Leer antes. Márgara Noemí Averbach
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Las entrevistas que hice a Michael Cunningham y a Joyce Carol Oates fueron las que armé con mayor facilidad: los dos eran autores que yo había leído mucho y la comunicación con ellos (aunque fuera a la distancia) me dio la oportunidad de despejar dudas que siempre había tenido. El caso de Amos Oz fue diferente: tuve el tiempo suficiente para leer tres novelas antes de sentarme a hablar con él pero Oz era un autor que yo conocía solo de nombre y que no volví a leer. En la comunicación con él, me pareció importante tocar también temas políticos (sobre todo, el problema Israel/Palestina). Mi conclusión es que las entrevistas que se preparan sin tener una familiaridad completa con el autor son menos satisfactorias pero entiendo que a veces un suplemento no cuenta con el entrevistador adecuado.
La entrevista a Petros Markaris y la que le hice a Joyce Carol Oates se hicieron por correo electrónico. Yo había leído a Markaris casi completo y me entusiasmó la idea de entrevistarlo por dos razones diferentes: me gusta su literatura policial y hay enormes similaridades entre la crisis económica en Grecia, retratada en sus últimos libros y lo que sucedió en mi país, Argentina, en 2001-2002. Markaris escribió sus respuestas con cuidado y yo las traduje. Hubo repreguntas y varias etapas de “charla”. Por supuesto, imposible decir nada sobre la forma en que habla, su tono, sus gestos.
Como siempre me he dedicado a la literatura extranjera, tuve pocas posibilidades de hacer entrevistas cara a cara, con grabador en mano. En esta selección, fueron de ese tipo las que les hice a E. Annie Proulx, a José Saramago (unos años antes de que fuera Premio Nobel) y tres que realicé a autores amerindios estadounidenses. La de Proulx y Saramago se hicieron cuando ambos vinieron a la Feria del Libro de Buenos Aires. Las últimas tres (resumidas y acortadas en la nota que se publica aquí) en Albuquerque, Nuevo México, cuando yo fui al congreso de la NALS (Asociación: Native American Literatures Studies) en 2010, con ayuda de una beca de la Universidad de Buenos Aires.
Cuando se hace cara a cara, la comunicación es muy diferente y eso se nota en las notas. Además del tono de voz, el ritmo de la charla y las pausas, que también pueden notarse en el teléfono, hay gestos, miradas, movimientos que serían imperceptibles sin la presencia del entrevistado en la habitación. Eso pesa en la redacción de la nota porque, por lo menos en mi caso, yo creo importante transmitir ese tipo de detalles para completar una imagen del “personaje”.
Destaco en particular dos de las entrevistas: la de José Saramago y la que le hice a Simon Ortiz, el poeta acoma pueblo. Entrevisté a Saramago como lectora apasionada de sus novelas. Él todavía no había recibido el Nóbel pero se oía su nombre cada vez que lo entregaban. La verdad es que me dio miedo entrevistarlo porque aunque había leído su obra de principio a fin (en ese momento estaba escribiendo Ensayo sobre la ceguera), no sabía (ni sé) casi nada de Portugal y por lo tanto sentía que me faltaban tanto el idioma del original como el contexto. Nunca voy a olvidar su amabilidad, su humildad, su sonrisa, y la forma en que hablaba, tan parecida a su manera de escribir. En cuanto a Simon Ortiz, a quien después traduje y con quien sigo en contacto por mail, publiqué la entrevista casi entera como prólogo a la traducción de su libro “Un buen viaje”. Tampoco en ese caso voy a olvidar su deseo de llegar al otro, su preocupación por explicar en profundidad, sus pausas largas (que yo no toleraba y siempre interrumpía, cosa que ahora lamento), la hondura enorme de pensamiento.
Para terminar de describir el trabajo que se hace en una entrevista, habría que agregar que la entrevista en sí misma no es más que el principio. Después de hacerla, el redactor o redactora tiene que transcribirla, traducirla (en algunos casos) y adaptarla al espacio disponible en la publicación. En ese sentido, la nota que se refiere a los autores amerindios estadounidenses es diferente a todas las demás. En ese caso, como no me dieron el espacio suficiente para publicar las tres entrevistas por separado (no hay demasiado interés en estos autores, desconocidos en Argentina), no tuve más remedio que hacer un resumen y combinar las tres. En sí mismo, eso dice mucho sobre quiénes consiguen espacio en los diarios y quiénes no y sobre el rol de los diarios en la formación del canon.
NOTAS
Amos Oz: el hebreo como instrumento musical
Cuando afirma que todos los habitantes de Israel viven la historia como experiencia personal, sabe lo que dice. Nació en Jerusalén en 1939, cuando su país estaba todavía bajo mandato británico, y dice que las primeras palabras que aprendió en inglés fueron “British, go home”. Sus padres eran refugiados de Lituania y Ucrania. Su madre se suicidó cuando él tenía doce años. Tres años después, Amos Oz se cambió de nombre y se fue a vivir a un kibutz. Estuvo en las guerras de 1967 y 1973 y vive desde hace años en Arad, un pueblo en el que, según dice, se escucha el español de los argentinos.
P: La historia y el momento histórico aparecen siempre en sus novelas. ¿Cuál es para usted la relación entre historia y literatura?
R: No creo que pueda definirla, pero diría que, en mi país, no hay línea divisoria entre lo público y lo privado. En Israel, la historia se vive como experiencia personal. Todos son refugiados y sobrevivientes o hijos de sobrevivientes y refugiados. Pero si tuviera que definir sobre qué escribo, diría que no es sobre historia sino sobre la familia. Para mí, la familia es la institución más misteriosa, emocionante y paradójica del mundo. Pero las familias tienen mucho que ver con la historia...
P: ¿Definiría su literatura como “realista”?
R: No es mi trabajo definir mi literatura, pero no la llamaría “realista”. Habría que buscar otro nombre: para mí no hay línea divisoria entre realidad y fantasía. Ambas son parte de la misma experiencia cotidiana.
P: Ya que hablamos de experiencias, ¿la suya en el kibutz marcó su trabajo?
R: Sí, pero no escribo sobre los kibutz. No soy sociólogo. En Un descanso verdadero, el kibutz es sólo un telón de fondo. Repito: yo escribo pequeñas historias de familia. Aunque es cierto que ante el esfuerzo del kibutz por cambiar la naturaleza y el ser humano, mi reacción es una mezcla de ironía y admiración.
P: El kibutz y los pueblos del desierto son parte de una nación. ¿Sus libros pertenecen a una literatura nacional?
R: No. Yo escribo dentro de la tradición de un idioma. El hebreo es mi instrumento musical. No creo que mis novelas sean afirmaciones sobre el estado de la nación. Son música de cámara. Pero están escritas en hebreo y el hebreo evoca cierto conglomerado de sensibilidades: recuerdos colectivos, una cultura, una herencia, una mentalidad.
P: ¿Una cultura? En todo caso, una cultura muy heterogénea.
R: Cierto. En Israel, hay un común denominador pero también enormes diferencias. Los judíos vinieron desde ciento treinta y seis países y tienen una relación amor-odio con su país de origen. Y con el nuevo país. Para mí, Israel es una gran polifonía. Mire, yo diría con una sonrisa que Israel no es una nación. Es una ruidosa colección de discusiones a gritos. Somos seis millones de Primeros Ministros, seis millones de profetas, seis millones de Mesías. Todo el mundo está gritando. Nadie escucha. Excepto yo, que me gano la vida escuchando.