Caminar dos mundos. Márgara Noemí Averbach

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Caminar dos mundos - Márgara Noemí Averbach BIBLIOTECA JAVIER COY D'ESTUDIS NORD-AMERICANS

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      La venganza lo lleva al pueblo vecino, a casa de una mujer. No tiene un plan muy exacto; al contario, lo que hace le va surgiendo mientras lo lleva a cabo, mágicamente, lo cual lo define como trickster y como ser sagrado. Así, por impulso, se presenta como Medicine Man (curador), con lo cual, la mujer del otro pueblo lo atiende bien, le da de comer y finalmente le pide que cure a una tía enferma. La ceremonia que el protagonista inventa para la curación no parece muy sagrada, al menos, no lo sería desde un concepto occidental de la religión: él la está pensando mientras la dice. Sin embargo, una vez que inventa las reglas (nuevamente, le llegan desde algún lugar extraño que él desconoce y que tiene que ver con su calidad de “sagrado”), las obedece a raja tabla.

      Pide a todos los hombres que se vayan del pueblo y a las mujeres que hagan una larga fila frente a él, que está sentado en el suelo junto al hogar. Después, él se frota las manos de ceniza y manosea cuidadosamente las piernas de todas, una tras otra, desde las chicas de quince hasta las viejas de más de sesenta. Cuando llega la primera vieja, lamenta profundamente no haber puesto un límite de edad, pero cumple con lo que dijo que haría: manosea a las viejas de todos modos.

      Hasta aquí, este hombre es un aprovechado que quiere toquetear a todas las mujeres del pueblo sin que nadie se atreva a criticarlo. Pero cuando toca a la vieja tía enferma, se da cuenta de que está curada. Así, su acto —claramente un abuso de las mujeres y del pueblo todo por razones egoístas—, aparentemente muy “malo”, se convierte en “bueno” para la comunidad de la que se vengó y para la suya propia, ya que desde ese punto de vista, su acto venga el hecho de que un hombre de otra comunidad “se hubiera llevado” a una mujer.

      Una visión del mundo capaz de crear figuras como esa y como todos los tricksters amerindios —figuras que la cultura pop WASP copió mal, en dibujos animados como el coyote y el correcaminos, Bugs Bunny, el pato Lucas y muchos otros—, funciona rechazando las oposiciones binarias. El resultado es una desjerarquización del ser humano, que deja de estar en el centro del planeta. Para estas culturas, los animales, plantas y la tierra misma tienen por lo menos el mismo valor que los humanos y forman parte del mismo círculo vital. En segundo lugar, aquí hay una crítica profunda a la división del mundo en “bueno versus malo”.

      Aquí, el individuo —cuyos límites, en la cultura occidental, son su propio cuerpo, su piel— no existe porque es inconcebible sin su grupo de pertenencia (un clan o familia extendida en la mayoría de los casos, muy raramente una familia nuclear) que incluye a su tribu o grupo social y su lugar de origen, su tierra específica con accidentes geográficos, clima, fauna y flora.

      En estas literaturas y películas, el viaje no se concibe como deporte o diversión. Es impensable abandonar la tierra propia si no se hace para algún objetivo concreto o dentro de sus propios límites. Ese rasgo cultural se opone completamente al nomadismo constante de los estadounidenses blancos, que nacen en una ciudad y se van a otra apenas cumplen dieciocho años, dejando atrás la familia (nuclear, no extendida) en la que vivieron hasta ese momento y a la que no vuelven a ver excepto en ocasiones anuales como las fiestas de Navidad, Año Nuevo o Día de Acción de Gracias.

      Al contrario, las raíces de las tribus son geográficas. Por lo tanto, también lo son las de los personajes de las novelas, poemas, películas y obras de teatro, salvo algunas excepciones como la de Gerard Vizenor, cuyas obras convierten esto en una construcción filosófica y simbólica en lugar de concreta. Como explica Vine Deloria Jr. en God is Red, las religiones de las tribus de los Estados Unidos no buscaban la conversión de otros ni creían ser las únicas que tenían algo así como la lectura verdadera del mundo porque todas ellas exigen una vida consciente de cierta montaña, cierto río, cierto paisaje particular y por lo tanto, serían absurdas en cualquier otro sitio. Así, la religión judeo cristiana —que depende de un esquema temporal, una línea de tiempo en la que hay un principio (la Creación); un clímax, para los cristianos (la vida de Cristo), y un final (el Apocalipsis), y aunque tiene un espacio en el que transcurre, un escenario, puede practicarse en cualquier lugar del planeta— se opone por completo a las religiones espaciales de las tribus, en las que el tiempo es circular y lo verdaderamente importante es el lugar en el que se practican.

      La circularidad de la cultura también deriva de una visión del mundo en la que el binarismo es imposible: una persona completa no es nunca ni vieja ni joven, ni mujer ni hombre, es todo eso al mismo tiempo; las fronteras entre vida y muerte no son permanentes y los muertos permanecen en este planeta (nuevamente, hay variaciones según la tribu). Después de la muerte, no se van a otro lugar diferente. Es decir, que todo está conectado, no hay fragmentación posible: el planeta es uno solo.

      Esa diferencia cultural produce variaciones interesantísimas en la estructura de los géneros occidentales. Las editoriales siguen usando palabras como “novela”, “cuento”, “poesía” para clasificar las obras en las tapas. Sin embargo, en gran parte de los casos, se aplica la palabra a algo que no es la típica novela burguesa que nació en Europa en la modernidad.

      Al contrario, estas “novelas” tienen características completamente diferentes. Por ejemplo, no diferencian entre “foreground” (foco principal) y “background” (ambientación). Muchas veces, la ambientación es tan importante como los personajes y el protagonista no existe como tal. Hay novelas amerindias en las que aparecen poemas, teatro, cartas, documentos científicos, colecciones de fotografías, dibujos, etc. Y, en el caso de la poesía, una supuesta colección de poemas puede ser, en realidad, un trabajo que debe leerse en conjunto, como un todo.

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