Episodios republicanos. Antonio Fontán Pérez

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Episodios republicanos - Antonio Fontán Pérez Historia y Biografías

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la etiqueta de republicano-reformista como una escisión burguesa e intelectual de la «Conjunción republicano-socialista» y, a decir de alguno de sus íntimos, fue también aquel el único momento en que Giner mostró algún interés por la política. (Debo esta noticia a Vicente Cacho Viú, que la recibió oralmente de personas muy próximas a Giner). Pero el influjo de la Institución se proyectó sobre todo de manera indirecta, en la universidad, entre los profesores; por medio de sus discípulos y de los hombres protegidos por la Junta; en la prensa y en la vida pública, por medio de escritores y aprendices o criaturas de político (el propio Azaña fue candidato a diputado por el Partido Reformista); entre los intelectuales afiliados al marxismo, concretamente Besteiro y de los Ríos dieron repetido testimonio de su reconocimiento por el magisterio de Giner; en los grados principales de la enseñanza elemental por medio de la Escuela Superior de Magisterio, sugerida también al Gobierno por Giner y Cossío, del Museo Pedagógico que dirigía Cossío, y de las pensiones —distribuidas por la Junta— a maestros e inspectores de enseñanza para visitar países extranjeros; y, por último, de un modo más difuso, en otros sectores del país.

      En conjunto, la empresa de Giner y de la Institución, pese a todas las eficacias señaladas, no dejó de ser, al final, un fracaso. Las alianzas a la izquierda con elementos jacobinos, marxistas y anarquistas, muchas veces alianza táctica contra la resistencia tradicional que encontraban todos ellos en los sectores sociales fieles a una concepción católica de la vida española, acabaron por arrollar a sus hombres principales. Y en la guerra del 36 y en la postguerra, unos quedaron —más o menos a su gusto— del lado de los vencedores, otros huyeron de la zona republicana para salvarse de sus antiguos aliados. Algunos, como Álvarez, cayeron víctimas de manos asesinas; y otros, en fin, alcanzaron la frontera en el último momento, y tras ella el exilio, envueltos entre los desmantelados restos de una revolución, que había devorado a sus hijos y a sus padres.

      Probablemente entre el profesorado de la universidad española de 1930 había aún una mayoría católica, pero algunas de sus principales facultades (Medicina, Derecho, la Sección de Filosofía de Madrid) arrojaban en su claustro una proporción inversa. En ellas había agnósticos y parcialmente anticlericales, republicanizantes desde luego, con una minoría marxista. De los estudiantes podrían afirmarse también —sin contradicción— las mismas cosas. Su principal organización, la FUE (Federación Universitaria Escolar), había nacido como una asociación profesional al margen de la política y de las luchas ideológicas y religiosas, pero en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera se convirtió en un instrumento de agitación. Los años 30 y 31 fueron testigos, principalmente en Madrid, de desórdenes estudiantiles, que culminaron en los sucesos de San Carlos.

      Pero entre tanto habían ocurrido otras cosas. Bajo los puentes de España había pasado mucha agua entre el 17 de febrero de 1915, cuando Giner se fue diciendo su mensaje, para descansar al aire de Castilla, «bajo una encina casta», en el cementerio civil de Madrid, y el 14 de abril de 1931. La mayor parte de estas aguas habían corrido en letra impresa. De todo su caudal es preciso recoger, por lo menos tres momentos: se llaman Ortega y Gasset, los intelectuales y El Sol. Es decir, un hombre, una entelequia y un periódico. A ellos quizás podría añadirse un club: el Ateneo de Madrid.

      José Ortega y Gasset es muy diferente de Francisco Giner de los Ríos. Son distintas sus fuentes; el neokantismo de Cohen o la crítica religiosa de Renan y de Nietzsche. Es distinta —y más profunda— su actitud crítica. Ortega fundamenta su voluntad creadora de una España nueva en una crítica frente a la historia de su pueblo que pulveriza lo que España fue. No se trata solamente de hacer una España ajustada a la hora presente, de incorporarla a la marcha de la civilización occidental postcristiana, como se podía hacer con el Japón. Se trata de hacer, de una vez, ¡por fin!, España.

      En 1911 Ortega iba a lanzar una consigna política concreta: «España no existe como nación. Construyamos España». (La Herencia viva de Costa, El Imparcial, 20 de febrero de 1911). En 1920, desde las páginas de El Sol, primero, y desde el libro después, España invertebrada, dijo a los españoles que no existía su historia. Y en 1930 dictaminaba: «Españoles, vuestro Estado no existe. ¡Reconstruidlo!». (El error Berenguer, publicado en El Sol, 15 de noviembre de 1930). Giner había querido ser moderno. De Ortega, por el contrario, es esta frase, punzante y expresiva como el mote de un escudo: «Nada moderno y muy siglo XX».

      Pero, al lado de las diferencias, hay entre ambos hombres importantes coincidencias. Estas se hallan en la meta y en el método. La cultura —cultura vital será en Ortega— sustituye a la religión; la Europa laica, vigente y actual, a la tradición de la historia nacional. El proyecto de Ortega tiene más sólido fundamento y más amplias pretensiones que el de Giner, pero se halla en la misma línea. Ortega, es, además, más vital y más castizo: le gustan, por ejemplo, los toros y profesa la alegría de vivir. A Giner lo imaginamos en el círculo de iniciados de su hogar, o en la sierra frente al aire puro, cristalino, cortante y deshumanizado del Guadarrama. Ortega es hombre —también de paisaje y de excursión—, pero al mismo tiempo de tertulia, de lectura recatada en un «gabinete aburrido con la atmósfera cargada de humo de tabaco», capaz de pasar una tarde en el golf, entre ninfas y faunos jóvenes, aristocráticos y deportivos. A Giner le va bien el partido reformista, la gravedad de Azcárate, la habilidad evolutiva de Álvarez. El político de Ortega, pese al desentendimiento personal que separaba a los dos hombres, será Azaña y su Azcárate, en cierto modo, él mismo.

      En el método también coinciden, en cuanto ambos se proponen una tarea fundamentalmente pedagógica. Giner opta por la Escuela y la iniciación minoritaria. Ortega por el periódico —él nació «sobre una rotativa» como él mismo dijo— y la calle. Giner pensó que la política vendría después, como una consecuencia natural de la mutación de las conciencias. Pero Ortega vio que para poner en marcha su proyecto era preciso, de vez en cuando por lo menos, aplicar en el lugar preciso la palanca de una acción personal en la política. (Vieja y Nueva Política en 1914; el Manifiesto de los Intelectuales al Servicio de la República, en el 31).

      El punto de partida de la España que Ortega quiso hacer era Europa, la Europa vigente de sus días, liberada en lo posible, de riesgos demagógicos (el Ortega conservador de la Rebelión de las masas, 1930), alejada de la vieja metafísica perseguidora de un «ser» que no se podía concebir ya más que como un espectro, sumergida en los propios mundos objetivos del culturalismo alemán post o neokantiana. Hasta el viejo historicismo, positivista en el fondo, estaba superado por la «razón histórica», y aún esta última superada a su vez por la razón vital.

      Ortega ejerció en la vida española el papel de un gigantesco seductor. Lo era por su estilo literario, por la simpatía castiza que trascendía de su actuación y por el carácter de aventura creadora hacia el futuro que revistió su obra. Los jóvenes escritores, periodistas y profesores españoles que se abren a la vida en los años veinte a treinta, deslumbrados inicialmente por este sagaz artista de la idea y de la palabra, se inscribieron en una Weltanschauung orteguiana, cuya consecuencia en el orden político era la república —porque la monarquía había perdido su vigencia— y, en el orden religioso, un nuevo laicismo que no tenía en su sistema teórico la violencia anticlerical del 68 o el proselitismo naturalista —deísta— de la Institución.

      El cristianismo, definitivamente «sido», había perdido su vigencia en la cultura europea. Ortega, que había adquirido tal sospecha en sus años mozos de estudiante, trajo de sus viajes a la Alemania de Cohen y del nuevo historicismo diltheyano, la confirmación definitiva. La Revista de Occidente desde 1923, los libros de la misma editorial, que contenían la almendra del pensamiento contemporáneo, con su silencio de lo trascendente y su ironía neohistoricista o raciovitalista hacia las actitudes «ya pasadas», no daban lugar a las inquietudes religiosas.

      Durante la dictadura de Primo de Rivera, Ortega adoptó una actitud cauta y displicente ante la anécdota política. A su final desplegó desde el Olimpo de su indiscutible prestigio nacional un gran cartel con el incipit vita

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