La música de la República. Eva Brann T.H.
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Sin embargo, en lo que decían tanto Strauss (Kirchhaim, Alemania, 1899-Annapolis, 1973) como Jacob Klein (Livaba, Rusia, 1899-Annapolis, 1978) pueden rastrearse los orígenes o la genealogía de la propia obra de Brann, de la que La música de la República –hermosamente dedicada a Klein– es, sin duda, la piedra angular. Esos orígenes se remontan a la constelación formada en Marburgo en la segunda década del siglo XX alrededor de un joven astro de la filosofía, Martin Heidegger, que había ocupado el lugar fundado por Hermann Cohen y luego haría lo mismo con la cátedra de Edmund Husserl en Friburgo. Ser y tiempo vería la luz en esa época. Strauss comenzaría sus póstumos Estudios de filosofía política platónica con un capítulo dedicado a la filosofía como ciencia estricta de Husserl y los terminaría con otro capítulo dedicado a la Religión de la razón desde las fuentes del judaísmo de Cohen, delimitando así la influencia casi omnímoda de un Heidegger cuyo procedimiento ideológico –la «destrucción» de la tradición, de la que el neokantismo o la fenomenología eran las últimas manifestaciones y cuyo representante por antonomasia, desde la Edad Media, había sido Aristóteles, el «Filósofo»– había desarraigado la filosofía griega hasta el punto de que, a los entonces jóvenes estudiantes Strauss y Klein, ya no les resultaría posible seguir leyendo a Aristóteles ni, especialmente, a Platón como lo habían hecho hasta entonces ni como lo hacían (y seguirían haciéndolo) los profesores de filosofía.2 Para Strauss, tan importante como la influencia de Heidegger fue el hecho de que Klein lo convenciera (Strauss no había logrado convencerlo a él en su intento de reclutarlo para el sionismo político) de que el carácter dramático de los diálogos –la imitación de una acción, más cómica, en última instancia, que trágica– ofrecía una clave insospechada de lectura de Platón. Strauss interpretaría esa clave en función de la relación del filósofo con la ciudad, lo que lo llevaría a redescubrir el esoterismo o la escritura reticente de los filósofos, dirigida solo a lectores inteligentes y dignos de confianza, y abonaría la impresión de que el extranjero que siempre fue Strauss lo fuera también en Atenas o en América. El ensayo dedicado a Cohen, casi testamentario, puede leerse como la refutación más profunda del paganismo heideggeriano que se haya intentado nunca. Strauss dedicaría sus últimos seminarios en St. John’s College a la interpretación de las Leyes de Platón, siguiendo la intuición de Avicena de que era en ese diálogo entre dos ancianos y un extranjero ateniense, el menos leído de los diálogos de Platón en la tradición occidental, donde se encontraba el tratamiento más adecuado de la profecía y la ley divina.
Klein no se remontaría a las fuentes del judaísmo ni vería en la omisión de la filosofía política en la filosofía como ciencia estricta de Husserl un defecto esencial, como Strauss pensaba. En cierto modo más extranjero y gentil que Strauss o mucho más cercano a los diálogos de Platón que a las interpretaciones medievales, eminentemente políticas, que Strauss seguiría in ultimitate literalitatis, Klein vio en la revolución científica, no en la política, el verdadero problema al que había que enfrentarse en la actualidad.3 La «extraña palabra latina» ciencia traducía la antigua palabra griega filosofía y había que averiguar lo que hubiera podido perderse con la traducción y causado con ello el «olvido fundamental de las cosas más importantes». (La frase de Klein «fundamental forgetfulness of most important things» era una modificación o retoque deliberados de la frase de Heidegger sobre el olvido del ser –«Seinsver-gessenheit»– y las modificaciones o «retoques» –«Verschiebungen und Übermalungen»– con la que empieza Ser y tiempo.) La ciencia moderna era en sí misma el resultado de la tradición filosófica, de una «investigación efectiva» interrumpida, por seguir con la manera de hablar heideggeriana, que debía ser «destruida» o simplemente interpretada a la luz de la necesidad de educar, de aprender a enseñar en un mundo condenado, por decirlo así, al progreso. El tema husserliano de la crisis de las ciencias se sobrepondría, para Klein, al olvido del ser. Aunque autor de numerosos escritos que constituyen una de las menas por explorar del pensamiento del siglo XX (a la altura, desde luego, de sus compañeros de Marburgo, de Strauss a Karl Löwith, de Hannah Arendt y Günther Anders a Hans Jonas, de Hans-Georg Gadamer a Gerhard Krüger, de Eric Auerbach y Karl Reinhardt a Max Kommerell), Klein hizo del diálogo, de la conversación, de la oralidad, del habla o del discurso la vía principal de la enseñanza de la filosofía. El Menón –que se convertiría en el founding text del St. John’s y sobre el cual escribió un comentarium perpetuum– fue el diálogo de Platón que le sirvió siempre de pauta.4 La amistad entre Klein y Strauss escondía el secreto de la relación misma entre las conversaciones socráticas y los escritos platónicos. Podríamos añadir que la relación entre las conversaciones socráticas y los escritos platónicos, que incluyen naturalmente sus cartas o los apócrifos, es incompleta sin las propias conversaciones platónicas, i.e. sin la Academia. La Academia platónica no es menos el resultado de las conversaciones socráticas que los diálogos. Klein solía usar la frase de Homero «palabras aladas» (ἔπεα πτερόεντα) para referirse a las palabras que un hombre dirige a otro de una manera casi espontánea y segura de su éxito. Las palabras aladas son las palabras que la amistad emite y recibe cuando desea saber, sin las cuales la filosofía sería casi inexpresable y no se podría enseñar.
No es una exageración afirmar que Klein encontró en St. John’s College su Academia platónica y que, a diferencia de Strauss, prefirió, a la hora de enseñar y transmitir las formas y los contenidos de la filosofía, el habla a la escritura, mucho antes de que esa diferencia se hiciera temática entre los discípulos de segunda generación de Heidegger. En el discurso de conmemoración de los 155 años de existencia de la institución, un acto que serviría también de despedida a los graduados en 1947, Klein les dijo prospectivamente a los estudiantes que ahora debían enfrentarse al mundo:
La Academia platónica, el modelo de todas las instituciones educativas hasta el día de hoy, no se fundó, en tiempos que se parecen a los nuestros, para servir sino para ser servida; no se fundó con la mirada puesta en los deseos ni en las necesidades de orden práctico, sino contra esos deseos y necesidades. Preparaba a sus estudiantes, al parecer, para una vida que nunca quedara fuera de su alcance. Les imponía reglas cuyo origen no era la sumisión, sino más bien la oposición al orden práctico. No trataba de descender a un nivel inferior, sino más bien de elevar el orden práctico al suyo. Tal vez sea única al respecto. Su legado es la idea misma de educación, pues educar a una persona es alejarla de las regiones en las que