Postmodernismo y metaficción historiográfica. (2ª ed.). Santiago Juan Navarro
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En el capítulo 35 (“Duerme el Señor”), un sueño del monarca permite caracterizar con más detalle la naturaleza totalizadora y opresiva del palacio-necrópolis, y lo hace a través de una de las complejas estructuras especulares que pueblan Terra Nostra. Tras ingerir un narcótico, el Señor cae en un profundo sopor. En su sueño, se ve a sí mismo dentro de un paisaje fantástico, transposición onírica de la geografía donde se levanta El Escorial. Acosado por “águilas y azores”, busca desesperadamente una salida a una realidad que se presenta como laberíntica y carcelaria: “el valle era una prisión al aire libre, un solo vasto y profundo calabozo de escarpados muros”.37 En su pesadilla, el monarca se sueña escindido en tres hombres diferentes. Al aproximarse al primero, ve reflejados en cada uno de sus ojos (o “ventanas”) escenas de muerte y destrucción que ocurrieron en su adolescencia. En el rostro del tercero se reconoce a sí mismo en un viejo tendido al sol y en proceso de descomposición. Reintegrado a su yo original, como el actual Señor atormentado por la pesadilla, finaliza su sueño con una nueva visión de un universo carcelario, dominado por la esterilidad: “Alta cárcel, helado sol, carne de cera, carnicería, el soñador sollozó: ¿dónde, mis hijos; a quién heredar lo que yo heredé?” (TN 145).
La pesadilla del Señor sintetiza los dos tipos básicos de mise en abyme discutidos por Dällenbach (1989): la mise en abyme del enunciado y de la enunciación. Se trata de una mise en abyme del enunciado, por cuanto resume acontecimientos presentados anteriormente (adolescencia del Señor y matanza del alcázar) y adelanta otros que tendrán lugar después (muerte y descomposición del monarca y ulterior metamorfosis en lobo). Pero también es una mise en abyme de la enunciación, ya que el pasaje refleja aspectos de la producción y recepción del texto. El sueño nos presenta al creador megalómano atrapado en el laberinto de su propia creación: una obra monumental, pero estéril, en la que solo tienen cabida el miedo, la violencia, y la degradación. Igualmente, el Señor se revela también en este pasaje como lector que fracasa en su intento de producir significado. Incluso su propia realidad monolítica se resiste a sus interpretaciones unívocas. Como ocurre en numerosos momentos de la novela, sus intentos de establecer conexiones entre los múltiples acontecimientos fracasan en última instancia, provocándole ansiedad y desconcierto.
A la esterilidad del poder representada en la pesadilla del Señor, Fuentes opone la fecundidad de la imaginación, adscrita a la esfera del arte. Esta contraposición tiene su desarrollo desde el comienzo de “El Viejo mundo”. En el capítulo 8 (“Todos mis pecados”), el Señor contempla un tríptico anónimo traído de Orvieto (luego sabremos que se trata de una obra de Fray Julián). Las descripciones del retablo, consistentes en momentos de la vida de Cristo y que se incluyen bajo el epígrafe “El cuadro”, alternan con pasajes en que se comenta la arquitectura del Escorial, y que aparecen bajo el epígrafe “El palacio”. “El cuadro” y “El palacio” se constituyen en una nueva oposición que incorpora, a su vez, una larga serie de binomios: heterodoxia / ortodoxia; antropocentrismo / teocentrismo; hedonismo / ascetismo; afirmación del presente / negación del tiempo; perspectivismo / bidimensionalidad; dinamismo / estatismo; metamorfosis / fijeza; mundo abierto / mundo sellado.38 El cuadro incorpora elementos del programa estético de Fuentes. El palacio, por el contrario, se presenta, de nuevo, como antítesis de aquel.
Muchos de los elementos que aparecen fugazmente presentados aquí adquieren mayor consistencia en otros momentos de la novela. Por ejemplo, la historia del cuadro confirma su condición proteica frente a la fijeza de las formas del palacio. En el capítulo 132 (“Quinta jornada”) Fray Julián disuelve las formas del cuadro con un espejo mágico y estas reaparecen en el Nuevo Mundo sometidas a nuevas combinaciones. El lienzo ahora vacío se llenará de formas diferentes que poco a poco irán concretizando una nueva obra, que por la forma en que es descrita sugiere el Jardín de las delicias de El Bosco. Frente a estas múltiples metamorfosis, el palacio se mantiene de principio a fin como “un cuadrilátero de granito”, “una fortaleza”, “un probo castillo con ángulos de bastión”, “implacablemente austero”, “tallado como una sola pieza de granito gris” (TN 99).
De todos los rasgos que enfrentan estas dos obras, el más significativo, quizás, se refiere a la cadena comunicativa que establecen o niegan. La ambigüedad del cuadro, como la que Fuentes persigue en Terra Nostra, fuerza al receptor a participar activamente en la producción del significado. El espectador, como el lector, se convierte en protagonista activo de la obra de arte. Esta relación entre obra y receptor se dramatiza en el juego de miradas que se establece entre los contempladores del cuadro (el Señor, la Señora y Guzmán) y los personajes representados en el mismo (un Cristo humanizado que mira a un grupo de hombres desnudos de espaldas al espectador). La complejidad del esquema direccional de estas miradas, en la que el perceptor es percibido, culmina con la ruptura final de los marcos estructurales entre la obra de arte y la realidad exterior: “el cuadro lo mira a él” (TN 96). El efecto de esta aparente inversión de los papeles en el acto de la percepción lo toma Fuentes de Las meninas. Frente a la obra de Velázquez, “we are free to see the painting, and by extension the world, in multiple ways, not in one dogmatic, orthodox way. And we are aware that the painting and the painter are watching us” (BM 181).39
El palacio, en cambio, niega toda participación al contemplador.40 Como El Escorial en la descripción de Ortega y Gasset, es la obra herméticamente sellada que se cierra sobre sí misma, despreciando todo lo que le es ajeno (1987: 356).41 Se trata de una obra hecha a la medida del Señor, donde el monarca, aterrorizado ante la idea del cambio, pretende aprisionar la realidad bajo su autoridad (TN 325).42 Es esta misma voluntad de poder, este enfebrecido deseo de control, lo que le mueve a consignar su mundo por escrito. El acto de escribir se presenta, así, como una actividad necesaria para que algo cobre vida. “Escribe”, le ordena el Señor a Guzmán, “nada existe realmente si no es consignado al papel, las piedras mismas de este palacio humo son mientras no se escriba su historia” (TN 111). La construcción del Escorial y la escritura de la historia que promueve el Señor responden, por lo tanto, a un mismo impulso. Ambas son para él formas de dominar la realidad y reducirla a su esfera de poder.43
El Señor finalmente fracasa en lo substancial. Su papel como guardián del texto único es socavado por las consecuencias democratizadoras que se derivaron de la introducción de la imprenta en España.44 Su intento de encerrar la realidad dentro de los limitados confines de su palacio choca con una realidad fragmentaria que se resiste a su proyecto totalizador. En una de las imágenes finales que la novela presenta de este personaje se subraya su incompetencia como lector de una realidad proteica: “La historia era un gigantesco rompecabezas; entre las manos transparentes del Señor, solo había dejado unas cuantas piezas quebradas” (TN 714).
La reflexión metahistórica en “El viejo mundo” gira en torno al fracaso de esta visión escurialense del devenir. El Señor aplica a su visión de la historia los mismos parámetros estéticos que usara en su construcción del Escorial: las visiones unívocas de la realidad, la ortodoxia intolerante, la monumentalidad opresiva, la frialdad de las formas y el dogmatismo de los contenidos. Si a nivel estético, su proyecto se convierte en un monumento a la muerte y, por tanto, niega la función del