Filosofía y estética (2a ed.). Johan Gottlieb Fichte
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En tanto no declare Kant expresamente con estas mismas palabras que él deriva la sensación de una impresión de la cosa en sí o, para servirme de su terminología, que en filosofía debe explicarse la sensación por un objeto trascendental existente en sí fuera de nosotros; en tanto esto no suceda, no creeré lo que aquellos intérpretes nos refieren de Kant (GA I/4,239).
Kant no hace de la cosa en sí el fundamento del contenido empírico del conocimiento, como creen algunos de sus acólitos; pero tampoco reduce el mundo real a un simple engendro en la conciencia. Para conjurar una lectura tan distorsionada debemos ponderar la relación entre el idealismo trascendental y el realismo empírico kantianos. Fichte premia aquél y minimiza éste, por ser deudor de la tópica exégesis de la filosofía kantiana en base al dualismo recalcitrante fenómeno/cosa en sí. Según tal exégesis, sólo conocemos fenómenos, mientras que la cosa en sí, como sustrato último de la realidad, es desconocida a la par que causa de la afección mediante la cual nos representamos los fenómenos. Jacobi inspira esta interpretación sesgada que cala en la época. Fichte convirtió el idealismo trascendental en el único punto de vista filosófico, y cifró su tarea en la deducción de todo el orbe de la experiencia a partir de un principio incondicionado. Relega la veta del realismo empírico, pues peraltarla hubiera comportado dar un mayor peso al punto de vista común, de la vida y de la ciencia. La filosofía se abre a otra visión, a la especulación, que tiene su fundamento en el pensar autónomo, que así se convierte en su auténtico ímpetu.
La libertad es el motor del fichteanismo. Es principio (Prinzip, Grund) de la WL, la instancia que hace explicable lo que debe ser explicado en la filosofía, a saber, la experiencia entera o el orbe completo de nuestras representaciones. Es igualmente comienzo (Anfang) de la WL, al iniciarse con la elección del punto de vista que la define. La WL no es una colección de conocimientos acumulados o heredados, no es un discurso dado que se pueda recibir o adquirir históricamente de vivencias más o menos cotidianas, que son precisamente las que constituyen el discurso de la vida y de la ciencia. A ella no puede uno encaminarse a través de lo que otro ha producido o produce, pues la filosofía no se puede copiar ni remedar, ni el verdadero filósofo puede ser un imitador. Copia, remedo, imitación son los antagonistas de un alma libre. La WL es un cierto modo de pensar (Denkart), una cierta visión (Ansicht) o punto de vista (Gesichtspunkt) que hemos de alentar en nosotros; en consecuencia, algo que se nos escapará si no realizamos la experiencia interna que ella nos solicita, experiencia (absolutamente originaria, tética) que tiene lugar sólo si atendemos a nuestro Yo y observamos cómo actúa: «la filosofía es un producto de la libre capacidad de pensar, la ciencia acerca de la experiencia que cada uno tiene que producir en sí mismo» (GA IV/2, 19). Y aquí la experiencia debe entenderse tanto en sentido subjetivo como objetivo: la experiencia filosófica y la experiencia efectiva.
Al reparar en mí mismo, en los hechos de mi conciencia o representaciones, encuentro unas acompañadas del sentimiento de necesidad, por cuyo fundamento pregunta la WL. Esta pregunta entraña una elevación sobre lo fundado, se interroga por algo que no acaece como representación necesaria, sino como producido por el pensar libre y, sin embargo, necesario para deducir la experiencia humana. ¿Qué nos obliga a emprender esa ascensión que nos reclama la WL? Nada salvo la asunción del punto de vista que más se compadece con la afirmación de nuestra autonomía, de nuestra Yoidad. A esta posición nada nos empuja salvo nuestro pensar con su libertad: la libertad del pensar. En el único acto libre que le está permitido a la filosofía, la elección de su punto de vista, despunta la imaginación.
La WL pretende un mejor autoconocimiento, prolongando el sapere aude kantiano. Después de la revolución copernicana quedó claro, por una parte, que no son los objetos los que rigen nuestra facultad de conocer, sino que es ésta la que empuña el cetro, y, por otra, que la razón sólo reconoce lo que ella produce. La pregunta por lo que constituye nuestro mundo y nuestra experiencia sólo puede responderse apelando a nosotros mismos. Si el Yo es caracterizado como agilidad, actividad, espontaneidad, libertad, en mayor grado hay que exigírselo al filósofo en la elección de su punto de vista. Libertad/actividad frente a servidumbre/cosificación: éste es ahora el dilema. La opción por una u otra alternativa depende del hombre que se es:
Todo depende, por tanto, de uno de ambos sentimientos: el de la dependencia y la esclavitud (en el dogmatismo), o el de la libertad y la espontaneidad (en el idealismo); según cuál de ellos sea el dominante en un hombre, se aceptará uno de ambos sistemas y se obligará a callar al sentimiento opuesto. […]. El dogmatismo es lo más indigno para los hombres honorables, pues niega el sentimiento de libertad, de espontaneidad (GA IV/2,21).
Al moralismo kantiano que impresionó a Fichte en sus albores se le da una vuelta de tuerca; la libertad no será responsable sólo de la experiencia práctica, sino también de la teórica y, con ello, de la experiencia entera. El dogmatismo es degradado ética y epistemológicamente. La alternativa precitada es, en consecuencia, también especulativa. Sólo el idealismo se muestra capaz de explicar qué es una inteligencia y cómo surgen las representaciones:
Nada puede uno pensar sin pensar además su Yo como consciente de sí mismo; jamás puede hacer uno abstracción de su autoconciencia (GA I/2, 260).
¿Cómo convertir en inteligencia, en espíritu, lo que antes era materia? ¿Cómo convertir en Yo lo que antes era una cosa? ¿Cómo explicar nuestra vida consciente, nuestras representaciones? ¿Remitiendo a la afección de algo presuntamente dado al Yo? ¿Cómo hacer explicable el tránsito de uno a otro? El realismo dogmático no sabe cómo disipar estas dudas:
El dogmatismo… presupone algo que no se presenta a la conciencia, una cosa en sí; además debería explicar cómo se origina una representación a través del afectar. Por tanto, es un pensar arbitrario y problemático (GA IV/2, 21).
O más rotundamente en la PI:
El tránsito del ser al representar es lo que [los dogmáticos] tenían que mostrar. No lo hacen ni pueden hacerlo. Pues en su principio reside simplemente el fundamento de un ser, pero no del representar, totalmente opuesto al ser. Dan, pues, un enorme salto a un mundo totalmente extraño a su principio (GA I/4, 197).
Si somos inmediatamente conscientes de lo que hacemos, ¿no está a nuestro alcance explicar lo que encontramos en nuestra conciencia a partir de los modos de actuar de nuestro Yo? El idealismo todo lo deduce desde el Yo y, por eso, se llama filosofía inmanente, frente al dogmatismo, que es trascendente, al explicar las representaciones desde la afección del Yo por el No-Yo o cosa en sí. Deduciendo nuestra experiencia integral desde nosotros mismos, la WL hiperboliza el idealismo trascendental. En efecto, si el idealismo no se ocupa tanto de los objetos como de nuestra manera de conocerlos y, en consecuencia, de los conocimientos a priori; si lo que quiere la filosofía kantiana es establecer las condiciones trascendentales de una experiencia compartida y universalizable, cuya última condición de objetividad reside en el Yo; Fichte lleva a su máxima radicalidad este planteamiento. Sabedor de que la filosofía kantiana está recorrida por dos discursos o dos puntos de vista distintos aunque complementarios, el del realismo empírico que sostiene la existencia independiente de la realidad externa, y el del idealismo trascendental propiamente dicho, que interroga por las condiciones subjetivas del conocimiento de esa realidad, Fichte considera el segundo como el discurso genuinamente especulativo.
La WL es idealismo trascendental porque aborda la deducción completa de la experiencia, e incluso la deducción de nuestra creencia realista en la existencia independiente de las cosas, y lo hace apostado en la cima más alta del kantismo, en el Yo, que, sin embargo, ya no será mera condición última de objetividad, como sucede en Kant, sino principio