Republicanas. Luz Sanfeliu Gimeno
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Y, a continuación, se establece en el texto un corto diálogo:
—Corra Ud. D. Nicomedes; corra usted que ya ha salido de cuidado su señora.
—¿Y qué ha soltado? ¿Niño ó niña?
—Un niño, un niño muy hermoso, con su navajita colgada al cuello.81
Los niños parecían nacer vinculados irremediablemente a la «navajita», símbolo inequívoco de su masculinidad. Ser hombre suponía que era necesario ostentar y practicar formas de valor y violencia que daban prestigio al individuo dentro de la comunidad. Los sujetos más desfavorecidos parecían obtener un cierto reconocimiento social demostrando que eran valientes y capaces de amedrentar e imponerse por la fuerza sobre los demás.
Como decía el periodista Escuder, la vida para los pobres era dura, los obreros vivían en condiciones de habitabilidad precarias, en casas insalubres y oscuras, «amontonados en cuchitriles, revueltos los sexos, sin abrigos, incómodos», y, en este estado de penuria, añadía: «la embriaguez suele ser su única diversión».82 Esta precariedad en las condiciones de vida de los más necesitados con frecuencia suponía que la embriaguez y las peleas entre hombres iban unidas; y aunque estas expresiones de la masculinidad estaban para los blasquistas relacionadas con sus deficientes condiciones materiales, desde su punto de vista, eran intolerables y anacrónicas, responsabilidad de las autoridades que no hacían nada para solucionarlas. Parte del problema era que los gobernantes no se preocupaban tampoco de elevar el nivel cultural de los hombres que vivían en el atraso y en la subordinación, manteniendo hábitos de conducta y formas de pensamiento antiguos y bárbaros. La continuidad del sistema político de la Restauración no se manifestaba sólo en prácticas de poder político caciquiles, arbitrarias y antidemocráticas, sino en la extensión y perpetuación de toda una tradición cultural que suponía, también, unos usos cotidianos que extendían las prácticas políticas hasta las conductas personales.
Además, los agentes de la autoridad, aplicando unas fórmulas políticas, también irracionales, arbitrarias e injustas, continuamente dejaban tranquilos a los «chulos» y violentos con los que, incluso, compartían ciertas conductas y determinados ambientes. Como era frecuente leer en el periódico El Pueblo:
Ni en África ocurren actos de barbarismo como en Valencia [...] Desde que el productivo oficio de matón es respetado por los agentes de la autoridad y protegido por las personas influyentes, la seguridad pública en esta ciudad es un mito.83
En cualquier caso, los republicanos incidían en las conductas violentas que enfrentaban a los hombres para solucionar los conflictos. Así, incluso cuando las actividades violentas tenían lugar entre los propios republicanos, admitían que la violencia entre los iguales no era la solución.
La solución a los problemas de la violencia, de las peleas, incluso de la embriaguez, no era el tolerarlos amparándose en la propia arbitrariedad y complicidad de las autoridades, ni tampoco dictar órdenes para reprimirlos. Como se puede leer entre líneas en el artículo anterior y se afirma con rotundidad en otro artículo titulado «La moral conservadora», las soluciones a esos problemas se relacionaban con otra noción de las relaciones entre hombres, una noción que tuvieran como base determinados ideales, como la fraternidad y los razonamientos, que debían desterrar las pasiones y el instinto como métodos antiguos en los que se basaban las relaciones humanas.
En el artículo titulado «Pueblos bárbaros», las palabras del propio Blasco Ibáñez lo expresan del siguiente modo:
No hay en el mundo gente más valiente que nosotros –se dicen–; al enemigo que cae lo escabechamos; la matanza o el incendio son nuestros medios de convicción; nuestra ley la del más fuerte; nuestra diversión, ver correr la sangre. Vivimos aislados de la civilización que es el afeminamiento; seamos fieles al taparrabos y al rompecabezas; símbolo del valor.84
Para cambiar la sociedad había que iniciar un proceso de culturización, de civilización, o de «afeminamiento», como lo hubieran llamado los «valientes» de entonces, un proceso que consistió en que los hombres más desfavorecidos, los trabajadores que disponían tan sólo del tiempo de ocio para instruirse y participar en otro tipo de prácticas culturales y políticas, debían racionalizar y encauzar su tiempo libre y sus diversiones. Debían, por tanto, transformar en claves lógicas y razonables, tendentes a un fin preciso, los parámetros que regían sus pautas relacionadas con las diversiones para hacerlas social y políticamente útiles.
Por todo ello, la resignificación que el blasquismo pretendía hacer de la identidad masculina asociaba reiteradamente el embrutecimiento del pueblo con el aprovechamiento que las ideologías reaccionarias hacían de la brutalidad y la incultura de los hombres. Un pueblo culto y progresista debía utilizar de una forma más adecuada su tiempo libre, ya que determinadas diversiones, además de ser bárbaras y atrasadas, aletargaban a la masa e impedían a los individuos preocuparse por los problemas que tenía la nación.
En este sentido, también, las corridas de toros fue otro de los temas favoritos que utilizaron los republicanos para relacionar, ocio masculino, violencia, incultura y política.85
Para los republicanos valencianos el problema era que desde la política nacional se favorecía la incoherencia de estos comportamientos y no se promovían otro tipo de distracciones relacionadas con la educación o la cultura del pueblo.
Como decía otro articulista del periódico; «No me gustan las corridas de toros. Pero, ¿y las carreras de caballos, el boxeo, los cabarets? Hagamos una campaña culta contra todo esto».86
Desde el punto de vista de los blasquistas, un caudal inmenso de energías masculinas que debían destinarse a hacer frente a la incultura y al atraso nacional se «distraían» en diversiones ilusorias y anacrónicas, y los políticos no prestaban atención a la instrucción y al fomento de la capacidad intelectual del pueblo, que en este caso, eran en realidad los hombres. La ley del más fuerte, las peleas entre hombres, el valor torero y sanguinario, debían dejar de ser símbolos del valor masculino. Las prácticas embrutecedoras del juego, la embriaguez, los toros o el uso de la violencia personal mantenían la ilusión entre los hombres, sobre todo entre los de clases populares, de que podían «ser alguien» e imponerse sobre los demás; o las distracciones «bárbaras» podían ayudarles a evadirse momentáneamente de la miseria y de la mediocridad en que vivían. Como los propios hombres, la nación debía dejar atrás sus propios mitos e implicarse en la «verdadera» civilización. La «civilización», relacionada con una nueva autopercepción de los sujetos, suponía que los hombres se hacían conscientes de que las transformaciones sociales y la mejora de sus condiciones de vida dependían también de ellos mismos, de su propia capacidad de instruirse y comprometerse políticamente, aplicando su tiempo de ocio en tareas útiles que realmente reportasen algún beneficio a la colectividad.
En este sentido, la educación, el pensamiento, la racionalidad, el compromiso social y las actuaciones políticas debían ser los nuevos símbolos de la masculinidad. El valor viril era saber enfrentarse políticamente a quienes pretendían mantener a los más desfavorecidos en el atraso cultural y en la subordinación. El nuevo valor masculino