Cafés con el diablo. Vicente Romero
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Las tropas americanas iban en busca del 48.º Batallón del Vietcong, pero sus informaciones eran incorrectas y la fuerza enemiga se encontraba a un centenar de kilómetros. Nada más bajar de los helicópteros, el pelotón al mando del segundo teniente[12] William Rusty Calley se lanzó sobre My Lai, espoleado por el deseo de vengar a sus compañeros caídos en combate durante las últimas semanas. El capitán Ernest Medina[13] había ordenado «matar a todo ser vivo, arrojar los cadáveres a los pozos y quemar las casas»[14]. Nervioso, inseguro, acomplejado por su escasa presencia física, Calley obedeció ciegamente, acaso queriendo demostrar autoridad y valor ante unos subordinados que no lo respetaban, y unos mandos inmediatos que lo despreciaban apodándole lieutenant Shithead[15].
La operación se prolongó cuatro horas en una orgía de sangre. Aunque nadie respondió al ataque, los soldados del Tío Sam desalojaron, registraron e incendiaron todas las chozas; arrojaron granadas contra el ganado; violaron a las mujeres y a las niñas antes de asesinarlas, y mataron a tiros tanto a los ancianos como a los bebés. El mandato de Calley era no dejar supervivientes. Los últimos aldeanos que quedaban fueron conducidos a punta de fusil hasta una acequia para ametrallarlos, pero la llegada de un helicóptero impidió que se consumara su aniquilamiento. La tripulación, al mando del oficial Hugh Thompson, horrorizada por lo que estaba ocurriendo, interrumpió la matanza amenazando con disparar contra Calley y sus hombres, e informó por radio al Estado Mayor.
El coronel Oran Henderson, que acababa de asumir el mando de la 11.ª Brigada, recabó toda la información posible, habló personalmente con los principales implicados y concluyó que «el ataque a My Lai supuso un importante triunfo militar», ya que causó la muerte de 120 miembros del Vietcong, de los que 90 eran combatientes y 30 civiles. No le importó que dos datos esenciales delatasen la falsedad de ese balance: sólo se habían incautado tres armas ligeras enemigas y las bajas propias se reducían a un herido que se disparó accidentalmente un tiro en un pie. A continuación, tal vez como medida de precaución, ordenó enviar a la Compañía Charlie a patrullar y combatir en la jungla durante 54 días. Un largo periodo de aislamiento que garantizaba el silencio y la digestión de emociones peligrosas. Aunque el Vietcong no tardó en denunciar el horror de My Lai, Henderson refutó las acusaciones calificándolas de «propaganda comunista». En su apoyo, el mismísimo general William Westmoreland, comandante en jefe de las fuerzas en Vietnam, envió un telegrama de felicitación por la victoria. Y el casi siempre riguroso The New York Times validó la mentira oficial, inventando un cuento heroico sobre la destrucción de una mortífera unidad del Vietcong.
Aunque ningún periodista la hubiera presenciado, la masacre de My Lai acabó saltando a la prensa con su amarga realidad, porque un artillero de helicópteros –que había escuchado la historia de boca de sus compañeros– se sintió incapaz de callar y, cuando se reincorporó a la vida civil, escribió una carta de denuncia al Estado Mayor Conjunto, a los secretarios de Estado y Defensa, y a varios miembros del Congreso. Así, trece meses después, se produjo un sordo revuelo político que desembocó en una investigación militar. Pero el escándalo no estalló hasta noviembre de 1969, cuando el periódico Cleveland Plain Dealer y la revista Life publicaron una serie de imágenes sobrecogedoras, tomadas en My Lai por el fotógrafo castrense Ron Haberlee, que habían permanecido ocultas en los archivos. Entonces las máximas autoridades estadounidenses no tuvieron más remedio que intervenir. El Comando de Investigación Criminal del Ejército exigió la información gráfica existente para incorporarla a un sumario en el que figurarían también los interrogatorios a tres docenas de testigos. Otros 25 militares fueron acusados de estar involucrados en la matanza, pero sólo se juzgó a cinco.
Los psicólogos forenses dictaminaron que Calley no sentía que los habitantes de My Lai fueran seres humanos, sino «animales con los que no podía hablar ni razonar». Y las declaraciones de varios integrantes de la Compañía Charlie aportaron numerosos datos macabros, como que, antes de ejecutar a las mujeres violadas, los soldados les abriesen las vaginas con sus machetes, que el propio Calley fusilara a un monje budista mientras rezaba y tirotease a un bebé que gateaba junto al cadáver de su madre… ¡y que a las once de la mañana el capitán Medina ordenase una pausa para almorzar! Acaso el testimonio más conmovedor fuera el prestado por el soldado de primera clase Varnado Simpson[16], que narró los hechos en primera persona sin ahorrar detalles:
—Les rajamos la garganta, les cortamos las manos, les amputamos la lengua, les arrancamos el cuero cabelludo; los demás lo estaban haciendo y yo también lo hice. Disparé contra ancianos que intentaban escapar. Y contra mujeres y niños. Una de ellas llevaba en brazos a un crío pequeño. Maté a unas veinticinco personas. La orden que nos habían dado era «matar, matar, matar». Todos los campesinos, incluidos los viejos, las embarazadas y los bebés, formaban parte del enemigo. Y teníamos que matarlo, sin excepciones. Si no hubiésemos obedecido, nos habrían llevado ante una corte marcial[17].
Finalmente, William Calley compareció ante un consejo de guerra en 1971, acusado de «asesinato premeditado». Pese a la abundancia de pruebas y testigos en su contra, el jurado necesitó trece días de deliberaciones antes de pronunciarse. La sentencia de cadena perpetua por veintidós asesinatos de civiles suponía una condena benévola, ya que el número de víctimas mortales en My Lai se calculaba por encima del medio millar. Ningún otro de cuantos asesinos de uniforme apretaron el gatillo en My Lai fue castigado. Tampoco los altos mandos que, primero, planificaron el asesinato masivo y, después, ocultaron la verdad. El capitán Medina quedó absuelto. Y el coronel Henderson recibió un veredicto exculpatorio del cargo de encubrimiento.
Aun así, la sentencia provocó una oleada de «indignación patriótica» en la derecha estadounidense. El propio Ejército –que insistía en exculparse, presentó la masacre como un «caso aislado» y descalificó a Calley como «alguien sin capacidad para el mando»– se vio sorprendido por la inesperada reacción de una sociedad enferma. La Casa Blanca recibió más de 300.000 cartas pidiendo un indulto presidencial para el teniente condenado, en cuya celda desembocó un caudaloso río de misivas y regalos solidarios. Gobernadores, congresistas, alcaldes y otros cargos representativos le manifestaron apoyo «porque no hay otra forma de librar una guerra», un lema que se hizo canción con el título de The battle hymn of Lt. Calley y vendió más de un millón de discos. Hasta el demócrata Jimmy Carter, que tanto hablaba de derechos humanos, afirmó que Calley «había honrado a la bandera». La protesta creció hasta que Richard Nixon sacó al militar de la cárcel y lo puso bajo arresto domiciliario mientras se examinaban sus apelaciones. La Justicia también mostró sensibilidad ante la inquietud presidencial y redujo dos veces la condena, primero a veinte años y después a diez. El popular reo sólo llegó a cumplir tres y medio, la mayor parte en su propia casa.
Con frecuencia se ha señalado el abuso de alcohol y drogas como causa principal de los casos de descontrol y salvajismo militar. Es cierto que, desde la simple marihuana y las anfetaminas hasta la heroína de gran pureza, pasando por el opio tradicional en la zona y algunas drogas de moda como el LSD, las tropas estadounidenses en Vietnam tenían a su alcance cantidad y variedad de sustancias prohibidas, capaces de sumirlos en una alienación profunda. Sin embargo, el Pentágono nunca adoptó medidas eficaces para acabar con aquel tráfico, acaso por contemplarlo como una forma de «consuelo» o «estímulo» para unos combatientes necesitados de alguna clase de medicación radical contra la ansiedad, el miedo, la fatiga o la depresión. El número de reclutas adictos a las drogas se multiplicó, mientras los máximos responsables castrenses cerraban los ojos.
Pero si el consumo de drogas puede explicar muchos comportamientos individuales execrables, también sirve para enmascarar los motivos de la responsabilidad institucional en las matanzas. Porque la razón última que las explica se encuentra en los lineamientos políticos del Pentágono, desarrollados como parte esencial de la estrategia para la conducción de la guerra. El entonces secretario de Defensa, Robert MacNamara –obsesionado por la utilidad de la estadística desde