Leer antes. Márgara Noemí Averbach
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Literatura estadounidense: lo que hay detrás de una lista de nombres
El artículo de Gordon Burn sobre la novela estadounidense, publicado en Ñ el sábado 20 de marzo (de 2004), está basado en una falacia muy grande que me parece importante discutir. El problema va mucho más allá de una diferencia de opiniones sobre la descripción que se hace de esa ficción “nacional” o sobre su supuesta “decadencia”, mucho más allá de una “defensa” de esa literatura en sí misma.
Antes de pasar al análisis de ese punto en particular, quiero aclarar que la parte de “opinión” del artículo de Burn puede discutirse en un nivel mucho más personal, enfrentando lo que dice con una visión distinta pero igualmente discutible. En cuanto a las opiniones, Burn hace dos afirmaciones: por un lado, dice que la literatura estadounidense es desmesurada; por otro, se dedica a hablar de la frialdad y el cientificismo de los autores que nombra.
Si de opiniones se trata, yo creo que Burn tiene razón en cuanto a lo “exagerado” de la literatura estadounidense pero opino que eso es justamente lo que la hace maravillosa, como sucede con todas las literaturas del continente americano, cada una a su manera y en su propia dimensión, todas tan distintas de los mesurados autores europeos. Por otra parte, si de minimalismo se trata (es lo que Burn parece pedir al final de la nota), ¿por qué no hay mención alguna de Raymond Carver?
Juan Ramón Jiménez decía que había odiado la poesía de Pablo Neruda porque le parecía exagerada y monstruosa, hasta que viajó a América y comprendió que aquí, de este lado del Atlántico, la monstruosidad, la exageración era no sólo posible sino coherente. El deseo de minimalismo de Burn es muy europeo y además, muy personal porque no todos los lectores desean eso en los libros que leen. Yo soy un ejemplo en contrario: la desmesura de novelas como la de Jeffrey Eugenides, que él mismo nombra, es fabulosa y deseable para mí.
Por otro lado, su queja sobre la frialdad de la prosa en autores como Thomas Pynchon o, antes, Vladimir Nabokov, es otro punto opinable, y lo digo aunque, en esto en particular, me apunto con Burn. A mí tampoco me interesa la literatura que algunos llaman “autorreferencial”. Yo, como Burn, la llamo “fría” y “cerebral”. Pero nuevamente: hay lectores que la aprecian, escritores que se han nutrido de ella —ciertos escritores argentinos muy reconocidos, por ejemplo—, y por más que a algunos de nosotros nos parezca cansadora y aburrida, no es ni más fría ni más cerebral que ciertos autores ingleses irónicos como Tibor Fischer, por ejemplo.
¿Literatura nacional?
Sin embargo, el problema de la nota de Burn no está en esas opiniones, ni siquiera en el hecho de que él las presente —por lo menos en un principio—como algo menos personal que una “opinión”. Tampoco en el hecho de que, desde mi punto de vista, confunda la frialdad de lo científico con la maravilla de la desproporción bien utilizada, cosa que hace con Middlesex de Eugenides, una novela dedicada al mundo (no a la literatura), un libro claramente político, que no debería ponerse en la misma bolsa que las obras de Pynchon o Nabokov. Lo que realmente se puede criticar del artículo tiene que ver con algo más básico y más importante: la etiqueta de “literatura estadounidense”, la definición misma.
La lista de nombres que aparecen en la nota (muchos, por cierto), es el centro de este problema: Don DeLillo, Ring Lardner, Saul Bellow, Jonathan Frazer, Richard Powers, William Gibson, Norman Mailer, entre otros. Si se miran las fotos publicadas en Ñ, el punto queda todavía más evidente: son todos (todos) hombres, todos blancos (menos Saul Bellow y Eugenides, que no son “anglosajones” ni del todo blancos en la definición muy estrecha que se hace en los Estados Unidos de la palabra, ya que uno tiene antepasados judíos y otro antepasados griegos).
La cita de Harold Bloom, el hombre que más ha hecho para defender este tipo de lista con su inefable El canon occidental, no hace más que confirmar la posición de Burn. Y lo criticable no es que Burn lo cite sino que, en la textura de su nota (para usar una palabra que amarían Thomas Pynchon y Vladimir Nabokov), no haya ninguna marca que deje testimonio de que la visión de Bloom no es la única posible en una definición de “literatura nacional estadounidense”. Burn ni siquiera nombra una vez las posiciones de muchísimos críticos y estudiosos que se oponen al pensamiento representado por Bloom; y tampoco toca el tema de las razones por las cuales el prólogo de El canon occidental parece un discurso de barricada, escrito por alguien que se siente acorralado: la definición de Bloom no es la que más se utiliza en las universidades estadounidenses. Al contrario, Burn da por sentado que, si hablamos de “literatura”, estamos hablando de los “grandes nombres”, pero la lista de nombres que propone la nota simplifica y empobrece terriblemente la cultura que está examinando y la reduce al arte de los miembros de cierta clase social, cierto género, cierta raza.
El canon y sus bemoles
Por definición, el canon es una lista de nombres. En el caso del análisis de literaturas nacionales, son los nombres que, según se supone, representan al arte literario de una nación. Pero si se lo piensa sólo un momento, se verá que el canon es mucho más: esa lista de nombres es un espacio de lucha, un lugar en el que se producen debates y enfrentamientos por espacios en la lista. Una lucha para determinar qué se incluye en ella y qué no.
La definición canónica que da Burn de la literatura estadounidense tiene rivales muy serios ya desde la década de 1960, a partir de la lucha por los llamados Derechos Civiles que inauguraron tanto las mujeres como la minoría negra. Desde ese momento, hubo críticos y críticas que revisaron la lista “oficial” del “canon” literario y vieron vacíos enormes, enormes cegueras. Tanto ha cambiado la consideración de ese “canon” que, actualmente, críticos muy importantes como Eric Sundquist reivindican para la minoría negra (y esclava) la creación de géneros literarios totalmente originales —no copiados de Europa como la novela, el teatro, la poesía occidental— como las llamadas “Slave Narratives”, las narraciones autobiográficas de los esclavos escapados del Sur antes de la Guerra Civil, de las cuales la de Frederick Douglas es la más famosa.
Si se incluyen las Slaves Narratives en la literatura, el canon del siglo XIX cambia por completo y se puede decir, con todos los críticos negros —por ejemplo, Henry L. Gates—, que no era cierto que no hubiera escritores negros anteriores al movimiento del Renacimiento de Harlem en la década de 1920. Había y muchos: el problema era que no estaban incluidos en el canon. El canon era ciego a esas producciones. Los que lo manejaban habían decidido que nada que no fuera novela, teatro o poesía era literatura y eso dejaba fuera de la lista a autores como Douglas.
El “canon” es un instrumento ideológico y tiene sentido que hombres como Bloom se dediquen apasionadamente a defender la lista que proponen: esa defensa tiene que ver con una idea de nación, específicamente con quiénes están dentro de la nación y quiénes no. No es mi intención hablar de lo que significa “nación” ni de las pasiones que se relacionan con ese concepto —ese tema excede los límites de esta nota— pero sí quiero relacionar la lista de nombres literarios del canon, fría y aparentemente académica, con ese concepto y las pasiones que despierta. “¿Quiénes son nuestros escritores?” es una pregunta sumamente ligada a “¿quiénes somos?”
Janet Tompkins, crítica feminista, escribió un artículo al respecto, publicado hace años en castellano en la revista Feminaria. El artículo discute la idea de Bloom (y otros) según la cual la inclusión en el canon depende solamente de la “calidad” de cada texto y los autores incluidos serán valiosos tanto hoy como dentro de muchos años. Tompkins ataca la supuesta “eternidad” de los valores según los cuales se juzga esa calidad y lo hace de una forma muy simple: revisando antologías. Hay que aclarar que las antologías son la corporización del canon y tienen un título que lo declara: se llaman, por ejemplo, Antología de la literatura estadounidense,