Cafés con el diablo. Vicente Romero
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El recorrido proseguirá por distintas regiones de Vietnam a gusto de los turistas, especialmente visitando poblaciones junto a las que estuvieron enclavadas grandes bases militares, como Da Nang o Bien Hoa. Pero siempre figuran dos paradas imprescindibles en las ciudades de Hué y Hanoi, cuyos nombres permanecen grabados en cuantos hicieron la guerra. La antigua capital imperial fue escenario de una de las batallas más cruentas durante la ofensiva del Têt. Recibió un duro castigo a lo largo de cuatro semanas de combates y bombardeos, que causaron miles de muertos. Y después sufrió los estragos de la represión militar. Hanoi, una urbe de espíritu espartano con bien ganada fama de irreductible y que representaba el centro del poder comunista, se ha transformado en una ciudad abierta a los negocios y al placer. En ella, los antiguos soldados entrarán en el mausoleo del Tío Ho, obligados al respeto por el hombre más denostado por la propaganda que envenenaba sus conciencias, y observarán con asombro los estrechos refugios antiaéreos que todavía se conservan en las aceras de las calles. Su plato fuerte será la siniestra cárcel de Hoa Lo, transformada en memorial de la maldad política. Recorrer sus instalaciones supone penetrar en un infierno, creado bajo el dominio colonial francés y heredado por quienes le dieron fin, cuyas celdas empleó el régimen comunista para confinar en condiciones deplorables a los prisioneros estadounidenses. Derribados en el curso de sus mortíferas misiones de bombardeo, los pilotos y tripulantes de la Fuerza Aérea norteamericana que pasaron largo tiempo en Hoa Lo la denominaron irónicamente «the Hanoi Hilton».
La experiencia más dura de cuantas ofrecen los «circuitos bélicos» –y también la más costosa– se encuentra en las islas de Côn Son y Phu Quoc, cuyas prisiones se hicieron famosas por sus «jaulas de tigres», nombre que recibían unas celdas minúsculas con techos de barrotes o mallazo de alambre de espino, a través de los cuales los guardianes golpeaban con largos palos a unos presos encadenados que apenas podían moverse, e incluso les arrojaban agua hirviendo y cal viva. La visita resulta sobrecogedora, aunque el mal trago se supere mediante la estancia en lujosos resorts junto a playas paradisíacas y el disfrute de excursiones a un santuario de tortugas marinas, los arrecifes de coral o por senderos entre la jungla tropical.
El presidio más famoso en su época fue Côn Son, entonces conocido por su antiguo nombre francés de Poulo Condor[22]. Edificado por los franceses en 1862, al Gobierno de Washington le pareció buena idea que sus aliados de Saigón aprovecharan las instalaciones y patrocinó su reconstrucción, encargada a un contratista estadounidense y pagada con fondos del Departamento de Estado. Fue un lugar perfecto para castigar a detenidos del Vietcong, aislados y ocultos a los ojos de la prensa, hasta que dos miembros del Congreso tuvieron la ocurrencia política de visitarlo en julio de 1970[23]. La publicación de sus relatos y fotografías causó un escándalo mundial, al revelar la existencia de las «jaulas de tigres». Los políticos describieron a los cautivos «cubiertos de llagas, heridos y algunos mutilados». Su informe sirvió para que 300 mujeres y 180 hombres fueran trasladados a otros locales de instituciones psíquicas o penitenciarias. Pero la siniestra cárcel de Poulo Condor continuó funcionando cinco años más, hasta que acabó la guerra. A finales del siglo pasado se abrió al turismo como monumento a sus 20.000 víctimas, sepultadas en el cercano cementerio de Hang Duong.
El otro presidio con similares características, Coconut Tree, en la lejana isla de Phu Quoc, tuvo una existencia más corta, pero una historia aún más truculenta. También formó parte de la herencia colonial gala y permaneció operativo veinticuatro años, hasta 1973, ganándose una deleznable fama por la crueldad extrema que soportaron sus internos[24]: rotura de dientes a martillazos, inserción de clavos en cabezas o rodillas, pinchazos y quemaduras en los ojos, aplastamiento de genitales, electrocuciones… Se calcula que sólo en sus siete últimos años recibió a unos 40.000 presos, un 10 por 100 de los cuales fue asesinado y millares quedaron discapacitados. Coconut Tree está considerado hoy como una reliquia histórica de importancia nacional, y a su alrededor han brotado centenar y medio de hoteles con 50.000 clientes cada año. Pero más que un museo oficial parece un macabro parque de atracciones, poblado por muñecos que escenifican de modo hiperrealista el sufrimiento de los reclusos, sin dejar casi nada para la imaginación: desde las sesiones de tortura hasta su modelo propio de «jaulas de tigre», trenzado con alambre de espino y cuya escasa altura forzaba a sus internos a encogerse en el suelo.
El único alivio para los combatientes jubilados consiste en que sus guías y traductores les aseguran que todos los verdugos de Côn Son y Phu Quoc eran sudvietnamitas, a quienes los centuriones yanquis encomendaban las tareas más sucias y degradantes. El personal estadounidense se reducía a grupos de asesores militares que, a través del programa de Seguridad Pública, formaban a sus subalternos locales en los métodos de interrogatorio y no llegaban a participar en las torturas, aunque estuvieran presentes para sugerir formas más eficaces. Una actividad legal, dado que los convictos en Phu Quoc no estaban calificados como prisioneros de guerra sino como criminales y, por tanto, no los protegía la Convención de Ginebra. A diferencia de las guerras posteriores en Afganistán e Iraq, donde el Pentágono convertiría a sus tropas en criminales de oficio, los soldados de medio siglo atrás sólo torturaban en casos de urgencia o capricho, aunque siguiendo las instrucciones detalladas en folletos editados y masivamente distribuidos por el Departamento de Estado.
[1] Fue el contralmirante más joven de la Armada, con 44 años. También el vicealmirante, con 47. E igualmente, el almirante y jefe de Operaciones Navales, con 49. Tras estar al frente de la US Navy en Vietnam de 1968 a 1970, recibió una Medalla de Servicios Distinguidos por su actuación. El presidente Clinton le otorgaría en 1998 la Medalla de la Libertad, como «uno de los más grandes modelos de integridad, liderazgo y humanidad».
[2] En 1984, una querella colectiva contra siete empresas fabricantes del agente naranja produjo una indemnización global de 2.320 millones de pesetas para veteranos de Vietnam. De ellos, 38.000 recibieron pequeñas sumas, pero otros 28.000 se encontraron con una negativa, al no quedar probado que sus enfermedades se debieran al herbicida.
[3] Más de cinco mil científicos norteamericanos, incluidos diecisiete premios Nobel y 129 miembros de la Academia de Ciencias, firmaron un documento contra «las armas químicas y biológicas utilizadas en Vietnam».
[4] Sigla de Bomb Live Unit.
[5] Dos semanas después de la rendición de Saigón, la aviación norteamericana utilizó por última vez una BLU-82 en el Sudeste asiático, cuando se produjo el denominado «incidente del Mayagüez», un barco de carga norteamericano que