Leer antes. Márgara Noemí Averbach
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En todas sus novelas, la Historia es una fuerza esencial. ¿Le parece que el siglo XXI trajo cambios en su manera de pensar esa fuerza?
En sus sentidos más amplios y más específicos, quizá la Historia es el tema subyacente de todas mis novelas. Me refiero a la intersección entre el individuo y la “Historia”; como en Blonde, donde la icónica Marilyn Monroe se ve arrastrada por la paranoia política de la década de 1950, un tiempo horrible en la historia de los EEUU, con persecuciones a los ciudadanos por parte de los “anticomunistas” como el Senador McCarthy en el poder. Y no creo que haya un cambio evidente entre el siglo XX y el XXI. Mis estudiantes de Princeton no soy muy diferentes de los que tenía en la misma universidad hace una o dos generaciones. Desde la maravillosa, mágica elección de Obama a nuestra peligrosa presidencia, hay una nueva sensación de apertura y esperanza, de optimismo y posibilidades en muchos estudiantes de distintos orígenes étnicos… Otros, en cambio, no han cambiado mucho, tal vez nada.
Cierta crítica tiende a considerar que la literatura política tiene menos valor que la “no política”. Yo leo sus libros como muy políticos. ¿Cree que hay relación entre los libros y lo que está fuera de ellos?
A mí me parece que las novelas políticas —las de Stendhal, Flaubert, George Eliot, Joseph Conrad, Tolstoi— son las obras de ficción más grandes. La mayoría de mis novelas tiene un significado político —la intersección del individuo con la sociedad a gran escala, como dije— y ése es el único tipo de literatura política que creo significativa. Las obras políticas de Shakespeare son tragedias primero y en segundo lugar, son políticas, pero lo “político” es esencial para su profundidad, su significación permanente. En cuanto a la relación entre los libros y el “mundo exterior”, es íntima. Como dijo Stendhal en una famosa cita: una novela es una especie de “espejo” que se mueve por un camino; yo agregaría, como hubiera dicho Virginia Woolf, que también tiene que aparecer el “mundo interior”.
¿Hay alguna diferencia entre sus novelas con personajes “históricos” y las que tienen como protagonistas “personas comunes”, como La hija del sepulturero?
La distinción entre esos dos tipos de novela me parece temática: en uno, está la imagen pública (muchas veces abusada, malentendida, vilipendiada), la de Marilyn, que fue la persona pública de Norma Jeane Baker, y en el otro, lo que parece solo privado e individual. Pero en realidad Norma Jeane Baker era una “persona común” y también Kelly Kelleher (la secretaria de Robert Kennedy) en Agua Negra, víctima de su idealismo naive y su encaprichamiento con el poder.
El dinero es factor esencial en sus libros, una “institución” a partir de la cual su ficción estudia las clases, el género, la edad, la raza, la cultura. ¿Eso es algo consciente de su parte? ¿O aparece porque el dinero es un factor fundamental en la vida estadounidense?
Como crecí en una granja muy chica y mi padre fue de la “clase obrera” toda su vida, soy totalmente consciente de los límites económicos de nuestras vidas. Nuestra crisis económica actual en los EEUU, bueno, si hay una segunda Depresión, nos va a partir la vida en dos. El “dinero” es un intercambio de mucho más que un valor monetario práctico. Lleva consigo una definición espiritual muy poderosa. Una persona “es” lo que puede pagar con su dinero.
En muchas de sus novelas, las mujeres están sentenciadas al silencio. Encuentro paradójico y bello que libros como La hija expresen el poder de ese silencio a través de las palabras.
En realidad, los personajes femeninos de mis novelas —Rebecca en La hija, por ejemplo— no están en silencio: eligen con infinita precaución su lenguaje para poder sobrevivir y prosperar.
A veces, la voz narradora de sus libros mira a través de ojos masculinos. ¿Cómo construye esas voces? ¿Pregunta a los hombres, lee libros escritos por hombres?
No, no, yo me siento totalmente cómoda con las voces de los hombres. Crecí muy cerca de mi padre y mi abuelo, tuve un hermano menor maravilloso, hace 48 años que estoy casada con mi “mejor amigo”; los hombres nunca me parecieron extraños o distantes, mucho menos “otros”. Es difícil crear una voz masculina singular y conmovedora pero es igualmente difícil crear una femenina.
El éxito parece el centro de la cultura masculina blanca en los EEUU y usted es muy irónica con respecto a él. En La hija, el éxito es un concepto muy complejo…
El éxito suele ser una quimera. La persona que “tiene éxito” generalmente lo consigue cuando ya pasó su mejor época, cuando está agotada y sola, aislada. Son, sobre todo, las vidas anteriores al éxito las que están llenas de promesa, significado, empuje y fervor. Y cuando se logran las metas ostensibles, a veces hay un vacío, un agotamiento espiritual. Lo único que importa realmente en las vidas individuales —a diferencia de lo que pasa en la “vida” literaria— son las relaciones humanas, tan trágicamente vulnerables.
La primera parte de La hija es un estudio sobre la alienación. Después de la globalización, se ven imágenes casi nostálgicas de las fábricas. Su novela parece poner las cosas en su lugar: describe a las fábricas de los años 50 como un infierno.
¡Por favor! Las fábricas no son objetos de “nostalgia” para quienes trabajaron en ellas. Mi padre, Frederic, trabajó en una fábrica durante 40 años. Le pagaban bien porque estaba en un sindicato y había hecho buenos amigos en el trabajo pero lo único que sintió cuando se jubiló fue alivio. Entró en la Universidad de Búfalo y estudió unos 20 años, los más felices de su vida. Nadie describió la alienación del trabajador en una sociedad capitalista con mayor claridad que Marx. Y las observaciones de Marx sobre religión (“la religión es el opio de los pueblos”) también son dolorosamente relevantes para los EEUU del presente.
El hecho de que Jacob, en La hija, se convierta en un asesino parece un comentario sobre la capacidad de crueldad que tienen las personas (o pueblos) heridos por la Historia. ¿Por eso, el Holocausto como tema secundario?
El tema me toca de cerca porque es sobre mi abuela Blanche Morgenstern y sus desdichados padres… Ella fue la “hija del sepulturero” y su padre murió como muere Jacob en la novela, o casi: se suicidó con una pistola. Mi novela evoca al Holocausto a la distancia, sí… Pero hubo “holocaustos” más chicos en las vidas personales de ese tiempo de nuestra historia, especialmente para los judíos inmigrantes que no tenían comunidad en la que insertarse, y vivían dentro de una cultura antisemita.
Jacob juega con su hija a no verla. De pronto, el juego se convierte en pesadilla para ella. La historia de Rebecca, ¿es como la de las mujeres del siglo XX, que consiguieron obligar a los hombres a verlas?
Sí, claro, esa es una preocupación feminista… Pero el juego de “no ver” en el cementerio es un emblema de todos los juegos de los niños —el padre lo sabe todo; el hijo está inerme, no sabe defenderse—, y sin embargo, hay cierto amor poderoso ahí… Rebecca siempre se acuerda de ese tipo de ternura torpe que tenía su padre antes de que su personalidad quedara envuelta en las presiones de su “nueva” vida.