Episodios republicanos. Antonio Fontán Pérez

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Episodios republicanos - Antonio Fontán Pérez Historia y Biografías

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autoritario y de la censura, levantada por Berenguer en septiembre, y se restablecieran de algún modo las libertades públicas de asociación y de palabra.

      Los antiguos políticos se hallaban divididos y desorientados en la forma que hemos repasado brevemente. Frente a la agitación revolucionaria de republicanos, socialistas y sindicalistas, que pronto formaron un único frente antimonárquico, los partidarios de la Corona se hallaban infinitamente troceados en grupos, camarillas y personalidades sueltas. Muchos de ellos emprendieron una carrera demagógica de ataques a la dictadura que el Gobierno habría querido evitar a toda costa. Pero, en definitiva, el proyecto de Berenguer era casi lo único posible entonces para intentar sostener la paz pública y la monarquía. La otra solución alternativa hubiera sido una nueva dictadura, o un régimen antidemocrático, que ningún grupo político y ningún sector social estaba entonces dispuesto a aceptar en España.

      Una prueba de ello es lo ocurrido con el proyecto de convocatoria de elecciones a diputados a Cortes. Su fracaso determinó la caída del Gobierno Berenguer, en febrero de 1931. El proceso de anuncios de abstención que determinaron su abandono fue el siguiente: primero los republicano-socialistas, unidos ya definitivamente desde agosto, anunciaron su abstención, después los sindicalistas, más tarde los monárquicos llamados constitucionalistas, un grupo procedente de todos los partidos antiguos que propugnaba unas nuevas Cortes constituyentes y nada más, y, por último, los desmantelados restos del partido liberal —el conde de Romanones y García Prieto—. O sea, precisamente las fracciones que tenían algunas posibilidades de salir beneficiadas del resultado electoral. Estas abstenciones hacían técnicamente imposible la celebración de los comicios, ya que, retirados los partidos, no era concebible la presentación de personalidades sueltas. Berenguer, en sus Memorias, ha publicado las conclusiones a las que llegó el Ministerio de la Gobernación en sus sondeos electorales.

      Esta tarea, propiamente política, fue encomendada al subsecretario de Gobernación, Montes Jovellar, luego ministro de Justicia. Berenguer elogia este trabajo y es el único que publicó los datos. Las cifras no han sido desmentidas por nadie: anunciaban que solo en ocho distritos, de un total de casi cuatrocientos, aparecía como previsible la victoria de un candidato republicano-socialista, mientras que parecía seguro que podría triunfar un centenar de conservadores.

      Una vez que se decidió prescindir de la convocatoria de Cortes ordinarias, Berenguer dimitió para dar paso a un Gobierno de concentración, calificado de pintoresco por uno de sus miembros, el duque de Maura, tejido por la mente inquieta del conde de Romanones, al frente del cual se colocó a un anciano almirante, descendido de improviso sobre la presidencia, procedente —como se ha dicho— «políticamente de la luna y geográficamente de Cartagena». Este Gobierno anunció las elecciones municipales: un panorama completamente distinto del que planteaban las legislativas, con las que solo tenían de común la desorganización y las rivalidades mutuas que distinguían a los monárquicos de entonces.

      Las palabras habían comenzado con el discurso de Sánchez Guerra en la Zarzuela, y, antes aún, con el de un ateneísta poco conocido del público general, antiguo reformista de Álvarez, Manuel Azaña, que invitaba a todos los republicanos a unirse en la fraternidad del fanatismo. Estas fueron las palabras que pronunció el futuro presidente del Consejo y de la República en un banquete del 11 de febrero, conmemorativo del día de la implantación de la Primera República española del 73: es decir, del día en que, al marcharse Amadeo de Saboya, los revolucionarios no encontraron a quién poner en su lugar y decidieron establecer la Primera y efímera República de los once meses, o casi dos años, si se cuenta la llamada «república ducal» que presidió el general Serrano.

      Había un proyecto, inconcreto, de república burguesa, repetido por Alcalá Zamora, republicano nuevo, y por Lerroux, que parecía ser como una monarquía constitucional, pero sin rey. Otro más radical que personificaban, por un lado, Azaña y, por otro, la tertulia de amigos que ostentaba el pomposo nombre afrancesado de partido radical-socialista, que añadía expresamente la separación de la Iglesia y del Estado, la laicización de la enseñanza y la reducción de la religión y de la Iglesia a la intimidad de los asuntos privados, sin relación con la vida pública y social.

      Había otro, el de los socialistas, un partido que ahora se volvía a presentar como claramente republicano, igual que en los días de Pablo Iglesias hasta 1919. Estos eran también extremistas en cuestiones religiosas, y demagógicos en sus proclamaciones sociales. Pero había, sobre todo, una acción revolucionaria en la calle y en los secreteos de una serie ininterrumpida de conspiraciones diversas que atentaban contra el orden social, las instituciones políticas y la disciplina militar.

      Los promotores de todos estos proyectos estuvieron presentes en la reunión que dio lugar al famoso Pacto de San Sebastián. El 17 de agosto de 1930 se juntaron en la casa del republicano donostiarra Fernando Sasiain entre quince y veinte personas que representaban oficialmente a los partidos republicanos y a los catalanistas de izquierda. Había acudido también como observador el líder socialista Indalecio Prieto y, a título personal, otras conocidas figuras del republicanismo español, como Eduardo Ortega y Gasset y Felipe Sánchez Román.

      En nombre de sus partidos o grupos políticos estaban allí también los jefes de los republicanos radicales y del grupo de Azaña, momentáneamente unidos en la llamada Alianza Republicana desde febrero de 1926; los radical-socialistas; la Federación Republicana Gallega de Casares Quiroga; varios grupos catalanistas de izquierda de los que después, más o menos permanentemente, se reunirían en la Esquerra (Acción Catalana, Acción Republicana de Cataluña, Estat Catalá); la derecha liberal republicana de Alcalá y Maura, y una vaga e imprecisa entidad provisional, que tenía larga historia pero que entonces no era nada y se llamaba Partido Republicano Federal. El socialista Prieto acudió como observador, porque su partido aún no había ratificado oficialmente su adhesión a la naciente coalición.

      De la reunión de San Sebastián no se levantó acta y no constan oficialmente sus acuerdos. Se sabe de ella lo que hizo público Prieto en una nota oficiosa, lo que han contado otros protagonistas —como Lerroux, Alcalá y Maura en sus libros sobre aquellos años— y la cuestión previa planteada por los catalanistas, que estos mismos se encargaron de divulgar. Los elementos catalanistas, para asegurar el cumplimiento de este punto de las conversaciones de San Sebastián, difundieron una relación de los acuerdos. Al iniciarse en las Cortes constituyentes republicanas de 1931 la discusión del Estatuto de Cataluña, Miguel Maura dijo, el 6 de mayo de 1932, que el problema había de resolverse en la línea del Pacto de San Sebastián.

      Se acordó, por supuesto, ir unidos hacia la república, recabar la colaboración masiva y oficial de los socialistas y sindicalistas, y nombrar un comité de acción; establecer la autonomía regional de Cataluña, que había de plasmarse en un Estatuto o Constitución autónoma, ratificado en su día por las Cortes constituyentes «en la parte referente a la vida de relación entre regiones autónomas y el poder central», e instaurar un régimen de libertad religiosa «con respeto y consagración de los derechos individuales». La fórmula de «respeto y consagración de los derechos individuales» fue recogida literalmente en el Estatuto provisional de la república.

      La única meta común era la república. La autonomía de Cataluña contaba con la oposición o el freno de los radicales y de los socialistas. La cuestión religiosa, con el de la derecha liberal, que había exigido que se incluyera bajo la forma de libertad religiosa y la consagración de los derechos individuales, con intención de evitar el enfrentamiento con la Iglesia al que estaban dispuestos a lanzarse otros grupos. La autonomía catalana se realizaría después —en la república— en forma minimalista, para las aspiraciones de los elementos más intransigentes o radicales de la región. La cuestión religiosa vería pronto desbordada la fórmula de compromiso, en cuanto la experiencia demostrara que Alcalá y Maura no lograban obtener un apoyo masivo de los católicos, y que se podía prescindir de unos escrúpulos

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