Cafés con el diablo. Vicente Romero

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Cafés con el diablo - Vicente Romero Investigación

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en destruir la red de galerías subterráneas creada por el Vietcong, que llegaba desde la frontera de Camboya hasta las puertas de la capital sudvietnamita. Las fuerzas comunistas empezaron a cavar túneles a finales de la década de los cuarenta, cuando peleaban contra los franceses, y crearían una red secreta de unos 250 kilómetros de longitud, con tres niveles de profundidad, que resultaría decisiva en el enfrentamiento. Sus incontables galerías permitían a los guerrilleros aparecer o desaparecer súbitamente, desplazar tropas y armamento sin dejar rastro, e incluso ocultar hospitales, talleres y almacenes. Los norteamericanos descubrieron su existencia en 1965, pero nunca consiguieron destruirlos. Ni siquiera fueron capaces de averiguar por dónde transcurría su trazado en zigzag, pese a que pasara bajo algunos de los enclaves militares más celosamente guardados por el US Army, como la base de la 25.ª División. Los veteranos recuerdan sus miedos de antaño al contemplar las trampas de bambú colocadas en los terrenos donde patrullaron. Y disimulan con risitas nerviosas cuando los guías les explican que no estaban pensadas para matar, porque «es mejor herir al enemigo y que sus compañeros se desmoralicen cargando con él y viéndole sufrir». Pero la angustia y la amargura revividas se disipan al final, con la descarga de adrenalina que les proporciona volver a disparar sus antiguas armas en el campo de tiro de Cu Chi.

      El recorrido proseguirá por distintas regiones de Vietnam a gusto de los turistas, especialmente visitando poblaciones junto a las que estuvieron enclavadas grandes bases militares, como Da Nang o Bien Hoa. Pero siempre figuran dos paradas imprescindibles en las ciudades de Hué y Hanoi, cuyos nombres permanecen grabados en cuantos hicieron la guerra. La antigua capital imperial fue escenario de una de las batallas más cruentas durante la ofensiva del Têt. Recibió un duro castigo a lo largo de cuatro semanas de combates y bombardeos, que causaron miles de muertos. Y después sufrió los estragos de la represión militar. Hanoi, una urbe de espíritu espartano con bien ganada fama de irreductible y que representaba el centro del poder comunista, se ha transformado en una ciudad abierta a los negocios y al placer. En ella, los antiguos soldados entrarán en el mausoleo del Tío Ho, obligados al respeto por el hombre más denostado por la propaganda que envenenaba sus conciencias, y observarán con asombro los estrechos refugios antiaéreos que todavía se conservan en las aceras de las calles. Su plato fuerte será la siniestra cárcel de Hoa Lo, transformada en memorial de la maldad política. Recorrer sus instalaciones supone penetrar en un infierno, creado bajo el dominio colonial francés y heredado por quienes le dieron fin, cuyas celdas empleó el régimen comunista para confinar en condiciones deplorables a los prisioneros estadounidenses. Derribados en el curso de sus mortíferas misiones de bombardeo, los pilotos y tripulantes de la Fuerza Aérea norteamericana que pasaron largo tiempo en Hoa Lo la denominaron irónicamente «the Hanoi Hilton».

      La experiencia más dura de cuantas ofrecen los «circuitos bélicos» –y también la más costosa– se encuentra en las islas de Côn Son y Phu Quoc, cuyas prisiones se hicieron famosas por sus «jaulas de tigres», nombre que recibían unas celdas minúsculas con techos de barrotes o mallazo de alambre de espino, a través de los cuales los guardianes golpeaban con largos palos a unos presos encadenados que apenas podían moverse, e incluso les arrojaban agua hirviendo y cal viva. La visita resulta sobrecogedora, aunque el mal trago se supere mediante la estancia en lujosos resorts junto a playas paradisíacas y el disfrute de excursiones a un santuario de tortugas marinas, los arrecifes de coral o por senderos entre la jungla tropical.

      El único alivio para los combatientes jubilados consiste en que sus guías y traductores les aseguran que todos los verdugos de Côn Son y Phu Quoc eran sudvietnamitas, a quienes los centuriones yanquis encomendaban las tareas más sucias y degradantes. El personal estadounidense se reducía a grupos de asesores militares que, a través del programa de Seguridad Pública, formaban a sus subalternos locales en los métodos de interrogatorio y no llegaban a participar en las torturas, aunque estuvieran presentes para sugerir formas más eficaces. Una actividad legal, dado que los convictos en Phu Quoc no estaban calificados como prisioneros de guerra sino como criminales y, por tanto, no los protegía la Convención de Ginebra. A diferencia de las guerras posteriores en Afganistán e Iraq, donde el Pentágono convertiría a sus tropas en criminales de oficio, los soldados de medio siglo atrás sólo torturaban en casos de urgencia o capricho, aunque siguiendo las instrucciones detalladas en folletos editados y masivamente distribuidos por el Departamento de Estado.

      [1] Fue el contralmirante más joven de la Armada, con 44 años. También el vicealmirante, con 47. E igualmente, el almirante y jefe de Operaciones Navales, con 49. Tras estar al frente de la US Navy en Vietnam de 1968 a 1970, recibió una Medalla de Servicios Distinguidos por su actuación. El presidente Clinton le otorgaría en 1998 la Medalla de la Libertad, como «uno de los más grandes modelos de integridad, liderazgo y humanidad».

      [2] En 1984, una querella colectiva contra siete empresas fabricantes del agente naranja produjo una indemnización global de 2.320 millones de pesetas para veteranos de Vietnam. De ellos, 38.000 recibieron pequeñas sumas, pero otros 28.000 se encontraron con una negativa, al no quedar probado que sus enfermedades se debieran al herbicida.

      [3] Más de cinco mil científicos norteamericanos, incluidos diecisiete premios Nobel y 129 miembros de la Academia de Ciencias, firmaron un documento contra «las armas químicas y biológicas utilizadas en Vietnam».

      [4] Sigla de Bomb Live Unit.

      [5] Dos semanas después de la rendición de Saigón, la aviación norteamericana utilizó por última vez una BLU-82 en el Sudeste asiático, cuando se produjo el denominado «incidente del Mayagüez», un barco de carga norteamericano que

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