La música de la República. Eva Brann T.H.

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La música de la República - Eva Brann T.H. Estètica&Crítica

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parte de la poción para derramar una libación para «alguien», está claro que el hombre ha estimado que Sócrates está calmado y ha traído solo la cantidad precisa. Así que Sócrates dice que al menos debe rezar a los dioses por una auspiciosa «emigración de aquí a Allí». Tras eso, bebe.

      Todo autocontrol se viene abajo en ese momento ya que otro Minotauro parece devorar a los amigos reunidos: la Pena. La compañía al completo, incluyendo a Fedón, se une en el treno de Apolodoro, que, a lo largo de la conversación, ha estado llorando más que siguiendo el argumento. La música del discurso, parece, se ha perdido absolutamente para él. Sócrates les reprocha su impía antimúsica y los incita a un silencio propicio. Su vergüenza frena sus lágrimas. Debemos advertir que esas lágrimas no son las nobles lágrimas del sirviente de los Once, a quien Sócrates había alabado. ¿Cuál, nos preguntamos, es la diferencia entre ellas? ¿Por qué son unas innobles y otras nobles? Tal vez tenga algo que ver con la forma y el alcance de la pena. Tal vez una cosa sea apenarse, pero aceptar la muerte de Sócrates, y otra apenarse pero no aceptarla. Esa distinción encaja con las palabras del sirviente en su despedida a Sócrates: «Adiós e intenta soportar esas necesidades tan cómodamente como sea posible». Puede que el sirviente sea noble porque, aunque llora, no lo hace de manera descontrolada; ¡tiene voluntad para despedirse!

      Y ahora la aproximación de la Muerte. Obedeciendo al que porta la poción, Sócrates da vueltas hasta que le pesan las piernas y entonces se tiende y se tapa. Lentamente le sobreviene la Muerte en forma de Frío y Rigidez. Empieza desde abajo y va subiendo: primero los pies, luego las piernas, luego los muslos. El portador de la poción demuestra con calma el proceso natural a través del que obra la Muerte. Cuenta a los compañeros que, cuando el efecto de la poción alcance el corazón, Sócrates morirá. Mientras lo dice, a Sócrates se le enfría la parte inferior del abdomen.

      Entonces Sócrates se destapa para solicitar la última petición que Critón está ansioso por atender. «Critón –dice–, debemos un gallo a Asclepio. Así que paga la deuda y no seas descuidado.» Algunos lectores piensan que, siendo Asclepio el dios de la medicina, Sócrates está ordenando una ofrenda de agradecimiento (tal vez la que no se le ha permitido verter a él mismo) por liberarle de la enfermedad de la vida. Esa explicación concuerda desde luego con el hecho de que también se sacrificaban gallos al dios egipcio Anubis, identificado con el dios griego Hermes, que guía a las almas al inframundo y por el que Sócrates jura con cariño. Pero ¿por qué debemos «nosotros» la ofrenda de agradecimiento?

      Cómo interpretemos las últimas palabras de Sócrates, tan evocadoras del tema de la salvación de Teseo, depende de cómo respondamos a las preguntas: ¿de qué ha estado Sócrates intentando salvar a sus amigos? ¿Quién pensamos que es el verdadero Minotauro del Fedón? El miedo a la muerte es un primer candidato y, sin duda, en sus últimas palabras Sócrates expresa su gratitud a los poderes superiores por haber logrado, al menos en esta ocasión, evitar que a sus amigos los consumiera ese miedo. Pero, como hemos visto, en el centro del laberinto de Platón no acecha el miedo a la muerte, sino el odio al argumento. Tal vez sea esa la razón más profunda de la ofrenda de agradecimiento de Sócrates: el día en el que muere, rodeado de amigos intensamente ansiosos, se las ingenia para evitar el miedo a la muerte. Pero no lo hace, como hemos visto, aduciendo irrefutables «pruebas de la inmortalidad del alma», sino redirigiendo la preocupación de sus amigos hacia la renovada vida de la investigación y el discurso filosóficos. Así, Sócrates muere legando una tarea, no solo a Simmias, sino a todo aquel que conozca el relato de Fedón, cuando dice: «Lo que dices es bueno, pero también nuestra primera hipótesis debe examinarse para una mayor seguridad».

      Tal vez haya una segunda y más severa razón por la que el mismo Sócrates, justo antes de beber la poción, asume la apariencia del Minotauro. Tal vez haya algo mortal incluso en Sócrates –sobre todo en él–, algo de lo que, junto con el miedo a la muerte y el odio al argumento, sus amigos necesitan salvarse. En el Fedón, Sócrates está rodeado de amantes admiradores que no pueden soportar perder al Sócrates hombre. La conversación comenzaba, recordemos, con Sócrates aceptando la muerte aparentemente sin preocuparse. Al menos al principio, Simmias y Cebes aceptan a duras penas esa despreocupación, acentuada con las bromas y sonrisas de Sócrates a lo largo del diálogo. En su indignación, nacida de la pena, acusan a Sócrates de ser injusto con sus amigos. En efecto, le asignan el papel de un Teseo que salva a sus amigos y compañeros de viaje de todo tipo de peligros para abandonarlos al final, como Teseo abandonó a Ariadna en la isla de Naxos. Parece apropiado, por tanto, que, justo antes de morir, Sócrates intente liberar a sus amigos del Minotauro final: su absorbente amor por el Sócrates hombre, un amor que amenaza con llenar sus almas de pena e indignación. Les muestra una nueva perspectiva de la cara que tenía el poder de fijar la atención más en el hombre que en el discurso y la visión por la que el hombre vivía. La comprensible fijación por el Sócrates hombre se representa de manera conmovedora a través de la tenaz atención que Critón presta al cuerpo de Sócrates. Esto puede explicar por qué Platón se presenta como ausente en ese importante día. A diferencia de Apolodoro, Critón, Simmias, Cebes y todos los demás, a Platón no le amenaza el más seductor en potencia de todos los Minotauros: conoce a Sócrates lo suficientemente bien como para estar dispuesto a dejar que muera el hombre. Es irónico que también sea el que, en sus diálogos, lo mantiene perpetuamente vivo para nosotros: vivo, encantador y tal vez también peligroso.

      A sabiendas, el portador de la poción ha tramado para nosotros el curso de la Muerte. La hemos visto aproximarse. En cuanto al momento en sí, la llegada y el mero hecho de la Muerte, queda envuelto en un manto de misterio, como el encuentro final de Sócrates. Sin embargo, la mirada final de Sócrates, aunque no nos cuente qué es la Muerte ni lo que experimentó Sócrates antes de «preparar el semblante», ofrece una imagen adecuada, tal vez incluso cómica, de aquello por lo que Sócrates había vivido. Con los ojos y la boca abiertos, tenemos la imagen misma de un hombre que se había dedicado a la visión y el discurso. Si ponemos juntos los ojos y la boca abiertos, también tenemos el gesto del asombro. El gesto parece decir: «¡Así que esto es la Muerte!», aunque sin revelar lo que la Muerte sea en sí misma.

      La narración de Fedón termina, de manera apropiada, con la alabanza de Sócrates. Si Sócrates muere despreocupado y con acogedor asombro, comienza a tener sentido un hecho desconcertante acerca de las últimas palabras de Fedón en alabanza de Sócrates: durante su vida, Sócrates pensó y habló de cuatro virtudes particulares, sabiduría, valor, moderación y justicia. Cuando Fedón resume las virtudes de Sócrates, llamándolo el mejor, el más serio y justo de todos los hombres que él y sus amigos habían conocido, deja llamativamente sin mencionar el valor. Tal vez Platón esté diciendo, a través de Fedón, que un ser humano apasionado por el amor a la sabiduría y absorto en la búsqueda del ser no necesita valor ante la muerte.

      ¿Fue también Sócrates el más feliz de los seres humanos? Fedón no lo dice. Sin embargo, podemos inferir de la ligereza de Sócrates, mostrada a lo largo de todo el diálogo, que Sócrates muere como ha vivido: ni indignado por el infortunio y la muerte, ni estoico desapasionado, ni, cuando todo está dicho y hecho, aborrecedor del cuerpo que contento se libera de la enfermedad de la vida. Muere plenamente consecuente con las condiciones para la felicidad que dispone Solón en Heródoto. Ha servido a su ciudad como soldado y tábano y ahora muere en la plenitud de su vejez (y con varios hijos), rodeado de un grupo de devotos amigos. La condena de Atenas lo ennoblece incluso como un gran hombre acusado injustamente, un hombre que, en el día de su muerte, parece dar prueba suficiente de su creencia en «dioses buenos» y su escrupuloso cuidado por las almas de los jóvenes.

      Sin embargo, el corazón y el alma de la felicidad de Sócrates se extienden mucho más allá de las fronteras temporales de la felicidad que encontramos en Solón y Heródoto. Esa felicidad «superior»

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