La ciencia de los sentimientos. Ignacio Rodríguez de Rivera
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Pondré un ejemplo que ya he utilizado antes: uno tiene la sensación de hambre o apetito, sin saber muy bien qué es lo que le apetece. La ‘señal’ que está recibiendo su mente es la de una ‘pulsión’ que llamamos hambre (para mayor precisión: el hambre es la sensación (cuale) producida por la pulsión originada por la falta de nutrientes) .
La tarea a la que se enfrenta esa persona es averiguar de qué apetito particular se trata. Si el interesado padece un episodio de hipoglucemia, con toda probabilidad que ‘sepa’ detectar que se trata de apetito de azúcar; pero con mucha frecuencia las cosas no son tan fáciles y cuesta mucho descubrir que la apetencia es de, por ejemplo, naranjas (como le ocurrió a las tripulaciones de antiguos navíos, cuya carencia de vitaminas les producía escorbuto).
Una pulsión, en general es de ese modo: una exigencia del cuerpo, sentida como necesidad o apetencia (según su intensidad) inespecífica en principio.
La pulsión es el ‘empuje’ del cuerpo, la sensación que produce no está inicialmente conectada o dirigida a una cosa particular. Por eso decía Freud que supone una exigencia de trabajo para la mente.
En el caso de otros animales, la mayoría de sus necesidades pulsionales desencadenan un repertorio de conductas que están programas ‘instintivamente’; pero en el caso humano, salvo escasos repertorios instintivos, la mayoría de sus pulsiones o exigencias del cuerpo requieren de un aprendizaje más o menos largo.
Este rasgo que nos es propio (aunque, en menor medida, lo comparten algunas especies animales) parece ser debido a que los humanos nacemos con un cerebro inmaduro, todavía poco desarrollado, y a que su desarrollo se completa durante muchos años (dicen que hasta los 21 no se desarrolla la corteza cerebral); de modo que ese desarrollo o madurez se produce en función de las relaciones con el ambiente (sobre todo de su entorno humano).
El carácter inespecífico de la pulsión podemos verlo con mayor claridad si observamos a un recién nacido: el bebé siente una incomodidad, desazón, molestia, dolor, que no ‘sabe’ identificar: reacciona pataleando y llorando (conducta, esta sí, instintiva o refleja). La persona que lo cuida (función ‘madre’) detecta ese malestar del bebé y emprende la tarea (a veces bastante ardua por estar sometida a la tensión que le genera el llanto) de averiguar cuál es la necesidad del bebé: cambio de posición, hambre, sed, escozor por humedad, gases, etc. (unas son pulsiones originadas en el cuerpo del bebé, otras son necesidades provocadas por estímulos externos).
Hasta que no responde adecuadamente, la pulsión no cesa (ni el estímulo adverso tampoco).
Si las cosas marchan suficientemente bien, la madre responde adecuadamente a la necesidad de la criatura, y ésta ‘aprende’ a ir identificando, a través de múltiples repeticiones, cuál es su necesidad.
Otras veces, por desgracia, la madre (insisto en emplear este término para designar a cualquier persona cuidadora) ‘interpreta’ erróneamente aquella necesidad, por ejemplo, cada vez que llora le pone a mamar, lo cual satisface al bebé y se duerme, aunque siga escocido por su orina o heces.
Este error materno facilita o determina, en mayor o menor medida, que el lactante en cuestión desarrolle la tendencia a intentar satisfacer cualquier situación incómoda con una conducta equivalente a la de mamar: será ‘un mamón’ que, siempre que se siente necesitado de algo, quiera resolverlo incorporando cosas de otras personas. Un carácter ‘oral’, que diría Freud.
Con este ejemplo, bastante simplificado, quiero poner de manifiesto dos cosas: A) que la pulsión (‘lo que me pide el cuerpo’) es lo que pone en movimiento al sistema psíquico y B) que la mente se organiza de un modo u otro en función, no sólo de las pulsiones que surjan durante la vida, sino también en función del aprendizaje adquirido a través de la experiencia; experiencia notablemente dependiente de las condiciones del entorno.
Ahora bien, sería un error considerar que las pulsiones son el único motivo por el que se produce una actividad psíquica, ya que la pulsión es el resultado de una variación del equilibrio homeostático del cuerpo, originada por el propio dinamismo orgánico; pero a las pulsiones, que se manifiestan con cierta periodicidad propia de cada sujeto y de la etapa de su vida, hay que añadir otro motivo por el que el organismo es apartado de su equilibrio homeostático; se trata de los estímulos, tanto los de origen externo como interno (por ejemplo los gases intestinales del bebé anterior).
También los estímulos acarrean una necesidad corporal más o menos urgente e intensa que debe ser respondida desde el sistema mental (salvo aquellos casos en que exista una respuesta refleja o instintiva).
En cualquier caso, el que existan o no ciertos estímulos es bastante aleatorio y no corresponde a necesidades propias del individuo.
Una vez averiguado lo anterior, nos toca ahora intentar indagar cuáles son esas pulsiones básicas, aproximadamente iguales para todos nosotros, con independencia de la cultura o ámbito social en el que vivamos. (Los estímulos, sobre todo los externos, sí que varían mucho según el ambiente).
Otra cosa es que una misma pulsión puede tener distinto grado de intensidad en cada cual, en función de su propia dotación genética. Por ejemplo, la necesidad de comer será más o menos intensa o frecuente dependiendo del metabolismo de la persona.
Un error, que ha sido muy criticado, de Freud, que fue quien acuñó ese concepto de pulsión, fue creer que sólo existía la pulsión sexual, por una parte, y por otra un conjunto (nunca detallado por él) de ‘pulsiones de autoconservación’.
Más tarde, englobó a esas pulsiones en una sola, más general, que denominó ‘pulsión de vida’ e introdujo otra pulsión denominada ‘pulsión de muerte’. Teoría aún más criticada, si cabe, que la anterior.
No voy a entrar ahora en ese debate, que continúa abierto entre los propios psicoanalistas; aunque más adelante trataré el asunto de la hipotética ‘pulsión de muerte’, pero para hacerlo necesitamos aclarar otros muchos asuntos previamente.
De momento nos basta por admitir que las pulsiones, en el sentido que antes he expuesto, son hechos producidos por la dinámica de los organismos y que producen la activación del sistema mental humano.
5. El asunto de los sistemas tiene una larga historia que no vamos a tratar aquí, pero vale la pena leer la Teoría General de los Sistemas, escrita por Karl Ludwig von Bertalanffy en 1928.
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