Figuraciones contemporáneas de lo absoluto. AAVV

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Figuraciones contemporáneas de lo absoluto - AAVV Oberta

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en que la acción, la figura de su realidad, no sea sino aquello que esa conciencia sabe. Pero, entonces, la autoconciencia se convierte por la acción en culpa, pues la culpa es su obrar, el obrar de la autoconciencia, y el obrar su esencia más propia. La culpa (Schuld) adquiere también la significación del delito (Verbrechen): «La acción ética lleva en ella siempre el momento del delito» (Ph.G. 254/18-19; 276). La autoconciencia, al obrar, deviene culpable y criminal. Si estamos en la inmediatez natural, obrar es siempre infringir, es siempre escindir. La acción sabe, pues, más que el autor en tanto que el hecho consumado es la oposición superada del sí-mismo que sabe y de la realidad que se enfrenta a él, es el hecho el que pone en movimiento lo inmóvil, el que invierte el punto de vista de la conciencia y su consumación y el que expresa que aquello que es ético debe ser real, dado que la realidad del fin es el fin del obrar. El obrar es el que expresa cabalmente la unidad de la realidad y su sustancia. Y no se recuerda suficientemente como se merece la afirmación de Hegel según la cual el verdadero ser del hombre es su obrar. Cuando hablamos de la belleza, de dar belleza a la forma de vida, de dar belleza a nuestro obrar, hablamos de dar belleza al verdadero ser que es nuestro obrar. En otras palabras, la actividad o la efectividad del fin es el fin del obrar. Ya tuvimos ocasión de decir que vivimos en una sociedad donde hay mucha actividad y poca acción, ya tuvimos ocasión de decir que falta obrar.[15] Todo se ha puesto perdido de actividades, hay que abrirse paso entre actividades para poder encaminarse, pero ¿dónde está la acción, el obrar del hombre? Porque tiene lugar un auténtico declinar de la sustancia ética y su transición a otra figura. Y dado que la conciencia ética se orienta hacia la ley de un modo esencialmente inmediato, la inmediatez tiene la contradictoria significación de ser la quietud inconsciente de la naturaleza y la inquieta quietud autoconsciente del espíritu.

      Y entonces se produce el paso a Roma porque la tragedia pasa a ser comedia. La esencia absoluta que se refleja a sí, precisamente aquella necesidad del destino vacío, no es otra cosa que el yo de la autoconciencia: el hombre descubre que está él mismo tras la máscara. Y nace el Estado de Derecho como momento que corresponde históricamente al Imperio romano y a su decadencia, al estoicismo y al derecho. Cabe decir, por tanto, que el derecho no agota la verdad de la ética. Apunta en una dirección adecuada, pero la ética apunta en la dirección de la justicia. El derecho compone bien, pero le faltan jugos. Cabe escuchar tras estas palabras el proceder de algo más que algunas etimologías, y liberar sentidos. Porque derecho tiene que ver con atrezzo, con aderezo. El derecho es también la capacidad de componer, como se compone una receta, como se compone una sociedad, como se compone una casa. Eso es también el derecho, atrezzo, capacidad de adiestrar y de ordenar. Pero justicia tiene que ver con ius, con jugo, con jugo. Cuando alguien adereza sin jugo, la cosa queda un poco acartonada. El derecho precisa del jugo de la justicia. Y en esa dirección apunta la ética: no sólo en la consumación del derecho, sino también en la justicia por venir. El derecho de la persona no se vincula a una existencia más rica ni más poderosa del individuo, ni tampoco a un espíritu vivo universal, sino más bien al puro uno de la realidad abstracta, a ese uno como autoconciencia en general. Derecho y derecho de propiedad son, para Hegel, expresiones idénticas.

      Estamos por ello aún en los espacios del reparto, pero no de la distribución. La idea de distribución incluye una noción de justicia toda vez que tiene en cuenta una singularidad, la singularidad de una situación. ¿Es que es lo mismo repartir que distribuir? ¿Es lo mismo tomar parte que formar parte de lo común? Porque la noción de comunidad, que es la base de toda la comunicación, que está en el corazón de la fraternidad hegeliana, va en la dirección de formar parte de algo, no de tomar parte en ello. Y con esto, dado que el derecho como derecho de propiedad en Hegel no agota la dimensión de la justicia, nos encontramos con instituciones políticas que, en Roma, todavía se concentraban en una persona, en donde no había aún cohesión moral, en donde la voluntad del emperador estaba por encima de todo y la igualdad bajo ella. Y hemos de recordar al respecto algo bien importante. No se trata de sustituir sin más la voluntad del emperador por la voluntad del pueblo. No se agota ahí aquello a lo que Hegel apunta. Todo consiste en que ese lugar no esté ocupado por una voluntad. Esto nos llama en la dirección de una comunidad que va mucho más allá de la forma bajo la que nosotros mismos nos hemos configurado. Y entonces ya no vale decir que Hegel tiene una idea impositiva. Se trata de ver, más bien, hasta qué punto no somos sino nosotros quienes la hacemos realidad, toda vez que hay caminos que en Hegel apuntan en la dirección de una comunidad en donde cabe ser singular en el seno de lo común, en el seno de una comunidad que aún, tal vez, está por venir: la comunidad de los seres libres, diversos, razonables.

      En todo caso, si nosotros estamos en este singular que sólo es verdadero como pluralidad universal de la singularidad, y si separado de ésta el sí-mismo solitario es de hecho el sí-mismo irreal carente de fuerza, ocurre que el señor del mundo tiene la conciencia real de lo que es, de la potencia universal de la realidad en la violencia destructora que ejerce contra el sí-mismo de sus súbditos enfrentados a él. Ocurre que esta validez universal de la autoconciencia es la realidad para ella extraña, que esta validez es la realidad universal del sí-mismo. Pero ocurre también de un modo inmediato la inversión, la pérdida de su esencia. Por tanto, cada estadio del desarrollo de la libertad tendrá su propio derecho. La historia del espíritu es su acción, pues el espíritu no es más que lo que hace y su acción es, en cuanto espíritu, hacerse objeto de su conciencia, aprehenderse a sí mismo explicitándose. Es la superación de la eticidad natural hacia la unidad absoluta, es decir, hacia la vida política de un pueblo.

      El pueblo, esta expresión tan manipulada, tan pisoteada, tan esgrimida como bandera para hacer valer la diferencia, esgrimida para no reconocer lo común, usurpada por quienes se atribuyen y se apropian el discurso del pueblo, por quienes dicen hablar en nombre del pueblo, es para Hegel el espíritu en su racionalidad sustancial y en su realidad inmediata y, por tanto, el poder absoluto sobre la tierra. Cuando se habla de Declaración Universal de los Derechos Humanos, son los pueblos quienes la firman. Como consecuencia de ello, un Estado tiene frente a otro una independencia soberana. Pero es aquí donde Hegel pasa a ser aún más grande. Señala que así como el individuo no es una persona real sin la relación con las otras personas, así tampoco el Estado es sin la relación con otros Estados (Ph.R. §331, Anm.). Esta necesidad de reconocimiento es clave para Hegel, pero no para los griegos. No lo es para la democracia ateniense, esta forma antigua de dichosa y bella libertad que todavía no ha hecho esta trayectoria de fraternización. No lo es para esa forma en la que se desdoblan, por un lado, lo universal y, por el otro, lo singular. No lo es para los griegos, que obedecen a lo universal porque no hay para ellos un absoluto ser dentro de sí, porque la unidad sustancial de lo finito y lo infinito se tiene ahí sólo como un fundamento misterioso. Si nos detenemos a pensar en esto, veremos que no es suficiente la belleza, que si ésta no va vinculada a la verdad del obrar no es belleza concreta. Veremos que sólo ha de ser bella, en última instancia, la forma de vivir de alguien en su obrar para que así esa belleza sea concretamente la belleza en el ámbito de una comunidad. Veremos que lo que tenemos que lograr de verdad es que nuestra forma de vivir tenga esa belleza a través de nuestro obrar. Y no de nuestro obrar aislado, sino de nuestro obrar fraternal con otros en el seno de la reconciliación, en el seno de una comunidad. Porque sólo así –a decir de Hegel– seremos concretamente seres singulares y libres, es decir, aquellos que viven por mor de la justicia.

      MIEMBROS DE UNA COMUNIDAD

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