La música de la República. Eva Brann T.H.
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Así que da a entender algo posiblemente pernicioso, al tiempo que no se da cuenta de los temores reales de sus jueces. Esos temores afectan a la sustancia de la ciudad, compuesta de tradiciones –en particular los antiquísimos mitos sobre sus dioses y el respeto establecido por la sabiduría de sus ciudadanos–, de cuyo colapso Sócrates hace un espectáculo para los jóvenes. Además, puesto que no reconoce que enseña, evita dar una explicación cándida y consoladora de la lealtad esencial de sus intenciones, como la que incluso un ciudadano-maestro inconforme estaría obligado a dar a padres aprensivos; no dice que, en última instancia, tanto él como ellos cuiden de la misma ciudad.
Es necesario recordar que la acusación de Sócrates era judicialmente correcta. En estas circunstancias me parece que un miembro decente del jurado, dándose cuenta durante el discurso de que ambos cargos, irreverencia y corrupción, tienen la misma raíz, lo que no había descubierto la defensa, podría incluso sentirse forzado a condenar y al mismo tiempo rezara para evitar la ejecución.
XIII De hecho, se puede abogar por los atenienses que lo condenan. Hegel, que adopta una perspectiva comprehensiva del asunto, es su enérgico defensor y algunos de los puntos que siguen provienen, de hecho, de la Historia de la filosofía (vol. II, «El destino de Sócrates»). Pero lo más interesante es que todos proceden de los propios diálogos.
Primero, la opinión común de que fue un juicio político, el ataque de la rabiosa y restituida democracia contra un hombre de opiniones y asociados aristocráticos, no se sostiene. El propio Sócrates relata en el juicio las dificultados que ha pasado bajo varios regímenes, desde luego –en su beneficio– bajo los oligárquicos Treinta, que incluían a sus interlocutores Critias y Cármides (Apología 32 e; véase el cap. 4). Además, el principal acusador, Ánito, era un demócrata moderado, un «hombre ordenado y de buena conducta», de respetable reputación según cuenta Sócrates en el Menón (90 b).
La descripción misma de Sócrates como un antidemócrata no es demasiado convincente. Leída sin prejuicio, la viñeta del régimen democrático en la República, un diálogo que tiene lugar en el bastión democrático del puerto de Atenas, muestra, a pesar de sus exageraciones, un rasgo vital y redentor: ese régimen es, dice Sócrates, un perfecto supermercado de constituciones y quien quiera erigir una ciudad, «como nosotros lo estamos haciendo ahora», debe acudir allí (557 d; cf. Político 303 a). La ocupación de Sócrates encaja perfectamente en una democracia, por no mencionar que los atenienses consideran que Sócrates instiga el mismo atrevimiento en los jóvenes que él mismo califica de endémico en las democracias (República 563 a).
Como observa Sócrates en el Critón (52 e), los atenienses han tenido paciencia con él durante setenta años, a pesar del supuesto «gran odio» en su contra (28 a). Incluso sus dos incursiones en la política, por las que, como cuenta al tribunal, «tal vez» podría haber muerto (32 d), se desarrollaron de forma segura. Así que al hombre que dice a los atenienses que matarán a cualquiera que se les oponga públicamente (31 e), en realidad se le ha permitido llevar una larga vida de resistencia semipública.
No había necesidad de llegar a esa tardía conclusión. Si lo hubieran llevado mejor, observa con tristeza Critón, el caso no habría tenido que llegar al tribunal (45 e). Tampoco era necesario que Sócrates muriera, siendo posible el exilio voluntario, como le recuerdan las leyes cuando las hace hablar (52 c). Incluso en el tribunal y a pesar de la intransigencia de Sócrates, 220 –casi la mitad– de los 500 (o 501) miembros del jurado piensan que la acusación no ha quedado suficientemente probada o están conmovidos por una vehemente sensación de la excelencia de Sócrates o de acuerdo con él en que la ciudad podría aprovecharse de su existencia o consideran que a la ciudad le sería más útil la tolerancia. Esos 220 se niegan a declararlo culpable. Su número sorprende a Sócrates, que evidentemente no ha hecho justicia a la buena disposición de algunos atenienses (36 a).
Una vez se ha emitido el veredicto, de nuevo se le permite hablar libremente a Sócrates, siguiendo la civilizada costumbre ateniense, y reafirmar su relación con la ciudad participando en la formulación de su sentencia. Sócrates abusa de la ocasión al reiterar su opinión sobre la incompetencia del tribunal de la Heliae. Más aún, una vez sentenciado y en prisión, la ciudad de Atenas le permite mantener conversaciones diarias con sus amigos y acuerda una muerte sin derramamiento de sangre entre ellos. ¡No ha sido así en Jerusalén, Londres ni Berlín!
De hecho, su libertad es completa para hablar ante el gran público del tribunal o en el círculo íntimo de amigos en la prisión. El asunto formal de un mero derecho a la libertad de expresión, contra lo que piensa Whitehead, no concierne a Sócrates ni a los atenienses; solo les importa la cuestión esencial de si el discurso de Sócrates es perjudicial.
En este sentido, incluso la dura recomendación de Ánito de que el caso no debería haber llegado al tribunal ni como caso capital (29 c) puede, al menos, tomarse como prueba de un estado de ánimo opuesto a lo trivial, un estado de ánimo que Platón debe respetar. En el Político, un diálogo dramáticamente contemporáneo del juicio (Teeteto 210 d), el extranjero al que Sócrates se ha dirigido en la conversación dice que, en ausencia de un verdadero sentido de Estado, deben regir las leyes y costumbres ancestrales. Puesto que nadie es más sabio que ellas, si se ve a alguien investigando las profesiones útiles que se han establecido legalmente, y aumentando su conocimiento, se le puede acusar de corromper a los jóvenes y hacerle sufrir «los castigos más extremos» (299 b).
En suma, la misma seriedad con la que toman la actividad no política de Sócrates hace que los atenienses sean dignos de nuestro respeto, pues el modus vivendi de muchos de nosotros es tomar a los filósofos a la ligera. Desde luego no es bueno interrumpir a un orador, pero su clamor es breve y controlable y surge de forma correcta, en momentos cruciales. En efecto, un solo hombre, un filósofo, se ha ganado la atención de toda una ciudad. ¿De qué otro pueblo puede decirse eso?
XIV Está claro que ese Sócrates que se enfrenta a esa ciudad y la afronta de esa manera es un Sócrates bastante oblicuo. El aspecto es justo el que describe Kierkegaard en un pasaje de El concepto de ironía.
Vemos claramente que la posición de Sócrates respecto al Estado es rigurosamente negativa, que fracasa por completo al tratar de encajar en él, pero aún lo vemos mejor en el momento en el que, procesado por su estilo de vida, sin duda ha tenido que ser consciente de su desproporción respecto al Estado. Pero mantuvo su posición sin desfallecer, con la espada sobre la cabeza. Su discurso no contiene el pathos poderoso del entusiasmo [...], sino una ironía llevada hasta el límite.9
Kierkegaard no entiende por «ironía» lo mismo que Sócrates cuando se aplica el término a sí mismo –a saber, su disimulo, la pretensión de saber menos de lo que sabe–, sino un tipo de autolevitación por la que nos elevamos por encima de todo conocimiento positivo. Esa exaltada abstención de contenido caracteriza, en cierto modo, al Sócrates de la Apología. En cualquier caso, con la espada sobre la cabeza, Sócrates es un hombre de negación.
XV Estos son sus rasgos: primero y principal, está ese misterioso negador en su interior al que llama su daimónion y que desempeña un papel más importante en este diálogo que en ningún otro que por lo general se acepte como genuino. Lo describe como una especie de voz interior que lo acompaña desde la infancia (31 d); es decir, es innato, pero no necesita «reminiscencia», que el pensamiento lo busque. Esa «semidivinidad» e incluso «algo divino» no ayuda al pensamiento ni insta a obrar. Solo habla para advertirle de que no haga algo.
Es insondable a qué reino del ser pertenece ese notorio daimónion, pero el papel que desempeña en la vida de Sócrates no es incomprensible. Entusiasmo significa literalmente el estado de tener una divinidad dentro de sí