Comunidad e identidad en el mundo ibérico. AAVV
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No tengo conclusiones que ofrecer, sino sólo un par de observaciones finales y un breve epílogo. La primera observación tiene que ver con la cuestión del impacto de la diferencia de género sobre la escritura autobiográfica moderna, algo planteado por la comparación de los textos de esta pareja tan extraña. Esta diferencia ha sido reducida a menudo a un contraste entre los muchos modelos de que los hombres disponían cuando escribían sobre sí mismos, y el único guión asignado a las mujeres. Se ha teorizado mucho sobre esta distinción. Antes se creía que la escritura autobiográfica efectuó una especie de bifurcación, dotando a los hombres con un grado impresionante de autonomía y capacidad de auto-expresión, mientras que obligaba a las mujeres a ocupar un espacio textual rígido y reducido en el que estaban sometidas a una supervisión constante por parte de sus confesores y otros superiores masculinos. Algunos trabajos recientes nos han llevado a repensar esta dicotomía, invitándonos a concebir el espacio autobiográfico femenino como algo más amplio y que permitía más autonomía y libertad de movimiento de lo que suponíamos antes.
La vida de Luisa de Carvajal –y cuando digo esto me refiero tanto a sus textos personales como a su andadura vital– rompió decididamente con casi todas estas limitaciones. Empleó los muchos recursos que tenía a su disposición, no sólo socio-económicos, sino también otros más intangibles, como la fuerza de su personalidad –además de su habilidad estratégica para compatibilizar sus propósitos con los de sus llamados protectores– para forjar una trayectoria espiritual absolutamente singular, con poquísimos (¿ningunos?) paralelos contemporáneos.
¿Pero qué pasa si resulta que a Carvajal no le faltó compañía en su viaje textual? He aquí la segunda observación final. Hasta este punto he puesto todo el énfasis en el carácter distintivo de la trayectoria de Nicolás. Mientras hacía eso he llamado la atención a los contrastes con el caso de Carvajal, a quien he presentado también como un individuo notablemente único. Ahora quisiera dar un paso hacia atrás, para sugerir que a pesar de la incontestable singularidad de cada uno/a, ninguno/a de los dos se encontraba solo/a ni en sus andanzas entre norte y sur, ni en el hecho de que conocemos sus vidas gracias a su escritura en primera persona. Esta carretera aguantaba bastante más tráfico, y de nuevo conocemos esto mejor gracias a la aportación de los testimonios autobiográficos. En la confesionalmente desunida Europa de la época moderna, muchísima gente se trasladaba de un lugar a otro por razones de fe. En el caso de la historia inglesa, los dos ejemplos clásicos son, en primer lugar, los exiliados «marianos» (es decir, los protestantes que se refugiaron en el continente durante el reinado de María Tudor), y sus contrincantes católicos a partir de los años 1560, cuando Isabel I consolidó el anglicanismo como religión oficial. La contrapartida de extranjeros que llegaron a Inglaterra intentando escapar a la persecución son precisamente individuos como Nicolás, además de personajes mucho más famosos, como el protestante italiano del siglo XVI Pietro Martire Vermigli, o el irenista checo Jan Amos Comenius en el XVII.
Se ha prestado poca atención a las corrientes ibéricas dentro de este río más grande. Pero encontramos aquí a unos cuantos sujetos fascinantes que merecen ser estudiados con más detenimiento. Acaso el mejor conocido de entre ellos, y el antecedente más directo de Nicolás, es el calvinista sevillano Antonio del Corro, que acabó en Londres después de escribir una carta detallada a Felipe II explicando las razones por las que se hizo protestante, carta que después sacó como un librito en francés en 1567. Existe además el ejemplo de Adrián Saravia, protestante español nacido en Flandes y exiliado en Inglaterra, que también como Nicolás buscó y obtuvo la protección y el mecenazgo del obispo de Londres, después de arraigarse definitivamente allí en los 1580. El historiador del arte Felipe Pereda ha llamado la atención recientemente sobre el exagustino de Burgos Rafael Carrascón, que en los años 1620 se refugió en Inglaterra, donde escribió un tratado en español en el que denunció como idolatría el culto de las imágenes que había dejado atrás en España. Finalmente existe también un tal Jaime Salgado, otro hombre misterioso que, como Nicolás, había sido fraile y que publicó un folleto autobiográfico en Inglaterra en 1681, Confesión de fe, que incluye un relato tenebroso de su estancia en Extremadura como preso de la Inquisición. Y si puedo añadir un toque norteamericano a este Anglo-Spanish Match, sólo los misterios de la fortuna pueden explicar cómo y por qué un ejemplar de su texto acabó en la biblioteca particular de Benjamin Franklin.
Existían naturalmente desplazamientos en la otra dirección. En una carta fechada en 1608 Luisa de Carvajal menciona su éxito en llevar al catolicismo a un predicador calvinista, que acabó sus días en España como monje benedictino. También convirtió a un carpintero puritano, que se mudó después a Valladolid. Estos son sólo dos entre los numerosos ejemplos de personajes británicos (y sobre todo irlandeses) que a partir del siglo XVI emigraron hacia el Sur en búsqueda de una libertad de culto que les era negada en su país.
Finalmente uno no debería perder de vista a esos individuos que acabaron viajando en ambas direcciones. Aquí encontramos a alguna gente auténticamente pintoresca. Destacaron entre ellos un puñado (o más) de renegados arrepentidos, cuya experiencia representaba un tipo de equivalente atlántico a los tan frecuentes cambios de lealtad religiosa entre cristianos y musulmanes en el Mediterráneo. Un ejemplo bastante famoso es el de Marc Antonio de Dominis, un obispo católico de origen croata que huyó a Inglaterra en 1616. Se hartó pronto del lugar y volvió a Italia, donde se reconcilió con la Iglesia católica, aunque una muy poco convencida Inquisición acabó quemando sus restos postmortem en el Campo dei Fiori en Roma justo después de su muerte en 1624 (aficionados de la literatura jacobea le recordarán como el modelo para el «obispo gordo» que constantemente cambiaba de lado y color en la comedia de Thomas Middleton, A Game at Chess, de 1624). También tenemos al notorio Thomas Gage, miembro de una importante familia católica cuya lealtad Luisa de Carvajal alababa en sus cartas, y que profesó como dominico en Valladolid antes de ser enviado como misionero a México y Guatemala. Finalmente volvió a Inglaterra y abandonó al catolicismo, pero no sin entregar a algunos de sus propios parientes a las autoridades; condenados por traición, fueron ejecutados a principios de los 1640. Gage también escribió un amplio relato autobiográfico de sus desplazamientos, tanto espirituales como geográficos, que fue publicado con el curioso título The English-American, en 1648. Tanto Gage como Nicolás tuvieron un antecedente parcial en el escritor isabelino Thomas Lodge, que viajó a las Azores, Canarias y América del Sur antes de convertirse al catolicismo (acabó estudiando medicina en el Sur de Francia). Otro ejemplo siniestro de agente doble como Gage fue James Wadsworth, que afirmó haber roto con el catolicismo, que había aprendido de niño de su padre Joseph Wadsworth, capellán anglicano (!) de la embajada inglesa de 1605 que se convirtió a la fe romana en ese mismo año. El hijo emuló a su padre, pero al revés; según él, se hizo protestante porque encontraba «absurdas» las imágenes y ermitas milagreras, como el llamado Cristo de Burgos. Él también mostró su fiabilidad delatando su cuota de Recusants (católicos ingleses), que acabaron también en el patíbulo.
Hay tanta ida y vuelta aquí que esto corre el riesgo de convertirse en un juego de ping pong. Espero que me perdonen si pongo fin a este escrito con un breve comentario personal. Cuando redactaba mi tesis doctoral sobre la Barcelona moderna en 1980-1981, tenía tres libros sobre la mesa: The Revolt of the Catalans de John Elliott (1963), el primer volumen de La Catalogne dans l’Espagne moderne de Pierre Vilar (1962), y The Kingdom of Valencia in the Seventeenth Century de James Casey (1979). Las tres obras tenían mucho en común, más allá del tiempo y el espacio del que trataban. Tal vez la característica más singular que compartían era que, a pesar de ser las tres tesis doctorales, se encontraban entre los ejemplos más conseguidos que yo había visto de historia total, una etiqueta muy en el aire en aquellos tiempos. Descubrí enseguida que cada uno de estos libros tenía su propio modo de entender qué significaba la historia total. El libro de John Elliott planteaba un amplísimo