Hemingway en la España taurina. Alfonso Martínez Berganza
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Lo cierto es que Hemingway no pudo defenderse, y que en la polémica se oyeron bastantes, ¡muchas!, voces tendenciosas, y no del tendido, que sí de resentidos, de “profesionales” de la pluma y del toreo. Lo que es evidente es que, en noviembre de 1960, la redacción de la revista Life en español estuvo en estrecho contacto con Hemingway. Decía Life que la publicación de El verano sangriento suscitó un clamor de censura en el mundo de habla hispana contra lo que muchos lectores consideraban comentarios irreverentes de Hemingway contra Manolete. Y añadía:
Le telegrafiamos invitándole a que contestara a sus críticos. Desde su refugio en las montañas de Idaho nos explicó por teléfono que le inquietaba mucho el furor que había ocasionado. No quería trabarse en batalla verbal con sus críticos, pero nos pidió que expresáramos su pesar por lo que en su narración pudiese erróneamente interpretarse como denigrante para la memoria del héroe desaparecido.2
Antes de seguir transcribiendo este texto de Life, quiero referirme al empleo del término “héroe”, que, como los anteriores, es de la redacción de Life y no de Hemingway. Me refiero a los adjetivos, no al espíritu del texto. El término héroe se utiliza normalmente para aquellos que vencen o mueren en la defensa de la patria, y de esto sabía Hemingway lo suyo, que había ganado más de una batalla importante en la defensa de la suya. No obstante debo añadir el final de esta reseña que hacía Life y que supone el homenaje justo y propicio para quien había dado a conocer en sus páginas El viejo y el mar. Lo que decía Life era simplemente: “Tengo un presentimiento español por la muerte, nos dijo en la última conversación. Tengo el mayor respeto por los muertos”.
Creo yo que más que lo de Manolete, en España, molestó lo de Luis Miguel Dominguín y la competencia con su cuñado Antonio Ordóñez. Pero lo auténtico es que hasta el momento en que se conoce en España El verano sangriento, la figura de Manolete había quedado reducida a un aniversario, a una efeméride taurina con carácter provinciano y más bien pobre. ¡En paz descanse!, como remataría uno de tantos taurófilos sus despectivas crónicas, de no haber sido que en El verano sangriento se decía algo que “no estaba bien”, acerca de Manolete.
Creo que la figura de este torero merecía mejor suerte. Manolete no ha sido analizado todavía en profundidad. Nos hemos dejado llevar por la anécdota, el piropo y la tragedia, quedando todo su recuerdo en circunstancias legendarias que en determinado momento aceptó él mismo, pero que de vivir no hubiera admitido, ya que su toreo, su figura, su personalidad, su voluntad —he aquí el gran secreto de Manolete—, su humanidad, su genio renovador —un poco encontrado más que buscado— y su amarga desilusión, proporcionada por quienes podían haber amargado también los últimos días de Hemingway, merecían mejor suerte.
La vivificación del recuerdo, la “toma en serio” de Manolete, se produce a bastante distancia de su muerte. Es precisamente Hemingway quien da pie a ello con cuatro líneas de un reportaje de 30.000 palabras. En España, el alboroto se arma en fechas de paz para los hombres de buena voluntad y consigue lo que le faltaba desde hacía muchos años a la fiesta. Consigue darle emoción, clima de rivalidad. Consigue darle fuego al ambiente taurino, ya de por sí muy apagado por entonces. Y lo que es más importante para mí, lo consigue cuando la lluvia, la nieve y la humedad carcomen las tablas y pinturas de los ruedos españoles que esperan la primavera y el verano para que los empresarios les laven la cara.3 Lo consigue cuando los torerillos pescan catarros por las dehesas y los ganaderos, los consagrados y todo ese mundo que ha dado en llamarse “Planeta Taurino” —¡que no es manco!—, echa cuentas, hace balance y empieza sus disquisiciones en torno a la matemática de los números, que en definitiva es lo que importa, al margen de los buenos aficionados. Lo demás, Dios lo dará por añadidura. Añadidura fiada a los turistas —Hemingway nunca fue turista, ni mucho menos forastero— capaces de acabar, por ignorancia y contagio, con la auténtica afición española.
Lo más paradójico de esas cuatro líneas de Hemingway es que lo que el Nobel apuntó, antaño había sido ríos de tinta en periódicos y revistas que orientaban a Manolete en propia vida y que amargaron su triunfo en ese ánimo inconfundible que visten la envidia y el rencor. Por todo ello, después de la tragedia de Linares se apagó el calor en los ruedos y en las tertulias. Calor reavivado —y no por toreros— en España durante las Navidades de 1960 cuando Hemingway, enfermo de algún cuidado, se ve privado de posibilidades físicas para alzar la voz y esgrimir su ponderada y educada pluma, objetiva e imparcial, incapaz de la falsedad y la mentira, y defender la verdad. Aquella pluma de la que dijo Edgar Neville a propósito de Por quién doblan las campanas:
El hombre hizo esfuerzos porque el libro tuviese una tendencia definida y apoyase a la España roja. Intentó ensombrecer los perfiles de las fuerzas nacionales que, esporádicamente describía, y justificar y ennoblecer la España roja en cuyo seno se albergaba. Pero el reporter, el escritor, eran mucho más fuertes que el político y muchísimo más honestos y leales con su arte y con la veracidad, y si lee con atención el libro se nota el inmenso desprecio con que el escritor trata a la España comunista, a sus mandos, a sus políticos, a sus generales, a su desorden… Hay un capítulo que ocurre en un pueblo, que es la acusación más rotunda y fenomenal que se puede hacer de aquel momento y de aquel régimen. Ni los escritores más fervorosos de la España nacional han descrito con más eficiencia y con más veracidad una escena semejante.4
Antes de terminar —permítame el lector que le llame así— este tercio, creo que hay que decir en honor de la verdad ciertos aspectos de la cuestión Hemingway que me han sugerido las líneas de Edgar Neville. Hemingway, que ya de antiguo venía a España con asiduidad, no lo hizo en 1936 con el ánimo de albergarse —¿de qué?—, sino que se lanzó un poco por espíritu de aventura y bastante por vocación periodística; la misma que le condujo a la Guerra del 14, pese a sus pocos años, y aquella que le hizo exclamar al despedirse de sus compañeros en París el año 1945: “¡Hasta la próxima guerra!”.5
En el año 1936 y siguientes eran muchos los norteamericanos que llegaban a España. Mientras duró la guerra les acuciaba la curiosidad. Si hemos de creer lo que contaba ABC durante los días de las últimas elecciones a la presidencia de los Estados Unidos, el propio presidente Kennedy visitó la España republicana. Al margen de susceptibilidades, Por quién doblan las campanas está escrito en el año 1940 y Hemingway, aunque la rectificación parezca perogrullesca, difícilmente podía albergarse en España por aquellas fechas. En resumidas cuentas, y es lo que interesa, la novela fue escrita con el tiempo suficiente para pensar en la acción, que sólo ocupa unos días en el relato aunque en cierto modo sea retrospectivo, sin que influyeran sobre el autor apoyos.
Hemingway era por encima de político —que no pudo serlo nunca— escritor, y por lo tanto fiel a una conciencia necesaria para servir a la verdad. No hay en él esfuerzos por inclinarse a un lado o a otro, que nada le iban a proporcionar, sino escueto servicio a la verdad dimanada de unos hechos trascendentales que envolvían en lucha fraterna a los hombres del pueblo que tanto amaba. Que yo sepa, nadie ha tildado a Hemingway ni de comunista, ni mucho menos de demócrata- cristiano. Hemingway ha sido siempre escritor y su obra es testimonio del mundo que ha vivido.
Además, ser escritor, en puridad de profesión, no es desde luego hacer política. A este respecto no comprendo la apreciación de Eugenia Serrano en un artículo aparecido en Pueblo, artículo de dudoso gusto, titulado “Por quién suenan los whiskys o la lección del americano”. Ya el título era una contradicción mental con el ánimo de polémica que sólo se quedó en eso, en ánimo. Pero la autora, y es lo que importa aquí, afirmaba: “Una, la verdad, le tenía atroz manía. Desde que leyó versión íntegra fielmente traducida al francés de Por quién doblan las campanas”.
Ignoramos que las versiones de esta novela que —usted lector o yo— hemos leído no fuesen fieles al