Proceso a la estética. Armando Plebe
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Entre tales desafíos, por cierto, no es el menor el que deriva de la pérdida de funcionalidad del concepto mismo de arte, un término que, como el propio Plebe viene a reconocer, hace ya tiempo que ha dejado de ser útil para conferir unidad a ese conjunto de problemas que involucran cosas tan dispares como una catedral gótica, un cuadro de Mantegna, un cuarteto de Schubert, una canción popular, una construcción de Tatlin, un poema dadaísta, una novela de Kafka, una película de John Ford o incluso las bodas de un audaz escultor con una célebre actriz porno.
Plebe asume como punto de partida la crisis de la estética sistemática, fruto tardío de la crisis general de los sistemas filosóficos, cuyos últimos vestigios importantes fueron los representados por las corrientes neogehelianas de un Croce o un Collingwood. Con el idealismo, durante las primeras décadas de nuestro siglo, caerían también las estrategias subjetivistas al estilo de las aparecidas en el contexto de la teoría de la Einfühlung, cuyos fundamentos habían quedado ya por debajo del nivel de conciencia históricamente alcanzado por la filosofía contemporánea. Otro flanco crítico derivaría del renovado interés teorético por el problema del lenguaje y por los procesos de significación en general: desde la estilística de Vossler hasta la semiótica conductista de Morris, pasando por la semántica de Ogden y Richards, y por la teoría de las formas simbólicas de Cassirer. Un tercer flanco fue el que abrió el pragmatismo de Dewey, ese «hombre auténticamente libre» (como le calificase Adorno) cuyo esfuerzo por vincular el arte a la experiencia humana no podía sino conducir más allá de los límites de la tradición estética.
Y tras la crisis, el proceso: Plebe lo ubica sobre todo en el contexto anglosajón, en lo que atañe al lado empírico y semántico, y en el italiano, en cuanto a la tradición especulativa inaugurada por Croce y proseguida incluso por alguno de sus críticos. Con un examen escasamente piadoso (tal vez sea éste el punto en que el autor se muestra menos objetivo) de las corrientes dominantes de la estética hacia mediados de siglo –la fenomenología, las corrientes positivistas, el marxismo y el existencialismo, en cuyo marco ubica a Heidegger–, Plebe nos sitúa ante la que habrá de ser su propia propuesta: la de una estética filosófica crítica de la tradición, y orientada, sin embargo, hacia una suerte de metafísica débil entre el historicismo y el vitalismo (una determinación ciertamente espinosa, aunque no desdeñable), en convivencia con una pluralidad de estéticas particulares –poéticas– de las que extraer materiales para la reflexión.
En cualquier caso, lo que Plebe consigue ofrecernos es un ágil repaso de algunas de las corrientes que con mayor énfasis, aunque con diferente suerte, se han venido ocupando principalmente del problema institucional de la estética, de su lugar, su función y su sentido en el contexto del pensamiento contemporáneo. Será tarea del lector establecer no sólo en qué medida Plebe hace verdadera justicia a las concepciones que expone (y si son todas las que están o están todas las que son), sino también hasta qué punto resultan convincentes sus propios argumentos alternativos. Pero de lo que no cabe duda es de que este libro puede ayudar a reflexionar acerca del presente y, sobre todo, acerca del previsible porvenir de la estética: esa disciplina de tan complicada inserción en el contexto del saber institucional, esa parte de la filosofía de la que Walter Benjamin llegaría a decir que era la peor en orden a embarcarse en la dudosa aventura de una carrera universitaria. Puede que justamente por eso resulte hoy tan atractiva.
Vicente Jarque
Valencia, marzo de 1993
Proceso a la estética
PRIMERA PARTE
La crisis de la estética
I.
La crisis de la estética sistemática
1.El ocaso de la estética psicológica alemana
Hace aproximadamente ochenta años, en 1906, cuando estaba de moda en Alemania la doctrina estética de la empatía (Einfühlung), que creía haber hallado al fin la clave passe-partout para resolver todo problema estético, aparecía aquel libro de indudable genialidad que fue la Ästhetik und allgemeine Kunstwissenschaft, de Max Dessoir. Eran años de fermentación; Johannes Volkelt, gran representante de la doctrina de la empatía, había publicado el año anterior el imponente primer volumen de su System der Ästhetik, 600 densas páginas; y justo al mismo tiempo co-menzaba la teoría croceana a aflorar en el mundo germánico a través de la primera traducción alemana de la Estética (que es precisamente de 1905) y de la obra de Vossler. En aquel fervor de estudios estéticos aparecía Dessoir afirmando un principio de cuya gravedad acaso él mismo no se daba cuenta del todo, pero que estaba destinado a alimentar una crítica cada vez más radical no sólo contra la estética de la empatía, sino contra la estética filosófica en general. «Las metáforas con las que trabajan los teóricos de la estética –decía– no son la expresión genuina de un proceder científico, sino tan sólo su armazón lingüística».1 De hecho, la culpa que Dessoir reprochaba aquí a los teóricos de la empatía era de un más amplio alcance: ¿Cuántas presuntas soluciones definitivas del problema estético no reposaban justamente en este trueque de una terminología verbal por una peculiaridad metafísica? ¿Cuántos sistemas de estética no debían su fortuna justamente a haber conferido una consistencia científica y metafísica a una pura expresión terminológica? Éste era el peligro, que Dessoir denunciaba, de las alles erklärende Formeln, de las fórmulas explica-todo que amenazaban con sobrevolar la concreción de los problemas en la ilusión de que el único y verdadero cometido de la estética sería el de encontrar la fórmula.
Una de estas célebres fórmulas, la de la empatía, se hallaba por entonces en la cima de su florecimiento; otra, la croceana del arte-intuición, iba afirmándose rápidamente. El problema que entonces se planteaba con urgencia era éste: ¿puede una doctrina filosófica tener derecho a introducir propiamente una fórmula-clave para explicar fenómenos tan concretos y circunstanciados como son los del arte? No debe asombrarnos que fuese Alemania el lugar donde surgía esta cuestión fundamental; Alemania y Austria tenían a este propósito casi una tradición de crítica y de escepticismo frente a la estética; Grillparzer y Hebbel se habían divertido componiendo epigramas de escarnio contra los filósofos del arte y, antes aún, el propio Goethe no se había ahorrado su sarcasmo contra ellos.2 Pero lo más interesante es que, en Alemania, ni los mismos teóricos de la empatía habían permanecido indiferentes a esta skepsis.
Si queremos cerciorarnos del aflorar de este problema institucional, incluso en los teóricos de las fórmulas, no tenemos más que hojear el primer volumen del System der Ästhetik de Volkelt, del que anteriormente hablaba. Su segundo capítulo se titula precisamente «Posibilidad de la estética como ciencia», y es una defensa de la posibilidad de una estética filo-sófica; defensa que no sólo presupone la existencia de una crítica vigorosa, sino que refleja la propia perplejidad de su autor. «Desde muchos flancos –reconoce– se confronta la estética con una cierta antipatía (Ungunst). Y para el teórico de la estética resulta particularmente desagradable el hecho de que sean precisamente los creadores de lo bello, los artistas, los que tan a menudo se enfrentan a su ciencia sin comprensión, cuando no directamente con desprecio o con escarnio».3 Admitido esto, Volkelt reducía la cuestión a un problema más restringido, para poder