Rousseau: música y lenguaje. AAVV
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La nueva atención de los pensadores dieciochistas a este problema ha tenido origen, sin duda, en el desarrollo impetuoso del melodrama en toda Europa. Nuevo género nacido a principios del siglo XVII, el melodrama quizá sea algo más que un nuevo género: se trata de una invención destinada a llevar savia nueva al lenguaje musical, al teatro y a la misma poesía. Acaso no sea exagerado afirmar que el nacimiento del melodrama y su desarrollo en la sociedad europea de los siglos XVII y, sobre todo, XVIII,ha representado una verdadera revolución en la historia de la música y de las artes. El problema clave planteado por el melodrama era precisamente la cooperación o, mejor, la fusión de música y poesía en la escena teatral. Pero este fenómeno no podía dejar de suscitar interrogantes fundamentales y cruciales: estos dos lenguajes que en la escala tradicional de las bellas artes se hallaban en los polos opuestos y, en cualquier caso, parecían tan heterogéneos y difícilmente congeniables, ¿cómo podían convivir y fundirse eficaz y productivamente? El primero parecía dirigirse esencialmente a los sentidos y a nuestro aparato emocional; el segundo, esencialmente a nuestra razón y nuestras facultades intelectivas. ¿Puede darse un parentesco y una cooperación entre los dos campos, tradicionalmente extraños si no enemigos? Desde el momento en el que el melodrama iba asumiendo un peso nada irrelevante, por cierto, en la vida y en la sociedad dieciochesca, es fácil de comprender que estos interrogantes, exquisitamente filosóficos y estéticos, ocuparan un lugar central en las reflexiones de los teóricos de la Edad de las Luces, debido a sus vastas implicaciones.
En el curso del siglo XVIII se pueden identificar dos corrientes en lo que respecta al pensamiento musical: por una parte, están quienes se preocupan por fundar y salvar la autonomía y la autosuficiencia del lenguaje musical, con Jean Philippe Rameau a la cabeza; este discurso crecerá y hallará terreno fértil en el Romanticismo. Por la otra, en cambio, quienes se preocupan por encontrar una nueva lógica que permita fundar sobre nuevas bases la coexistencia entre lenguaje musical y lenguaje verbal. Parecen dos caminos distintos e incluso divergentes, pero representan vías que se integrarán la una con la otra en el siglo siguiente, y que ya a finales del XVIII mostrarán su fecundidad en el plano especulativo y, al mismo tiempo, delinearán también el futuro desarrollo de la música.
Se puede incluso fijar convencionalmente el inicio de este proceso de revalorización de la música y, sobre todo, del nuevo modo de reflexionar sobre la unión de música y palabra con el abate Jean Baptiste Dubos, autor en 1719 del famoso tratado Réflexions critiques sur la poésie et la peinture. Con este arduo tratado, Dubos inaugura un camino sobre el tema de las relaciones música-poesía que en las décadas siguientes contará con muchos partidarios hasta llegar a Rousseau. No se sabe si Rousseau leyó alguna vez las Réflexions critiques de Dubos, pero indudablemente las ideas enunciadas en esta obra tuvieron un eco vastísimo en todo el siglo XVIII, y no sólo en Francia: no es arriesgado afirmar que la filosofía de la música de Rousseau no habría sido posible o habría sido diferente si no hubiesen existido las Réflexions, en las que se hallan los gérmenes del pensamiento del filósofo ginebrino.
En el siglo XVIII, la música era considerada por la mayor parte de los tratadistas, filósofos y críticos como un arte menor en la jerarquía de las artes –así aconteció durante todo el setecientos–; ocupaba el último peldaño debido a su escaso o nulo poder semántico o, como se decía en aquel tiempo, debido a su escaso o nulo poder de imitación. Obviamente, en la estética dieciochesca, el concepto clave de imitación de la naturaleza comportaba inevitablemente una desvalorización de la música: ¿qué podía imitar la música sino unos pocos y acaso inesenciales rumores del mundo natural? De por sí, esta reducida imitación no permitía la creación de obras relevantes; como mucho podía servir en el ámbito melodramático, donde el aparataje escénico era impresionante, para subrayar y exaltar tormentas, el discurrir del agua, crujidos campestres, cantos de pájaros y cosas así.
Dubos no tuvo nunca la intención ni la conciencia de ser un revolucionario, ni siquiera en materia de estética, y por eso hereda el lenguaje y los conceptos clave de la estética dieciochesca. Es sabido que en la famosa querelle des anciens et des modernes opta por los anciens, presentándose por tanto como un antiguo y un pensador conservador. Pero la gran novedad del pensamiento de Dubos consiste en los instrumentos conceptuales que usa para dar la vuelta a muchos de los juicios y prejuicios de sus contemporáneos en cuestión de estética, y en concreto de estética de la música, conservando sin embargo el viejo lenguaje.
No hay que asombrarse por tanto si en el título de las Réflexions no aparece la música: en el sentir común es obvio que el arte por excelencia era la poesía, y en segundo lugar la pintura. La revalorización de la música, que a duras penas podía considerarse un arte equiparable a los de su mismo rango, se lleva a cabo en el contexto de las Réflexions a la luz de las amplias premisas expuestas en los primeros capítulos: quizá Dubos no era siquiera del todo consciente de que su tratamiento de la música plantease problemas totalmente nuevos en el ámbito del pensamiento dieciochesco, y deberá pasar medio siglo para que los atisbos de originalidad –y bien podemos decir revolucionarios– sean recogidos y desarrollados por Rousseau, Diderot, Grimm y tantos otros pensadores, sobre todo en el círculo de los enciclopedistas. En otras palabras, en el tratamiento de la música, pero ya en el de la poesía y la pintura que precede al de la música, Dubos establece fundamentos sólidos para subvertir la bien conocida jerarquía de las artes y para superarla con una nueva concepción en la que la poesía y la música se encuentran en una posición de integración y ya no de subsidiariedad.
Dubos titula la sección XLV del primer volumen De la música propiamente dicha, y se abre así:
Nos falta hablar de la música como el tercero de los medios que las personas han inventado para dar una nueva fuerza a la poesía y ponerla en condiciones de causarnos la mayor impresión. Así como el pintor imita los rasgos y colores de la naturaleza, el músico también imita los tonos, acentos, suspiros, inflexiones de voz, en fin todos esos sonidos con ayuda de los cuales la naturaleza misma expresa sus sentimientos y pasiones. Todos esos sonidos, como ya hemos expuesto, tienen una fuerza maravillosa para emocionarnos porque son signos de las pasiones, instituidos por la naturaleza de la que han recibido su energía; en cambio, las palabras articuladas no son sino signos arbitrarios de las pasiones y cuya significación y valor procede de la institución de las personas, que no han podido darles curso más que en un determinado país.
Ya en estas primeras líneas llama la atención el hecho de que la música sea, al menos por lo que se refiere al tratamiento, equiparada a las otras artes. Además, en lo que concierne al objeto de sus imitaciones no aparece ninguna alusión a una posible jerarquización. De hecho, encontramos en las Réflexions expresiones de este tipo: «como el pintor imita...», así «la música imita todos los sonidos con que la naturaleza expresa sentimientos y pasiones...». Cada arte, pues, tiene su campo específico de imitación, y no se puede decir con certeza, desde la óptica tendencialmente empirista y sensista de Dubos, que sentimientos y pasiones sean menos importantes que los colores de la naturaleza, objeto de imitación de la pintura, desde el momento en que la finalidad del arte en general es precisamente suscitar sentimientos y emociones. Pero en la cita anterior hay todavía otro elemento de gran importancia: la música se sirve de «signos de las pasiones, instituidos por la naturaleza», mientras que la poesía se sirve de «signos arbitrarios de las pasiones». De aquéllos la música deriva su fuerza análogamente a la pintura, ya que también ésta se sirve de signos naturales y no arbitrarios o convencionales, como la poesía. Dubos no instituye ninguna pirámide de las artes, pero aún se entrevé en su discurso un cambio radical respecto a la tradición jerárquica dieciochesca, en la que la poesía siempre se encontraba en el primer lugar, gracias a su alto contenido intelectual en relación con las otras artes. En la misma cita se puede apreciar otro asunto de capital importancia: la música habría sido inventada para «dar una nueva fuerza a la poesía y ponerla en condiciones de causarnos la mayor impresión», dejando así entrever la idea de que la música posee poderes artísticos –siempre en la óptica de Dubos, para quien