La música de la República. Eva Brann T.H.
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Moro hace una defensa astuta y sutil ciñéndose a la letra de la ley al reclamar su derecho al silencio y revelar solo después del veredicto su implacable oposición a la heterodoxia del rey. Dice:
Debéis comprender que, en asuntos que afectan a la conciencia, todo sincero y buen súbdito está obligado a respetar dicha conciencia y su alma más que a ninguna otra cosa en el mundo, sobre todo cuando su conciencia es de un tipo como la mía, es decir, cuando la persona no da ocasión de calumnia, tumulto ni sedición contra su príncipe, como es mi caso, pues os aseguro que hasta ahora no he divulgado ni abierto mi conciencia y opinión a ninguna persona viva en todo el mundo.5
Moro se defiende con todo el cuidado legal como estadista y jurista, mientras que, como ser humano y cristiano, preserva intactos sus pensamientos íntimos, como Jesús. Pero Sócrates, un hombre privado que apenas ha desempeñado cargos y afirma no tener experiencia en los tribunales (17 d), maneja su defensa de manera muy caballerosa, mientras que, como ciudadano y filósofo, a diferencia de su contrapartida cristiana, no tiene noción de intimidad de la conciencia. Por tanto, la comparación pone de relieve su libertad en la Apología. Su determinación no proviene de los entresijos más recónditos de la condena, sino de un terreno que por propia naturaleza es común y necesita comunicarse.
VI Por último, la razón más vívida para volver a estudiar la Apología es el deseo de conseguir una respuesta a esta pregunta: ¿fue Sócrates juzgado justamente y condenado a muerte justamente? Hay varios aspectos en la pregunta.
Primero, ¿por qué lo juzgó el tribunal de la Heliae, aceptando además la opinión de la acusación de que era un caso capital? Es esencial recordar no solo que el mismo Sócrates considera que la irreverencia y corrupción de los jóvenes son ofensas definibles y concuerda con las autoridades en que podrían existir esos cargos, sino que, como muestra el Critón, está completamente de acuerdo con la ley fundamental de Solón de la que emanan.6
Como no tenemos registro del caso en lo que afecta a la acusación, la primera pregunta solo puede resolverse examinando la defensa de Sócrates, lo que haré después. Esa tarea se complica por el hecho de que Sócrates transforme su defensa en una ofensa, una acusación contra sus acusadores y conciudadanos que, al mismo tiempo, es un insulto y un asalto. Sería ridículo tratar de estudiar en sustancia su ataque, lo que requeriría determinar si los atenienses son más perezosos a la hora de examinarse a sí mismos que, digamos, los tebanos, los espartanos o los americanos. De hecho, podría argumentarse que esos cargos, que son universalmente verdaderos para toda la humanidad, son perniciosos cuando van dirigidos inequívocamente a una comunidad en particular. De ahí que, para el jurado, el ataque de Sócrates se convirtiera en una prueba de su mala fe.
Un segundo aspecto de la cuestión acerca de la condena de Sócrates es este: al parecer, poco después de la ejecución de Sócrates hubo una reacción. Tal vez se condenara a muerte a Meleto y a Ánito al exilio.7 La ciudad arrepentida reivindicó a Sócrates, el filósofo perseguido. Entonces ¿qué debería haber votado un miembro del jurado de la Heliae si hubiera podido prever acontecimientos posteriores, en concreto el resultado más inmediato, que un Sócrates condenado cooperase con sus acusadores forzando al tribunal a imponer la pena de muerte?
Pero el aspecto más importante es el que se enmarca en términos contemporáneos: ¿qué decidiría yo en una situación análoga en la actualidad? A pesar de que casos así ya no pueden darse, al menos en este país, con la inmediatez judicial posible en la ciudad antigua, el problema socrático está siempre presente cuando personas de intelecto más ágil, una educación más amplia y más ocio que la gente en general chocan con las creencias religiosas y las tradiciones morales de aquellos a los que tienen la intención de servir.8
VII Para empezar, examinaré la suficiencia de la defensa de Sócrates.
Jenofonte toma la «grandeza de expresión» de Sócrates, un rasgo presente en todos los relatos anteriores al discurso, como punto de partida. Ese tono debe parecer, dice, «absurdo» a menos que pueda mostrarse que Sócrates estaba invitando deliberadamente a la muerte como escapatoria a la decadencia de la vejez (6). Esa es el enunciado clásico de la tradición que propone la auto-eutanasia para explicar la extraña conducta de Sócrates ante el tribunal. Es evidente que la defensa de Sócrates fracasa deliberadamente.
Sin embargo, Platón intenta anticiparse a esa explicación de ese hecho sorprendente en el diálogo del último día de Sócrates, el Fedón. Allí el propio Sócrates argumenta que el suicidio es inadmisible, por deseable que pueda parecer la muerte (62 a). Juzgar que Sócrates manipuló a los atenienses para que lo mataran y confundir su acogedora aceptación de la muerte con el suicidio es trivializar los acontecimientos de aquel día en el tribunal. Solo queda el hecho de que Sócrates sugirió la condena.
VIII Presentaré a continuación una repetición crítica del discurso de Sócrates en los términos menos favorables.
Sócrates empieza acusando a los que le acusan de mentir cuando advierten al tribunal que es un hábil y formidable orador. Desacostumbrado a hablar en público, no es formidable, «a menos que consideren formidable a quien dice la verdad» (17 b). Presentará la verdad y, de hecho, en el siguiente discurso, por muy «ajeno» que sea «a la dicción» de la multitud, dominará por completo la situación. Conseguirá incluso alargarlo para introducir su modo dialéctico en el proceso cuando interrogue a Meleto, uno de los acusadores, que está obligado por ley a someterse a examen. Sabiamente, omite llamar a su mayor oponente, Ánito.
Ataca a ese joven inadecuado, que se apresura a acusarlo «ante la ciudad que es como su madre», como lo expone Sócrates (Eutifrón 2 c), con un argumento ad hominem: a Meleto no le importa la sustancia de la acusación. Pero ¿qué peso puede tener eso en la ley, suponiendo que fuera así? En cualquier caso, Sócrates no deja que Meleto responda a su pregunta –¿quién, entonces, mejora a los jóvenes?– del único modo que Meleto y los que lo respaldan saben, es decir, afirmando que las leyes, pero sobre todo los ciudadanos, perfeccionan a los jóvenes (24-25). En el Menón (92 e) ya había desaprobado la respuesta de Ánito, según la cual son los ciudadanos respetables de la ciudad, sus caballeros, los que transmiten la excelencia de generación en generación. Ahora Sócrates quiere que Meleto diga al tribunal qué profesión en particular, como el entrenador de caballos, ejercita a los jóvenes de Atenas en la excelencia. Por supuesto, eso es precisamente a lo que se resisten los partidarios de Meleto: la noción de que la formación moral de sus hijos deba estar en manos de tales expertos.
Como parte del amplio ataque de Sócrates a la buena fe de sus acusadores, sustituye la acusación formal con un cargo que él mismo aporta. Al presentar su cargo, afirma Sócrates, Meleto confió en una «antigua calumnia» (19 a, 28 b), un odio sostenido contra él en la ciudad, que Sócrates asocia a la comedia de Aristófanes Las nubes. Pero hay dificultades. No solo se refiere luego a la alta estima en la que se le tiene en la ciudad, donde «prevalece la