Anatomía de un imperio. AAVV

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Anatomía de un imperio - AAVV BIBLIOTECA JAVIER COY D'ESTUDIS NORD-AMERICANS

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estadounidense de fines del siglo XIX se diferenció del colonialismo europeo en tanto se desechó la opción de un gobierno formal en favor de otros métodos más innovadores, como la figura jurídica del “territorio no incorporado” o mecanismos informales de dominio económico a través de inversiones y del control del comercio. Estas características son precisamente las señaladas por aquellos que han resaltado el carácter excepcional de la política exterior de los Estados Unidos, morigerando sus efectos más reprobables. La mayor parte de los estadounidenses, agrega Bender, “tiene reparos en reconocer el papel central que le correspondió al imperio en su historia, y mucho más en admitir que el imperio norteamericano fue uno entre muchos” (Ibíd.: 21). Al colonialismo europeo, los estadounidenses contraponen un tipo de imperio que, si se quiere, garantiza la apertura, mientras que los antiguos imperios insistían en la exclusividad (Ibíd.: 246).

      Eric Foner, en su libro La historia de la libertad en EE.UU., ha visto las políticas de intervención de Estados Unidos en el exterior en términos de la expansión de la idea de libertad que fuera dominante en cada período histórico. Los proponentes de una política exterior imperial habrían adoptado un lenguaje de la libertad marcadamente racista. En sus palabras, “la triunfal irrupción de Estados Unidos en la escena mundial como poder imperial en la guerra hispano-estadounidense ligó aún más el nacionalismo y la libertad americana a las nociones de la superioridad anglosajona y desplazó, en parte, la anterior identificación de la nación con las instituciones políticas democráticas” (1998: 232). Más adelante se retomará el aspecto de las continuidades y rupturas que supuso el imperialismo de 1898. Basta destacar, por ahora, la propuesta de Foner para pensar otra posible condición excepcional del imperialismo vigente desde finales del siglo XIX: una creencia extendida y fuertemente arraigada en la conveniencia presuntamente ecuánime de exportar la libertad al resto del mundo.

       La noción de excepcionalismo a través de la historiografía

      La noción de excepcionalismo se remonta a los tiempos de la revolución de la independencia, como parte de un discurso de una elite que buscaba diferenciarse de la metrópoli, pero fue Alexis de Tocqueville el que le dio su impronta, todavía vigente, en su alabanza al sistema democrático estadounidense. El despliegue fenomenal de la democracia observado por Tocqueville se basaba en instituciones libres que se remontaban a la época colonial y en una participación política igualitaria, desprovista de “gérmenes” aristocráticos (lo cual entra en evidente contradicción con la situación del sur esclavista) que se sustentaba a la vez en condiciones materiales especialmente ventajosas: el acceso a tierras del Oeste y la ley de sucesión igualitaria que permitirían una cierta homogeneización económica y social entre los habitantes (1996: 67-71). En sus palabras, “Norteamérica presenta, pues, en su estado social, el más extraño fenómeno. Los hombres se muestran allí más iguales por su fortuna y por su inteligencia o, en otros términos, más igualmente fuertes que lo que lo son en ningún país del mundo, o que lo hayan sido en ningún siglo de que la historia guarde recuerdo” (Ibíd.: 72).

      La escuela patriótica, la primera historiografía profesional que tuvo sus orígenes tras la Guerra Civil y se consolidó hacia la década de 1890, subrayó el carácter providencial del pueblo norteamericano. Aunque bajo el ropaje del objetivismo, sus exponentes George Bancroft y Francis Parkman escribieron la historia de la nación en clave de paradigma del progreso y la libertad, conducida por grandes hombres o “padres fundadores” de la patria. Esta interpretación histórica, nacionalista y fundamentalmente WASP,7 “entroncó con las necesidades de la clase dirigente de construir una genealogía democrática y popular en un período de competencia salvaje y concentración de la riqueza” (Pozzi, 2013: 16). Asimismo, daba coherencia a la doctrina del destino manifiesto, un sistema de valores que “funcionó de manera práctica y estuvo arraigado en las instituciones” (Abarca, 2009: 44). La escuela patriótica exaltó las cualidades excepcionales de los estadounidenses para apoyar y justificar la expansión territorial, tanto en la guerra contra México por la anexión de Texas (1846-1848) como en la guerra contra España de finales de siglo, la cual se desarrolla en el próximo apartado.

      La escuela progresista (1890-1920) coincide temporalmente con la denominada “era progresista”. Se llamó así al período caracterizado por un notable crecimiento de las funciones reguladoras del Estado, a partir de una mayor inversión en servicios públicos y cierta extensión de derechos, como el voto femenino. En el contexto de la consolidación del modo de acumulación monopolista, estas reformas sirvieron como contención ante una sociedad cada vez más polarizada y con altos niveles de conflictividad. Durante este período tuvo lugar la expansión imperialista en el Caribe y el Pacífico a través intervenciones militares, pero también a través de la diplomacia del dólar o de acuerdos comerciales, como fue el caso de la política de puertas abiertas con China de 1901.

      En contraposición a la escuela patriótica, los intelectuales de la escuela progresista, cuyos exponentes fueron Charles Beard, Frederick Jackson Turner y Vernon L. Parrington, hicieron foco en las transformaciones que habían dado lugar a esa sociedad tan heterogénea en la que vivían, aunque sus análisis tomaron sendas divergentes. Mientras Beard (1913) hizo una crítica de los fundamentos económicos de la Constitución, Turner presentó su tesis sobre las virtudes de la frontera, proveyendo así un marco “científico” para la idea de destino manifiesto. Parrington, por su parte, estudió el desarrollo de la cultura y el pensamiento estadounidense en relación con la estructura económica y social en general y con los intereses materiales concretos de los pensadores en particular. De este modo, enfatizaba el orgullo y la ganancia como móviles de los pensadores que forjaron la idea de democracia, y no el determinismo geográfico, a diferencia de Turner (Pozzi, 2013: 18). Este último fue sin dudas quien más colaboró en la construcción de la noción de excepcionalismo.

      En El significado de la frontera en la historia estadounidense (1893), Turner puso el foco en la alta movilidad geográfica sobre las tierras aparentemente baldías del Oeste y en la capacidad del trabajador para adquirir propiedad. Este argumento abonaba aquel otro más difundido que sostenía que el éxito del capitalismo estadounidense descansaba en la creación de una clase obrera complaciente. Pero más contundente fue su afirmación sobre la contribución decisiva de la frontera en la creación de un sistema democrático, alejado de las influencias europeas, que se alimentaba del individualismo extremado por “la iniciativa personal y la capacidad de improvisación en la organización de la nueva sociedad” (Ratto, 2001: 105). En palabras de Turner, “el avance de la frontera significa un continuo alejamiento de la influencia de Europa, una firme progresión hacia una independencia según planteamientos estadounidenses” (1961: 189).8

      Richard Hofstadter señaló que la viabilidad de la tesis de Turner radicaba en ver la frontera como “válvula de seguridad”, la cual habría permitido acceder a una “tierra prometida de libertad e igualdad” a los oprimidos por restricciones políticas o por bajos salarios (1970: 150). En línea con Hofstadter, Daniel Rodgers llamó la atención sobre el “renacimiento permanente” que suponía para Turner la experiencia de la frontera: “Como Marx, Turner propuso una ley histórica de desarrollo, de lo simple a lo complejo, de la economía primitiva a la economía manufacturera, de lo salvaje a lo civilizado […] en un esquema donde la frontera es emancipadora porque allí no se cumplen esas leyes del desarrollo” (1998: 25).

      En cuanto a la conformación de un carácter nacional típicamente estadounidense, Turner remarcó que el dominio de la naturaleza y el hecho de hacer frente a los riesgos exigieron un alto grado de individualismo y pragmatismo, el abandono de regionalismos previos y la creación de instituciones plurales de gobierno. La expansión de la frontera era, pues, espacio vital para el florecimiento de una democracia sin precedentes. De este modo, Turner propuso una justificación “científica”, o más bien material, para el expansionismo estadounidense. Si bien la validez de la tesis de Turner ha sido paulatinamente descartada, sus efectos ideológicos son perdurables, en tanto ubica al excepcionalismo estadounidense en la frontera, la cual permitiría extender las virtudes del sistema democrático descripto por Tocqueville.

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