La ciencia de los sentimientos. Ignacio Rodríguez de Rivera
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Pero una cosa es averiguar cómo se produce y se tramita la información, y otra bien distinta es comprender cómo y por qué esa información la sentimos del modo que la sentimos y cómo esa forma de sentirla condiciona nuestra respuesta o conducta.
Esto que acabo de decir nos pone frente a la dualidad humana entre pensamiento y sentimiento, porque parece que pensar y sentir discurren por distintos caminos y de forma muy diferente, a veces en mutua sintonía, pero con demasiada frecuencia en clara discordancia e incluso en conflicto: pienso una cosa y siento todo lo contrario ¿cómo es esto, si yo soy una única persona?.
El caso es que, aunque hemos averiguado mucho respecto al tema de pensar, entendido desde la perspectiva de procesar información, todavía sabemos muy poco del tema de sentir, a pesar de que nos hemos dado cuenta de que nuestro pensamiento está notablemente influido por nuestros sentimientos.
De modo que llegamos a la conclusión de que seguimos divididos ante el problema de ensamblar esos dos hechos que ocurren en nosotros, como si pensamiento y sentimiento fuesen dos mundos claramente diferenciados, cada uno siguiendo sus propias leyes o sus propias razones: las razones de la ‘razón’ y las del ‘corazón’, que sólo con gran dificultad logramos poner de acuerdo.
¿Ser humano es ser inteligente exclusivamente de forma racional? Entonces nos parece que esa persona carece de humanidad. ¿O ser humano consiste exclusivamente en ser inteligente emocional? Entonces nos parece que esa persona es poco racional.
¿Pensar o sentir?: este es el dilema (Hamlet parafraseado).
¿En qué radica la unidad del individuo humano?.
Este es un problema o una pregunta que pretendo abordar: ¿cómo podemos comprender que cada uno de nosotros es un individuo (no divisible)?. La hipótesis de la que parto, para comprobar su validez de acuerdo con los conocimientos de los que disponemos actualmente, es que sentir y pensar son dos facetas de un solo hecho que es el conocimiento, entendiendo que conocer implica necesariamente sentir.
Aclaremos una cosa: no es lo mismo conocer algo que saber de algo: yo puedo saber mucho de Moscú, pero no lo conozco; tu puedes conocer Moscú y saber muy poco de esa ciudad.
El principal obstáculo con el que nos venimos tropezando desde que se inició la ciencia moderna, allá por tiempos de Newton, es que el campo de estudio de las ciencias se ha limitado a aquellos hechos que pueden ser observados de igual modo por distintas personas, hechos que pueden ser repetidos a voluntad del investigador mediante el procedimiento que llamamos experimental. También se pueden estudiar científicamente hechos no experimentales, como es el movimiento de los astros, pero cuya observación se repite reiteradamente; de modo que, una vez repetidas las mismas observaciones, podemos formular leyes que se cumplen invariablemente en esos hechos. Ya tenemos, pues, observaciones que llamamos objetivas, porque no dependen de quién sea el observador; y tenemos también unas fórmulas o leyes que corresponden a esas observaciones.
Finalmente, siguiendo con el procedimiento científico, tratamos de explicar esos hechos regulares (obedientes a leyes) mediante establecer una relación entre el hecho en cuestión y su causa; es decir, decimos que ese hecho (efecto) es causado por otro (causa), cuando a la causa siempre le sigue el efecto, y nunca se produce el hecho-efecto sin que haya ocurrido el hecho-causa.
Ejeemplo: primero observamos y medimos el movimiento de los astros, después enunciamos leyes que enuncian su regularidad; por último establecemos una hipótesis teórica de la fuerza gravitatoria como causa de esas leyes.
Con estos tres pasos – expuestos muy tosca y resumidamente – podemos decir que hemos logrado una teoría científica que nos explica aquellos hechos que habíamos observado y que, además, nos permite predecirlos siempre que ocurran los hechos causantes que hemos averiguado.
Esa teoría explicativa sigue siendo válida mientras no observemos algún otro hecho que la contradiga. Por eso se considera que toda teoría científica es provisional y susceptible de ser invalidada mediante nuevas observaciones.
Así nos hemos venido manejando con bastante éxito durante aproximadamente tres siglos, en los cuales ha imperado el punto de vista inaugurado por Newton cuando explicó el movimiento de los cuerpos materiales mediante las leyes de la física mecánica y la causa de la fuerza gravitatoria: los cuerpos se atraen en proporción directa al producto de sus masas y en proporción inversa al cuadrado de su distancia (dejo de lado las operaciones numéricas, pues ahora no nos interesa el aspecto cuantitativo).
Tanto éxito ha tenido esta forma de entender el mundo que llegó a creerse que todos los procesos del universo podían ser explicados con esas leyes; de modo que todo fenómeno podría predecirse si tuviésemos la suficiente información del estado actual de las cosas del mundo (Laplace).
El Mundo era, entonces, un complicado reloj y el Creador un genial relojero.
En el Mundo, claro está, se incluía a todos los seres vivos, incluido el ser humano, aunque éste con la particularidad de poseer un alma pensante (so pena de muerte para quien afirmase lo contrario, a quien se tildaba de materialista).
El asunto, pues, es que la materia no puede pensar, que eso es cosa del espíritu.
Pero siguiendo con el materialismo (al margen del poder de las iglesias) se siguió investigando el comportamiento de la materia, incluyendo la energía, pues se descubrió que el calor y otras formas de energía se comportaban de acuerdo con la leyes de la mecánica (termodinámica) y, más tarde, cuando se inició el tema de la información (que también tiene que ver con la energía-materia), el ‘materialismo’ encontró despejado el terreno para estudiar el funcionamiento de la mente humana como un proceso de información.
Así las cosas, a lo largo del siglo XX se han producido muchos descubrimientos científicos que han cuestionado gran parte de lo anterior:
El gran matemático H. Poincaré introdujo en el panorama de las ciencias algo totalmente nuevo, que venía a contradecir a Laplace, quien había considerado que todo estado del mundo futuro sería predecible, aplicando las leyes de la mecánica newtoniana, siempre que tuviésemos toda la información del estado actual de las cosas del mundo físico.
La novedad de Poincaré surgió cuando trataba de estudiar el movimiento de tres cuerpos que interactúan gravitatoriamente entre sí; pues descubrió que cualquier mínima variación o inexactitud en los datos iniciales producía enormes desviaciones en los cálculos de sus trayectorias en un futuro cercano.
Esto quiere decir que dicho estado futuro, aunque está determinado según las leyes mecánicas clásicas, no es predecible.
Aún así, se continuó creyendo que dicha predicción era teóricamente viable, siempre que pudiésemos evitar aquellas pequeñas inexactitudes iniciales.
Pero en los años 60 del siglo XX, Loren confirmó experimentalmente lo que había planteado Poincaré, diseñando un modelo con tres variables que interactúan entre sí y comprobando que, efectivamente, se comporta de modo impredecible; a pesar de que las variables iniciales estaban perfectamente definidas.
Con esto nació la teoría matemática del caos determinista, que nos permite estudiar la trayectoria de sistemas hasta ahora considerados caóticos (sin ley ni orden), que sólo podemos formular en términos de probabilidad,