Cafés con el diablo. Vicente Romero
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(La historia de William Calley tiene final feliz: se refugió en Columbus, Georgia, una ciudad vinculada a Fort Benning y a la Escuela de Infantería; en 1976, se casó con la propietaria de una joyería y comenzó a trabajar con piedras preciosas; tuvieron un hijo y se divorciaron. No concedió entrevistas, pero publicó su biografía[19]. Se negó a hablar públicamente sobre sus crímenes de guerra hasta 2009, ante un reducido auditorio de amigos en el Club Kiwanis de su ciudad. Entonces afirmó que «sólo hizo lo que le habían ordenado hacer», pero que sentía remordimientos y se arrepentía. Aunque padece cáncer de próstata y problemas gastrointestinales, el demonio de My Lai continúa durmiendo plácidamente todas las noches.)
Diablos jubilados de vacaciones
Hace tiempo que las grandes agencias de turismo aprendieron a explotar comercialmente la nostalgia enferma de los veteranos de guerra. Desde muchos años atrás, miles de norteamericanos, que ensuciaron su juventud en la barbarie castrense del Sudeste asiático, sueñan con volver a Vietnam. Los antiguos soldados regresan, acompañados por sus esposas, hijos e incluso nietos, a los escenarios donde combatieron, pasaron miedo y se envilecieron. Es un retorno casi terapéutico a su propio pasado, que tal vez les permita comprenderse y acabar de perdonarse los excesos que cometieron durante la ya lejana época en que vistieron el uniforme militar.
Para satisfacer esa constante demanda, el sector turístico vietnamita ofrece un catálogo de actividades que comprende rutas por los lugares donde se libraron duras batallas, visitas a mercados de souvenirs bélicos y al museo estatal que resume los horrores de la época, o recorridos por algunas de las cárceles donde miles de prisioneros fueron torturados y asesinados. Incluso se han creado bares y restaurantes cuya atmósfera trata de recrear el pasado con la fría visión de Hollywood.
Desde su primer paseo por las calles de Saigón, rebautizada con el nombre de Ho Chi Minh City, los estadounidenses se preguntan quién ganó realmente aquella guerra que ellos perdieron, asombrados de que Vietnam sea hoy más parecido al capitalismo que pretendía imponer Washington que a los ideales comunistas defendidos por Hanoi y el Vietcong. Porque las hoces y los martillos aún abundan decorando plazas y avenidas, como símbolos anacrónicos rodeados de anuncios de las firmas emblemáticas del consumo occidental. La ciudad ha desarrollado su tradicional vocación mercantilista sobre los dogmas políticos y, sin perder su atractivo aire colonial, se ha llenado de rascacielos de cristal –como la apabullante Torre Bitexco, de 68 pisos– y modernos edificios que albergan sedes de corporaciones multinacionales, bancos y tiendas de primeras marcas. ¿De qué sirvieron la sangre derramada, el tormento y la destrucción de aquel enfrentamiento que duró diez mil días? Vietnam salió triunfador, pero con sus infraestructuras devastadas y una sociedad lastrada por el dolor y la fatiga, y permaneció diez años estancado sin que la colectivización de tierras y fábricas diera los frutos esperados por los vencedores. Hasta que emprendió en 1986 una política de reformas denominada Doi Moi, siguiendo la senda de la perestroika rusa. Después, al perder su principal apoyo cuando se desplomó la Unión Soviética, profundizó su aproximación al mundo del libre mercado con una fórmula parecida a la de China: una peculiar economía mixta denominada «sistema socialista de mercado» que asume una alta inflación crónica, con salarios bajos y falta de libertades. Se efectuó una vertiginosa privatización de empresas estatales, se dio entrada al capital extranjero y se culminó el proceso con el ingreso de Vietnam en la Organización Internacional del Comercio en 2007. Desengañada de utopías y gestionada por funcionarios que actúan como camaradas empresarios, la ciudad de Saigón es el mejor ejemplo del éxito logrado, con un crecimiento que dobla los índices del resto del país.
Los viejos guerreros convertidos en turistas buscan inútilmente el horroroso grupo escultórico que rendía homenaje a los combatientes norteamericanos. Caminan por la calle Tu Do y descubren, decepcionados, que han desaparecido los cafés –como el clásico Givral– y los bares de copas que antaño frecuentaron, reemplazados por tiendas de lujo o franquicias internacionales. El primer día, los tour operators suelen llevarlos, como obligado ejercicio de memoria histórica, al Museo de la Guerra, en cuyas salas se exhiben las huellas de su barbarie: armamento, explosivos, fotografías de bombardeos con napalm, incluso botellones de vidrio que conservan fetos humanos deformados por el agente naranja. «¡Qué inútiles y qué despiadados fuimos!», oí musitar a un integrante del grupo con el que coincidí durante el rodaje de un episodio de la serie Buscamundos[20]. Como deferencia oficial, los guías no mencionan que los Estados Unidos nunca pagaron indemnizaciones de guerra a sus víctimas, y también callan que el Gobierno de Vietnam no las ha exigido para no enturbiar las relaciones comerciales desarrolladas desde el final del embargo americano en 1994.
Los fetos con graves deformidades, conservados en formol, ofrecen la imagen más dura de las consecuencias del empleo del agente naranja.
Para almorzar, los sientan en algún establecimiento con «menú internacional», donde no echen de menos la comida basura. O tal vez, si insisten mucho, su guía los conduzca a un restaurante histórico como el Pho Binh[21], donde se ocultaba el mando del Vietcong que lanzó la ofensiva del Têt en 1968. Y, tras degustar la célebre sopa pho, subirán a ver las habitaciones del piso superior donde se reunía clandestinamente el Estado Mayor comunista, sin que jamás lo sospecharan los oficiales yanquis que comían en la planta baja. Y pondrán cara de incrédulos cuando les muestren la efigie de Buda bajo la cual se ocultaba la más importante documentación militar.
Una tarde les tocará ir de pagodas, especialmente a la de Xa Loi, no sólo porque conserve una venerada reliquia, sino –sobre todo– porque en ella se inmolaron numerosos monjes, prendiéndose fuego con gasolina, como protesta contra el régimen sostenido por las fuerzas del Tío Sam. Otra, los llevarán al famoso mercado de Ben Thanh, que los franceses llamaban irónicamente «Les Halles del pueblo», para que compren ropa y objetos de lujo primorosamente falsificados. Pero su actividad favorita en Saigón es la adquisición de restos bélicos en el Dan Sinh Market, un mercado de abastos reconvertido en feria de recuerdos, cuyos puestos ofrecen un sinfín de objetos para deleite de nostálgicos de tiempos peores: cascos, botas, cinturones, cartucheras, cantimploras, munición de distintos calibres… Aunque casi todo sean falsificaciones, su clientela es ingenua y los cree auténticos o se conforma con que lo parezcan. Los fetiches más buscados son las placas de identidad, los relojes y los famosos mecheros Zippo que, supuestamente, perdieron las tropas norteamericanas o les fueron robados. Otros momentos muy celebrados en este regreso al pasado son las salidas nocturnas. A falta de las barras de alterne y prostíbulos otrora existentes, los veteranos se contentan con unas cuantas cervezas y una partida de billar en locales creados para ellos, como el Apocalypse Now, siniestramente decorado con churretes de sangre y ambientado con la banda sonora de Good morning, Vietnam.
Pero nada tan valorado como una excursión familiar, entre paisajes de arrozales y plantaciones de caucho, a lugares míticos como Cu