El reformismo social en España (1870-1900). Miguel Ángel Cabrera

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El reformismo social en España (1870-1900) - Miguel Ángel Cabrera Historia

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salir de «las tinieblas y de las tristezas de aquel período que empezó en 1808 y que sólo en apariencia terminó con la primera guerra civil –había ya afirmado Moret en otro momento–, el entusiasmo de los reformadores y los anhelos de los pueblos hicieron creer a la generalidad en el próximo y fácil disfrute de bienes y de progresos que otros países gozaban ya en posesión tranquila. Bastaba, al parecer, extender la mano para alcanzarlos, y el voto de una ley se creía suficiente para naturalizarlos en nuestro país. Un esfuerzo no más, y el bien estaba conseguido».8

      Pero transcurría el tiempo y los resultados esperados no se producían. En palabras de Moret, «se hizo el esfuerzo y se repitió varias veces sin temor al sacrificio, y el fin no se conseguía».9 Y, como consecuencia, sobrevinieron la decepción, el conformismo y el desapego con respecto al régimen liberal. «Y cuando aquella risueña esperanza –prosigue Moret–, agigantada por nuestra imaginación meridional, no se ha realizado en la medida y tiempo por cada cual soñado; cuando después de tantas desgracias y de convulsiones tan diversas los males continuaron, y los bienes, sobre todo los que nacen de la paz y de la estabilidad, no se han logrado; cuando generación tras generación un esfuerzo ha seguido a otro esfuerzo sin llegar nunca al término; entonces estas continuadas decepciones han debido engendrar una serie de movimientos más o menos excéntricos, pero ya fuera de la dirección primitiva, y modificar la situación general de los espíritus antes tan compactos y unidos, y por eso hoy, mientras unos maldicen el camino emprendido y se niegan a continuarlo, otros vuelven la vista y aun los pasos hacia atrás, y la mayoría, escéptica, descreída y poco segura del mañana, atiende sólo a utilizar, sin reparar mucho en la forma y la manera, los provechos de la hora presente, única realidad cierta y segura».10 Además, según Moret, la intensidad del entusiasmo inicial ha hecho que el desencanto actual sea aún mayor. El mismo ardor, dice, con que se abrazaron aquellos ideales y esperanzas «explica el desencanto y la tristeza de los presentes días», pues la «misma predicación elocuentísima y sonora que acarició nuestros oídos en la juventud, pintándonos las excelencias del progreso y haciendo casi una religión de la armonía en la vida humana», aparece hoy como un sarcasmo y como el fruto de la vanidad.11

      El actual «estado de descreimiento y de falta de voluntad, con todo el cortejo de males que acompaña invariablemente al escepticismo», ha contribuido, según Moret, a agravar aún más la conflictividad social. Pues el desánimo y la pasividad provocados por ese escepticismo han envalentonado a las «masas» que, «apercibidas de su fuerza, se adelantan amenazadoras a reclamar su parte en el botín», como se ha puesto de manifiesto en la Commune de París.12

      José Canalejas también considera que se ha producido una frustración de expectativas con respecto al liberalismo y la achaca al hecho de que los ideales liberales, proclamados en la teoría y en las leyes, no se han plasmado plenamente en la práctica. Según Canalejas, «la generosa democracia individualista adelantó bien poco en el áspero sendero de las realidades; y si llena el texto de la ley con sus máximas, si dulcifica con su influjo las costumbres, si facilita el acceso a las primacías políticas y hasta a la riqueza, proclamando principios cardinales como la igualdad jurídica, la proporcionalidad del impuesto y el haber, la independencia individual y el reconocimiento de los derechos del hombre, sus fórmulas, inspiradas en el individualismo político y económico, difundidas por la propaganda de oradores y de filósofos, impuestas mediante procedimientos de violencia, no han logrado imperar en el régimen económico y social».13 La revolución liberal, continúa, otorgó «al hombre derechos para combatir libremente por su emancipación y bienestar», pero la «soñada abolición de la miseria, que fue su estímulo primero, es en los actuales momentos problema abrumador que nos preocupa y nos amenaza».14 Pocas de las promesas del liberalismo han trascendido, según Canalejas, «desde el Código a la vida». El «bienestar económico» ha crecido, pero en desiguales proporciones: geométrica para las clases acomodadas, aritmética para los trabajadores; los salarios no están en relación equitativa con los beneficios y las tasas de analfabetismo continúan siendo elevadas.15

      La frustración de expectativas afectó, de manera particular, a la Economía Política clásica. Y ello porque ésta era la que había proporcionado gran parte de los supuestos y principios teóricos en que se basaban la organización económica y las relaciones laborales del régimen liberal. El hecho de que fuera en el terreno económico y laboral donde se localizaba el problema social y en el que tenía su origen el movimiento obrero provocó que el desencanto con respecto a los postulados económicos del liberalismo fuera especialmente intenso. Al ser precisamente en el terreno económico donde el fracaso del liberalismo era más patente, la Economía Política aparecía como responsable directa de dicho fracaso. Y de ahí que la necesidad de revisar y reformular sus premisas fuera especialmente acuciante y que, en consecuencia, la crítica de la Economía Política constituyera la fuente primordial y el motor más poderoso del surgimiento del reformismo social. En particular, fue la crisis de credibilidad del individualismo económico clásico lo que determinó que la intervención del Estado se convirtiera, para los reformistas sociales, en el instrumento fundamental para resolver el problema social.

      La Economía Política partía del supuesto de que sus premisas teóricas expresaban leyes naturales que reflejaban las inclinaciones intrínsecas de la naturaleza humana y de que, por tanto, al ser puestas en práctica, esas premisas darían como resultado un orden económico y social natural. Dado que el móvil natural de los seres humanos es la búsqueda del interés propio, el régimen económico y social que se corresponde con esa ley natural es aquél basado en la libertad económica y la libre concurrencia. La búsqueda individual del interés propio produciría no sólo un incremento continuado de la riqueza, sino un aumento del bienestar general. La libertad económica –de producción, de contrato y de intercambio– constituye, por tanto, el medio idóneo y más eficaz para mejorar el nivel de vida de los trabajadores y resolver, en consecuencia, el problema social. A medida que el tiempo pasaba y que los resultados anunciados no se producían –o no lo hacían en el grado esperado–, la confianza en los principios de la Economía política comenzó a flaquear y dichos principios comenzaron a ser objeto de escrutinio y de revisión críticos.

      Cristóbal Botella ofrece una descripción bastante precisa de esta frustración de expectativas con respecto a la Economía Política entre los propios liberales. Y aunque el hecho de que el autor sea un defensor de ésta última imprime a sus palabras un tono irónico y hasta caricaturesco, ello no resta exactitud a su descripción. Según el cuadro dibujado por Botella, cuando el «triunfo» de la Economía Política «fue incontestable, algunos espíritus, de suyo fáciles al sentimiento y a la pasión, anunciaron que sus principios, a la manera de panacea universal, curarían todas las enfermedades sociales, pondrían remedio a los problemas más pavorosos, y hasta resolverían las crisis tremendas ocasionadas por la miseria». Sin embargo, continúa, «los resultados no correspondieron por entero a esas risueñas ilusiones. Los principios de la economía rectificaron errores, modificaron instituciones, destruyeron privilegios, pero no dieron cuenta de todas las enfermedades sociales, porque no disponían de fuerzas sobrehumanas para realizar empresas tan gigantescas». Como consecuencia de ello, según él, «esos mismos espíritus impresionables, esos mismos optimistas, auxiliados por los adversarios de la ciencia novísima que andaban por el mundo, como el pueblo judío, errantes y dispersos, llorando desastres y fracasos, levantaron en todas partes sordo y creciente clamoreo contra la ley que fija el valor y el precio y sirve de base al cambio; contra la libertad comercial; contra la libertad del trabajo, de la agricultura y de la industria; contra la libre concurrencia...; en suma, contra los conceptos fundamentales proclamados por Quesnay y Smith». Este «clamoreo», concluye la descripción de Botella, «se hizo público, se extendió rápidamente y se convirtió sin tardanza en crítica severa, que juntó a todos los enemigos de la nueva ciencia. Pronto sucedió a la crítica la afirmación de otras doctrinas, y los vencidos recobraron fuerzas, se presentaron animados por grandes energías y dispuestos a mantener ruda contienda en todas partes, con toda clase de armas y a todas horas».16

      Eduardo Sanz Escartín especifica los términos y las consecuencias

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