues lo que Él adoptó de la carne, lo limpió para poder tomarlo o lo limpió por el hecho de tomarlo».40 Calvino habló en la misma línea: «libramos a Cristo de toda mancha no porque fue engendrado en su madre sin mediar la cópula con un hombre, sino porque fue santificado por el Espíritu, de modo que esa generación fuera pura y sin mácula, como lo hubiera sido antes de la Caída de Adán».41 Ésta se convirtió en la forma estándar de explicar la falta de pecado del Señor.42

      Obviamente, el motivo detrás de este lenguaje es encontrar alguna manera de soslayar la dificultad que surge de la condición pecadora de la propia Virgen. Esto es totalmente loable, y uno duda a la hora de enfrentarse a una batería tan formidable de talento teológico. Pero hay que formular algunas preguntas: ¿Qué fue santificado y cuándo? ¿Fue el óvulo sin fertilizar? Seguro que no. No tiene mucho sentido hablar de la santificación de una porción de tejido. ¿Fue el óvulo fertilizado o el propio feto? Parece imposible hablar de que esto se santificara sin decir que, antes de semejante santificación, era impuro o pecaminoso. Gracias a Shedd —quizá el abogado más poderoso de la idea de que la naturaleza de Cristo fue santificada en su concepción— vemos claro que esto nos conduce a unos problemas teológicos graves. Shedd se ve forzado a argumentar que la naturaleza humana de Cristo fue también justificada y, además, sobre el fundamento de la expiación. «La naturaleza humana de Cristo», escribe, «fue tanto justificada como santificada antes de que asumiera su unión con el Logos; justificada prolépticamente, como lo fueron los santos del Antiguo Testamento, sobre el fundamento de una expiación que aún debía producirse».43 Unas páginas más adelante encontramos una afirmación parecida:

      Toda naturaleza que exija santificación exige justificación; porque el pecado es culpa, además de contaminación. El Logos no podría unirse con la naturaleza humana adoptada de la Virgen María, y transmitida desde Adán, a menos que previamente hubiera sido librado de la condenación y del poder del pecado.44

      Éstas son afirmaciones que ponen los pelos de punta, porque no sólo sugieren que la humanidad de Cristo existió durante un tiempo sin unión con el Logos, sino que incluso presentan al Señor como alguien con necesidad de su propia expiación.

      Creemos que es mejor eludir un lenguaje que nos meta en semejantes dificultades. No hace falta decir más que la humanidad de Cristo fue creada por el Espíritu Santo, en lugar de procreada mediante el acto sexual, y que como tal participó del carácter esencial de todo lo que crea Dios: era muy bueno. Si el énfasis recae sobre la creatividad divina, entonces toda pecaminosidad adherida a la humanidad de Cristo debería atribuirse al Espíritu Santo, su Creador, lo cual es impensable. La única sofisticación que sería prudente añadir es pensar en la santidad del Señor como co-creada. Esto implicaría que fue dada en y con la creación de su propia humanidad. De la misma manera que Dios hizo al primer hombre perfecto, a pesar de haberlo tomado del polvo de la tierra (Gn. 2:7), al Último Hombre también lo hace así, aunque haya nacido de una madre pecadora.

      El segundo vínculo entre el nacimiento virginal y la ausencia de pecado en Cristo es que nos ayuda a comprender cómo este último puede carecer de la culpa de Adán. Tal y como señala Abraham Kuyper, «todo depende de la cuestión de si la culpa original de Adán se imputó también al hombre Jesucristo».45 Asumiendo por ahora la doctrina de la culpa adánica —tal como se define en la dogmática tradicional— es evidente que a Cristo no se le imputó esa culpa. El único factor disponible que puede ayudarnos a entender esta inmunidad es el nacimiento virginal. Adán engendró a un hijo a su propia imagen (Gn. 5:3). Pero Adán no engendró a Cristo. La existencia del Señor no tiene nada que ver con el deseo o la iniciativa adánicos. Como ya hemos visto, Cristo es nuevo. Viene de fuera. No es un derivado ni una rama de Adán. Es un paralelo al primer hombre, una nueva partida, y como tal no está afectado por la culpa que corre por el torrente originario. Sin embargo, al decir esto, no debemos olvidar que Él asumió voluntariamente esta culpa (He. 2:16). No obstante, incluso aquí el lenguaje de Hebreos relaciona a Cristo no con la semilla de Adán, sino con la semilla de Abraham.

      El argumento que dice que existe

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