Republicanas. Luz Sanfeliu Gimeno
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A principios de los años setenta del siglo XX se formularon las primeras reflexiones en torno a la nueva historia de las mujeres. Los debates sobre temas y metodologías plantearon cuestiones cruciales en torno a la conceptualización del género como categoría de análisis histórico, el concepto de cultura femenina o la definición del feminismo. La historia de las mujeres al hacer patente la invisibilidad femenina en una historia que se reclamaba universal, fue progresivamente consciente de la subjetividad de un relato protagonizado por sujetos masculinos y cuyas fuentes estaban escritas mayoritariamente por hombres. Al incidir en el carácter androcéntrico y mediatizado de los testimonios históricos, esta nueva historia trastocó también los territorios considerados relevantes para la disciplina, aportando otras «visiones» de las experiencias humanas relacionadas con las relaciones familiares, la vida privada, las actitudes respecto a los sentimientos, el cuerpo, la sexualidad, etc.
De la fecundidad de los debates y producciones de la historia de las mujeres dan cuenta reflexiones entre las que podemos citar los trabajos de G. Bock, A. Farge, K. Ofen, M. Nash,4 así como también los de A. Aguado, K. Canning, J. W. Scott, M. Palazzi, C. Borderias, M. Bolufer i Peruga,5 etc. Pero además de la incorporación de nuevas áreas temáticas a la historia, la principal aportación de esta nueva historia de las mujeres ha consistido, sobre todo, en hacer visible el protagonismo de las mujeres en la disciplina6 y en enfocar las relaciones entre los sexos como relaciones sociales, cultural y socialmente construidas y, por tanto, históricamente variables.7
Como afirma Scott,8 la historia de las mujeres no trata sobre un colectivo particular. Las «informaciones» sobre las mujeres son necesariamente informaciones sobre los hombres ya que un sexo implica al otro. Puesto que el estudio del género se refiere a «construcciones culturales» –es decir, a la creación social de los roles apropiados para los sexos en una sociedad determinada y en un momento histórico preciso–, su análisis pone de manifiesto un complejo sistema de relaciones que, además del contexto, debe tener en consideración variables como la clase social, la edad, la pertenencia a determinados grupos que suscriben diferentes ideologías, así como también las representaciones simbólicas que, a través del género, enuncian las normas de las relaciones sociales, hasta construir y legitimar de un modo determinado el significado de la experiencia y el lugar que los sujetos deben ocupar en el sistema de clasificación social.9
Así, la masculinidad y la feminidad, y los papeles sociales que se atribuyen a los géneros se revelan como categorías que se recrean y se negocian continuamente dando lugar a transformaciones en las que tanto los hombres como las mujeres intervienen. La subordinación femenina, lejos de ser una confrontación reduccionista y lineal, es susceptible de ser analizada como dependencias recíprocas, ambiguas y complementarias entre los géneros. Al entender que los protagonistas de la historia son seres sexuados, esta corriente historiográfica no sólo trata de recuperar la presencia de las mujeres en la disciplina, sino que además enfoca las identidades de género como resultado de tramas complejas y conflictivas que forman parte también de las construcciones culturales.
Desde esta perspectiva, la historia del género comenzó a compartir territorios y «preocupaciones» teóricas con la llamada «nueva historia sociocultural» o «historia de las representaciones». Trabajos como los de R. Chartier, P. Burke10 y el debate entre G. Spiegel, L. Stone y otros historiadores11 pusieron de manifiesto concepciones más complejas de las relaciones entre realidad y ficción, entre el texto y el contexto o entre discurso y prácticas sociales.12
Tras el debate crítico del posmodernismo y de las aportaciones teóricas del llamado giro lingüístico,13 la disciplina histórica ha tenido que aceptar que no es posible recuperar significados «auténticos» de los textos del pasado, pues los discursos históricos se muestran en cualquier caso mediatizados por el lenguaje. La semiótica, al comprender el lenguaje no como reflejo del mundo sino como constitutivo de ese mismo mundo, desde hace unas décadas, ha ido enfrentando a la historia con la exploración de las posibilidades que supone trabajar a través del lenguaje sobre un objeto; las experiencias del pasado en las que se alojan permanentemente significaciones inestables. Ello ha forzado a los historiadores a plantear las relaciones que se establecen entre los diversos elementos recursivos que componen la interpretación y a interrogarse sobre la naturaleza misma de su objeto de conocimiento.
Entre las reflexiones más interesantes del citado debate historiográfico, que aborda la relación de historia y lenguaje, cabe considerar la de Spiegel14 o teoría del terreno intermedio. Esta propuesta defiende trabajar sobre los vestigios del pasado desde la conciencia crítica de la materialidad del lenguaje, resaltando el carácter abierto e inestable de los significados sociales y buscando nuevas reformulaciones desde dentro de la propia historia entre dos posiciones extremas: una concepción pasiva del lenguaje como reflejo de una realidad preexistente y una concepción donde el lenguaje, al conformar y modelar la sociedad, convertiría a los sujetos en inertes, a expensas de la sobredimensión de los discursos.
También la historia postsocial ha añadido nuevos enfoques al debate sobre el lenguaje. Compartiendo con la nueva historia sociocultural que la realidad social es siempre incorporada a la conciencia de los sujetos a través de su conceptualización, la historia postsocial concede una importancia primordial a la formación histórica de los conceptos. Por ello, distingue entre la noción convencional de lenguaje como medio de comunicación y la noción de lenguaje como patrón de significados. El lenguaje es entendido como una forma global de comprensión que, además de transmitir significados, los crea activamente. Desde esta perspectiva la experiencia del mundo es el efecto de una articulación y, por consiguiente, los individuos no sólo experimentan sus condiciones sociales de existencia, sino que más bien las construyen significativamente.15
La confluencia entre la nueva historia cultural surgida de los cuestionamientos que la semiótica planteaba a la historia y la historia de las mujeres, se ha ido haciendo posible en base a la atención que desde sus orígenes prestó la historia de las mujeres a las representaciones. Las imágenes relacionadas con «lo femenino», objeto permanente de los discursos masculinos, aspiraban a materializar y regular las conductas de las mujeres y a connotar sus experiencias. Las prácticas de vida, la cotidianidad, las esferas pública y privada prescritas para los géneros, no podían ser comprendidas al margen de los valores y referentes ideológicos hegemónicos definidos a través de los discursos, con el propósito de potenciar la sumisión femenina. De este modo, las interrelaciones entre las prácticas o experiencias de vida de las mujeres y las representaciones ideológicas de que eran objeto, ponían de manifiesto y situaban las relaciones entre los géneros en el terreno de lo cultural. Es decir, situaban las identidades atribuidas a hombres y mujeres en un sistema construido, como afirma Burke,16 por artefactos y actuaciones que socialmente definirían actitudes, significados o valores expresados, en los que los individuos o grupos se «situarían» en la «realidad» gozando, sin embargo, de espacios desde los que contractuar y subvertir en el marco de las estructuras sociales y culturales de su época.