Mosaico transatlántico. AAVV

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Mosaico transatlántico - AAVV BIBLIOTECA JAVIER COY D'ESTUDIS NORD-AMERICANS

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hay que añadir la casa de pupilos, donde reina como señora y soberana. (Guiteras, s.a.: 88)

      Estas circunstancias han dotado de una independencia inusitada a las mujeres norteamericanas que puede apreciarse en sus costumbres. Ellas mascan tabaco como los hombres (Guiteras, s.a.: 37), acuden a mítines (Guiteras, s.a.: 135) y gozan de total libertad de movimiento. En esencia Guiteras es consciente del nuevo modelo de mujer que se presenta como paradigma de la sociedad norteamericana. Un modelo cargado de paradojas, pues asume el dominio por parte de la mujer del espacio público a la vez que admite la pluralidad de modelos. Guiteras destaca la independencia no solo de la mujer casada, sino también de la mujer soltera que, como la casada, goza de igual libertad, que escoge amistades sin contar con la aprobación de la autoridad paterna o marital e incluso sin informar de ello a su familia.16 Este paradigma emancipador obliga a Guiteras a hacer un esfuerzo de recodificación de la sociedad norteamericana:

      La cuestión de los derechos de la mujer está aún en los Estados Unidos en las regiones de Utopía. Se habla de ella con ligereza; es objeto de burla y de chacota para la conversación del círculo doméstico, para los mordaces articulistas de costumbres y aun para más graves escritores. La cuestión, no obstante, está viva; y de tal manera suelen en el país pasar las teorías al terreno de la práctica, que no será extraño ver, dentro de muy pocos años, a las mujeres, dando muestras de lo que puedan hacer como electoras y elegidas. Escudadas con las instituciones libres, atacan las mujeres todas las torres de la muralla que se opone a su emancipación; y abren aquí y acullá alguna brecha por donde, entre gritos de victoria, penetran una que otra administradora de correos, una que otra vocal de las juntas de Instrucción pública, y no escaso número de doctoras en medicina y cirugía dental. (Guiteras, s.a.: 87-88)

      El activismo de las mujeres norteamericanas es descrito en términos bélicos y es visto con cierta prevención. Guiteras parece no aprobar esa actitud. Así en el capítulo XIII deplora el proceder de algunas mujeres que intervinieron en el mitin sobre el caso de Hester Vaughan complicando el curso de la reunión. Guiteras alaba en esas páginas el sistema de mítines y la importancia que el pueblo tiene también como soberano en cambiar las leyes, aunque en este caso recuerda que, a pesar de que el presidente de la reunión había pedido que las intervenciones se limitasen al caso concreto, sin “proposiciones abstractas”, “[d]espués de él varias señoras tomaron la palabra y la cuestión de los derechos de la mujer se mezcló y enredó con la de Ester Váughan” (Guiteras, s.a.: 131). Por otra parte, al hacer la observación de que una de las inconsecuencias de la democracia norteamericana es que votan muy pocos hombres, añade de forma lacónica: “las mujeres están tratando de establecer el equilibro” (Guiteras, s.a.: 67). El autor parece observar desde la distancia, expectante, sin atreverse a cuestionar el nuevo paradigma.

       La caleidoscópica ciudad de Nueva York

      La frenética actividad del norteamericano, ese gusto por viajar y esa capacidad de nomadismo se refleja materialmente en los espacios que habita:

      Nueva York es un caleidoscopio. La deja uno por corto tiempo, y cuando la vuelve á ver ya ha cambiado completamente. Hay en ella una especie de agitación, de empujamiento, de fermentación, de movilidad, que la hace, por días, mudar de forma, figura y fisonomía, como muchacho que está creciendo. Lo que hoy es prado ó peñascal será hilera de casas mañana, y pasado mañana iglesia, almacén ó palacio. Nadie fabrica para tener un asiento fijo, pues tan nómadas como los beduinos son los neoyorkinos. (Guiteras, s.a.: 28)

      La ciudad se torna un reflejo de sus moradores: “El movimiento de los habitantes en las calles parece transmitirse á los edificios; por manera que casi se ve á éstos codearse, rempujarse, arremolinarse y pisarse, como seres vivientes del género civilizado” (Guiteras, s.a.: 29). Guiteras es consciente de que, después de tantos años, Nueva York habría cambiado mucho, tanto en lo material como en lo moral e insiste en esta característica en diversas ocasiones a lo largo del volumen con datos concretos. Uno de los ejemplos más claros de esa transformación de la ciudad es Broadway. Así la describe en 1842:

      Broadway es una calle magnífica, de que no puede formarte una idea el hijo de la isla de Cuba que no haya salido de su tierra: una animación, una actividad extraordinarias: omnibus, coches, carretones atraviesan en tropel por todas partes: en las anchas i bien enlozadas aceras se ajita, bulle un pueblo inmenso: allí negociantes, allí viajeros i curiosos, paseantes, pillos que van pensando en el modo de robarle al prójimo los billetes de banco que lleva en el bolsillo. […] Es imposible que pueda yo describir la primera impresión que me hizo la animada vista de Broadway. Bien se le puede decir que Broadway es Nueva York. (Guiteras, 2010: 45)

      Con el paso del tiempo Guiteras recuerda la ciudad que vio por primera vez en 1842. Así en Un invierno en Nueva York revive su primera experiencia en contacto con Broadway con un tono menos exaltado:

      La porción más acaudalada de sus habitantes ocupaba la parte baja de la calle llamada Broadway para su vivienda; y el comercio estaba confinado en las calles inmediatas á los ríos. Hallábanse los principales hoteles entre la Batería, hermosa plaza en el extremo de la ciudad, y otra llamada el Parque donde se levanta la casa consistorial. Allí estaban asimismo las tiendas de más lujo; y por consiguiente era el paseo favorito de la flor y nata de la población. Trabajábase á la sazón en la iglesia de la Trinidad, primer monumento arquitectónico erigido en la ciudad. (Guiteras, s.a.: 32-33)

      Ese Parque del Ayuntamiento es el que ofrece un grado mayor de deterioro en la década de los ochenta: “El antiguo Parque está envuelto en la gran vorágine mercantil de la metrópoli floreciente. Ya no es paseo. Está sucio, maltratados sus escasos árboles, descuidada la yerba” (Guiteras, s.a.: 68). En sus inmediaciones se encuentra una zona completamente deprimida con casas antiguas y destartaladas, habitadas por “mugrientos habitantes”: “junto a las heces materiales é inanimadas de la sociedad, halla allí el que las busque, las heces del mundo moral, las prostituciones todas” (Guiteras, s.a.: 70). Guiteras se pregunta si la degradación del Parque es causa de la degradación moral de sus habitantes y si una restauración del espacio por parte de las autoridades contribuiría a una regeneración de sus vecinos, en consonancia con las ideas urbanísticas de la época.

      Convencido de que los espacios y las cosas definen a los norteamericanos, el autor recuerda después de tanto tiempo el Nueva York de 1842 para definir a través de la ciudad, de las vestimentas y de las costumbres la transformación que ha sufrido también el norteamericano. Así, identifica el espíritu de la república norteamericana con la modestia que se transmitía en los espacios:

      Aunque ya entonces la riqueza de la floreciente población se echaba de ver en el lujo interior de las casas, parecía, no obstante, que había cierto escrúpulo de dejarlo ver, como si la natural modestia republicana hubiese querido esquivar toda ostentación que oliese á hábitos o ideas aristocráticas. El labrado mueble de maderas preciosas, la muelle alfombra, el tapiz bordado de seda, el cuadro antiguo, el delicado mosaico florentino, se escondían cautelosamente en una casa de tres pisos, de angosta fachada, hecha de ladrillo, y, cuando más, adornada en los huecos de puertas y ventanas con alguna cornisa ó repisa de mármol. […] Modesto era el porte de los habitantes; y había, particularmente entre los afiliados del partido democrático, hasta cierta afectación en vestir humildemente para captarse la voluntad del pueblo. (Guiteras, s.a.: 33)

      La modestia republicana se traducía en las fachadas sencillas y austeras de las casas, una sobriedad que podía esconder un interior suntuoso. Cuarenta años después “la vanidad ha pretendido introducir distinciones de familia; y hay quien haga alarde de su escudo de armas, y lo ostentan en su casa y en las portezuelas del coche” (s.a.: 39). La opulencia se ofrece a la vista del perspicaz viajero, que es capaz de interpretar las repercusiones éticas de esta transformación. Esa lectura moral de los espacios es la que tiene mayor interés:

      porque si bien es verdad que los viajeros ven generalmente las cosas

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