La música de la República. Eva Brann T.H.
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IX Entonces, Sócrates se inventa una supuesta acusación basada en Las nubes (112, 117) que dice así: «Sócrates obra mal y se entromete, investigando lo que hay bajo la tierra y las cosas celestes y haciendo del peor razonamiento el más fuerte y enseñando a otros esas cosas» (19 b).
Por medio de esa reformulación simula que el verdadero cargo de irreverencia –que él mismo reconoce en el Eutifrón (5 c)– se dirige a su supuesta investigación de la naturaleza de los cuerpos celestes y asuntos parecidos. Dejó todo eso hace tiempo, en su juventud, por razones que se exponen en el Fedón (96 b). De esas cuestiones, argumenta de forma bastante creíble, ya no sabe nada ni le conciernen. Sin embargo, en ese mismo diálogo da una vívida topología de las cosas que están por encima y por debajo de la tierra (198 e ss.), como hace en la República y en otras conversaciones. ¿De verdad puede argumentar de buena fe que ya no tiene ningún interés en la cosmología y la escatología cuando inventa historias novedosas y mitos privados sobre los reinos superior e inferior, precisamente la empresa que trastorna a los atenienses?
Sin embargo, su principal defensa contra la «antigua calumnia» –que no es, en el fondo, más que la imputación de sofistería– descansa en un cuento que cuenta (20 e). Querefonte, su compinche en Las nubes, había perpetrado un golpe en Delfos: había hecho que el oráculo de Apolo declarara que nadie era más sabio que Sócrates. Después de eso, Sócrates se propuso modestamente probar que el dios se equivocaba, pero, a su pesar, ¡falló! Llama a esa tarea «dar la máxima prioridad al servicio del dios» (21 e) y considera que mencionarlo es suficiente defensa contra el cargo (24 b).
X La acusación correcta, como Sócrates la cita, es: «Que Sócrates obra mal corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras semidivinidades nuevas» (24 b).
Así es como afronta el verdadero cargo de irreverencia cuando le llega. La redacción del primer punto, si se traduce cuidadosamente el significado del verbo nomizein, dice que Sócrates «no considera a los dioses de la manera acostumbrada». Contra esto, Sócrates no tiene defensa. Él mismo admite que es cierto ante Eutifrón. Le cuenta que él, Sócrates, no puede aceptar las historias tradicionales de los dioses, es decir, los mitos comunes de los griegos; esa, añade, es la razón de su procesamiento (Eutifrón 6 a). Sin embargo, al interrogar a Meleto, hace que caiga en la trampa de una formulación alterada, a saber, que Sócrates «no cree que los dioses existan» (nomizein einai, 26 c, d). Ahora puede defenderse y presenta un argumento tan lógico como ridículo. Usando el sumario, alega que al imputado de introducir nuevas semidivinidades no se le puede acusar de no creer en los dioses plenos, que han de ser sus padres, más de lo que puede suponerse que quien reconozca la existencia de las mulas no crea en la de sus padres, esto es, caballos y asnos (27 c). Hasta ahí llega la irreverencia.
Queda el cargo de la introducción de nuevas divinidades. Sócrates aclara en el Eutifrón (3 b) y de nuevo en la Apología (31 d) que entiende que los acusadores estén pensando en su célebre daimónion,«lo semi-divino» que hay en él, y que lo consideren un «hacedor de dioses» por ello. Sin embargo, no solo no se esfuerza por mitigar sus aprensiones, sino que incluso insiste en su «signo divino» de forma más agresiva ante el tribunal que en ninguna otra parte.
XI ¿Cómo se defiende Sócrates a continuación del cargo de corrupción? Su versión en términos de la «antigua calumnia» es que Sócrates es «inteligente», el único sofista y pensador nativo que imparte una peligrosa sabiduría a una camarilla en un pensatorio. Desde luego, como todo el mundo sabe dentro y fuera del diálogo, Sócrates no tiene un establecimiento propio, así que el argumento cómico no necesita refutación. Su contrapartida seria en la acusación real, por otra parte, es que ofrece enseñanzas esotéricas. Sócrates denuncia que ese cargo es falso y mantiene que nadie le ha oído decir nada en privado que no fuera bien recibido por todos (33 b). Si yo hubiera estado en ese tribunal, me habría negado a creerle. No hay nada más claro que el hecho de que Sócrates no le diga todo a cualquiera.
Además, Sócrates sabe perfectamente que sus acusadores no tienen un conocimiento preciso de los sofistas, esa intrusa tribu viajera de profesionales. En el Menón, Ánito pasa por la conversación expresando horror por esa gente, pero confiesa con facilidad que nunca ha conocido a ninguno. Sócrates no está en condiciones de ridiculizarlo por esa falta de experiencia, pues en la República sostiene que sería útil que un médico probara la enfermedad en su propio cuerpo, pero que de ningún modo es bueno que alguien con la intención de gobernar el alma por sí misma experimente la corrupción (409 a). Un magistrado como Ánito podría afirmar que como precaución no intenta conocer a los que desprecia por puro sentido común.
Por tanto, puesto que la descripción de la competencia de los sofistas se deja a Sócrates, escoge presentarlos como personas que «podrían tener una sabiduría mayor que la humana» (20 e), es decir, ellos son los expertos en lo que está por encima y por debajo, mientras que Sócrates solo tiene la reputación de «cierta sabiduría», que «tal vez sea una sabiduría humana». En ese momento los atenienses lo interrumpen, pues saben que esa sabiduría socrática, ese «conocimiento involuntario» (Eutifrón 11 e), solo tiene un contenido: el conocimiento de la ignorancia del propio Sócrates y la decidida exposición de la ignorancia de todos los demás en la ciudad (21 d).
Parte del cargo de sofistería es el de «enseñar». La acusación real no lo especifica, pero Sócrates lo aduce y engaña a Meleto para que enmiende la redacción y lo incluya (26 b). ¿Por qué? Porque, al señalar que su actividad no es la enseñanza, trata de poner de relieve tres circunstancias: que no recibe dinero, que no transmite ningún contenido y que no acepta responsabilidad alguna (33 b).
Que no reciba dinero solo significa que es incontrolable: no puede ser contratado ni destituido, como un padre podría alquilar o despedir a un profesional. Que no se responsabilice de las carreras de sus jóvenes asociados... bueno, a eso se le suele llamar irresponsabilidad. Que no transmita un contenido positivo a esos jóvenes es lo peor de todo, a la luz de lo que les muestra en su lugar. Pues con falsa inocencia da una vívida descripción de lo que les inculca en su compañía: entablar conversaciones con hombres públicos, poetas y artesanos que, en realidad, son exámenes, en el curso de los cuales emerge que verdaderamente no saben lo que están haciendo, aunque crean saberlo, mientras los jóvenes se mantienen aparte y miran y sonríen, pues, como dice de una manera encantadora: «No es desagradable» (33 c). Después, informa, deambulan por la ciudad imitándolo, presumiblemente como esos cachorros escépticos que se apropian inoportunamente de la dialéctica a quienes describe en la República (529 b). Eso es lo que Sócrates llama «no ser maestro de nadie», ¡y así es como se gana a sus conciudadanos!
Completa su defensa del cargo de corrupción señalando que nadie que crea haber sido corrompido o sea padre de un hijo corrompido se ha presentado para quejarse (34 b). Pero, entonces, aparte de lo improbable que es que un padre proclame la corrupción de su hijo en público, toda la ciudad sabía que el principal acusador, Ánito, se consideraba precisamente ese padre. Jenofonte deja constancia de esa circunstancia (Apología 29).
XII Esa es la defensa de Sócrates como Platón nos permite interpretarla en la mente de un miembro del jurado de la Heliae. Sin duda, hay algo autoincriminador en ella.
Sócrates ni siquiera tiene escrúpulos en usar frases que den a entender al tribunal en sus propios términos la naturaleza equívoca de su actividad. Me refiero a las expresiones que en la República dan la definición práctica de derecho o justicia, a saber, «ocuparse de lo suyo», y de obrar mal, a saber, «ocuparse de muchas cosas» (433 a), inmiscuirse, «hacer de todo», siendo esta última su descripción favorita de la actividad de los sofistas (596 c). Sin embargo, las dos parecen coincidir para Sócrates en Atenas: sostiene