Rousseau: música y lenguaje. AAVV
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En un tercer uso, también representa su papel la noción de «música imitativa» en la polémica contra la prioridad concedida por Rameau a la armonía. Para Rousseau está claro que «todo el principio de la imitación y del sentimiento está en la melodía», lo que no impide que la armonía contribuya a la mímesis haciendo «más perceptible ese piano-forte que es el alma de la melodía así como del discurso que ella imita».[22]Pero ese discurso, esa «imitación» que la melodía realiza es la de las pasiones que expresa y, a la vez, provoca. Incluso en su decadencia presente, hay que hacer de la música «un lenguaje imitativo y apasionado» y, para ello, hay que «acercarla a la lengua gramatical de la que extrae su primer ser».[23]
Ese tratamiento de la música como signos imitativos nos obliga a matizar el tipo de relación que Rousseau establece entre aquello que imita y lo imitado. No estamos ante la idea platónica de la mímesis (μίμήσις) como pálido reflejo de la verdadera realidad; estamos, como ya dije, ante el significado que establece El sofista de la imitación como creación humana; pero ni en Platón ni en Rousseau proviene de la nada esa crea ción; sólo puede ser manifestación de un hacer esencial del hombre. La teoría de los signos se inserta en una antropología que, como veremos enseguida, le da unidad y sentido. En efecto, si nos preguntamos de qué es signo la melodía, según Rousseau «la respuesta viene por sí misma»: «La melodía, al imitar las inflexiones de la voz, expresa las quejas, los gritos de dolor o de alegría, las amenazas, los gemidos. Todos los signos vocales de las pasiones son de su incumbencia. Imita los acentos de las lenguas y los giros que en cada idioma afectan a determinados movimientos del alma. No sólo imita, sino que habla, y su lenguaje articulado, pero vivo, ardiente, apasionado, posee cien veces más energía que la propia palabra. De ahí nace la fuerza de las imitaciones musicales, de ahí nace el imperio del canto sobre los corazones sensibles»..[24]Reténgase la noción capital de «imperio»; no sólo porque la música, como el lenguaje, esté en relación con los gobiernos, sino por un rasgo que establece un vínculo más profundo entre los signos y el hacer humano. La melodía expresa pasiones pero, sobre todo, habla; y habla un lenguaje cargado de energía y fuerza para conmover, esto es, para movilizar los corazones hacia la acción. La música es signo porque tiene un significado práctico, dicho sea en sentido kantiano. La imitación melódica del sistema de acentos poético ejerce su imperio sobre los corazones y, por eso, significa, esto es, opera, como un signo. El significado consiste no sólo en aquello que expresa, sino también en aquello que efectúa. La imitación en la música es cualquier cosa menos reiteración, o representación pasiva.
Para cerrar el círculo de una semiótica en una antropología, en el texto de Rousseau, ese vínculo del signo con la acción postula la noción de sujeto. Rousseau lo introduce como instancia unificadora de la pluralidad de las pasiones y los significados para reducir al absurdo la tesis de la prioridad de la armonía. Si la composición musical prioriza la armonía, «separa de tal manera el canto de la palabra que ambos lenguajes se combaten»; y ¿por qué es esto absurdo? Porque, entonces, «se quitan mutuamente todo carácter de verdad y no se pueden juntar en un sujeto patético»;[25]el sujeto y la verdad vuelven a estar tan cerca como exige la tradición epistemológica moderna; pero la noción de verdad que se atribuye no sólo al habla, sino a la misma «música imitativa» vuelve a dejar oír el registro de la autenticidad. En todo caso, el «sujeto patético» es la instancia unitaria cuya prioridad convierte en absurda cualquier escisión y, particularmente, la escisión entre el lenguaje y la melodía.
La virtualidad retórica del lenguaje, su capacidad de convencer a quienes escuchan, y de funcionar como dispositivo de comunicación, aunque el grado cero de la transparencia sea una conjetura sobre lo originario, hace posible conectar la teoría de los signos de Rousseau con su teoría política.
¿Cuál es el vínculo originario entre lo sígnico y lo político? Tal vínculo existe desde el momento en que Rousseau puede afirmar que «hay lenguas favorables a la libertad», y caracterizar esa disposición a la libertad por la musicalidad de esas lenguas: «Son lenguas sonoras, prosódicas, armoniosas, cuyo discurso se distingue desde muy lejos».[26]La musicalidad de la lengua –recordémoslo– fundaba su valor persuasivo, su poder de convicción, y así articulaba música y lenguaje. Aunque Rousseau diferenciaba esa capacidad retórica del poder demostrativo meramente racional, distingue ahora, con igual fuerza, la capacidad de persuadir del poder de adoctrinar. «Nuestros predicadores [se refiere a los que hablan lenguas no sonoras ni convincentes] se atormentan, sudan en los templos sin que se sepa nada de lo que han dicho. (...) Entre los antiguos, uno se hacía fácilmente entender por el pueblo en la plaza pública».[27]No es sólo porque la sonoridad de la lengua antigua haga fácil lo que para el que habla una lengua sorda es duro y fatigoso; se trata de la diferencia entre el templo y la plaza pública: en el primero se quiere impartir doctrina; en la segunda se trata de comunicarse y de decidir conjuntamente. La lengua que convence es el instrumento adecuado para la formación de la voluntad general, la soberanía de la que trata el Contrato social. Starobinski ve el vínculo entre lenguaje y política ya trazado en el Discurso de la desigualdad, en el que Rousseau habla del tránsito del «grito de la naturaleza», apropiado en situación de peligro, al lenguaje de la comunicación «en el curso ordinario de la vida», de este modo: «Se marca aquí todo lo posible el contraste entre un prelenguaje pasivo y pasional (el grito arrancado) y una palabra perfeccionada que manifiesta su poder en el acto oratorio, es decir, el acto político por antonomasia (persuadir a hombres reunidos)».[28]En el Ensayo Rousseau sostiene, a mi juicio, una posición más explícitamente política; no menciona el Contrato porque da a la relación de las lenguas con los gobiernos un tratamiento meramente esquemático; pero no tanto como para no llegar a realizar dos afirmaciones de la mayor importancia; la primera, de principios; la segunda, un diagnóstico del que aún nos resulta difícil no darnos por aludidos. El vínculo normativo entre lengua y poder dice: «toda lengua con la que no resulta posible hacerse entender por el pueblo reunido es una lengua servil».[29]La soberanía que funda el contrato exige, por tanto, una lengua «favorable a la libertad», esto es, una lengua sonora y armoniosa, a la vez que comunicativa en condiciones de libertad. De acuerdo con tal imagen normativa, el diagnóstico de la situación presente de la relación entre música, lengua y poder afecta negativamente al sujeto, que hemos señalado como instancia unitaria: «Las sociedades han asumido su forma última: ya no se cambia nada si no es con el cañón y los escudos. (...) No es preciso reunir a nadie para eso: al contrario, hay que tener dispersos a los sujetos; ésa es la primera máxima de la política moderna».[30]La política dispersa a un sujeto de otro, no sólo en sentido empírico; también dispersa en cada uno al sujeto de la pasión del sujeto de la libertad; por eso el esfuerzo teórico de Rousseau ha consistido en articularlos.
La vinculación de la música al ser del sujeto, a la estructura de sus pasiones, se justifica por su naturaleza esencialmente temporal. El dibujo y la pintura suponen el espacio; la música, la sucesión en el tiempo. Por eso, afirma Rousseau: «La pintura está más cerca de la naturaleza y (...) la música depende más del arte humano».[31]Ello hace que la operación mimética de la música sea diferente de la del dibujo; éste representa objetos espaciales, aquélla, la configuración de las vivencias en el tiempo. El dibujo no puede representar lo imperceptible, en tanto que la música puede expresar la soledad y, al hacerlo, nos hace