Del pisito a la burbuja inmobiliaria. José Candela Ochotorena
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La ciudad falangista por excelencia, el municipio en el que se mirarían todas las capitales de provincia españolas, sería la capital imperial, Madrid, que adquirió para el imaginario del régimen un simbolismo especial, no exento de peligros. Una capital que fuera también ciudad industrial, como quería el franquismo, presentaba el riesgo, y a la vez el reto político, de que la demarcación por usos generara una zonificación clasista, con unas concentraciones de «productores» industriales y sus familias en cinturones delimitados y segregados de la ciudad. La relación simbiótica de la zonificación industrial y la especulación del suelo empujaban en ese sentido. Un orden nuevo, capaz de absorber en la capital a los pueblos de su entorno, donde ya existía un espacio urbano interclasista, podría conjurar el peligro; además, la separación por un cinturón verde entre los núcleos periféricos evitaría las concentraciones obreras, caldo de cultivo de la cultura socialista. La expropiación de suelos económicos y extensos permitiría construir poblados de tamaño controlado con núcleos de viviendas higiénicas y soleadas para productores, comerciantes, pequeños industriales y servidores técnicos y administrativos de la industrialización. Por último, la propiedad crearía una cultura homogénea, que no igualitaria, favorable a la familia y a la paz social. La vivienda en propiedad sería el engrudo social capaz de pegar la fisura del conflicto de clases, ayudando a la unidad de todos los españoles, propietarios y no proletarios, en el nacionalsindicalismo. Un simple paseo por la periferia de las grandes ciudades rebate aquellos propósitos de hace setenta años.
5.1 El interclasismo
Según el testimonio transmitido por Raimundo Fernández Cuesta, el urbanismo interclasista fue formulado en el I Encuentro de la Arquitectura falangista de 1938:
[Las barriadas obreras aisladas] no es otra cosa que llevar la diferenciación de clases a la arquitectura, construyendo edificios que parecen tener la finalidad de hacer resaltar la diferencia de los seres que en ellos habitan respecto a los demás. Cuando el ideal sería que en los distintos pisos de una misma casa pudieran habitar, indistintamente, personas de distinto rango social.
Especialmente para Arrese, el interclasismo urbanístico era un componente esencial de la ideología falangista, que extrapolaba al barrio la convivencia en las fincas de vecinos de la tradición madrileña del pequeño casero. Esas fincas del siglo XIX respondían al deseo del pequeño propietario de aprovechar al máximo el solar, sin dejar huecos, porque su negocio consistía en «alquilar los cuartos a una variada muestra del pueblo madrileño: el sótano al artesano; el bajo al tendero; el principal a la clase media pudiente; segundos y terceros a empleados y oficinistas, y buhardillas para jornaleros y honrados trabajadores» (Juliá, 1994: 268). Este Madrid, idealizado por los conservadores, y que sirvió de escenario para Historia de una escalera de Buero Vallejo, proporcionaba el material narrativo al mito interclasista falangista, como ilustra la siguiente parábola.
En mi casa vivía en el principal el casero; en el primero un potentado; en el segundo un aristócrata; en el tercero, un comerciante; en el cuarto, yo, y en la buhardilla, el Señor Cruz, el hojalatero.
Cada vez que la mujer del menestral daba a luz, lo que hacía con la mínima frecuencia biológica, nos apresurábamos todos los inquilinos a mandar una gallina, o una canastilla de ropa, o una tarta para festejar el bautizo.
En compensación, el Señor Cruz nos arreglaba un grifo, soldaba un cilindro roto o desmontaba y limpiaba el caño del lavabo. Cuando coincidíamos en el portal charlábamos un rato, nos dábamos un pitillo y hablábamos mal del gobierno.
Pero un día los del «ramo» le destinaron un piso en una barriada obrera; se trasladó a ella, y se terminó para siempre la amistad y la relación. Su mujer seguirá dando a luz [...], y si nosotros llamamos a un Señor Cruz para que nos arregle un grifo, ya no será el Señor Cruz, sino un obrero, uno que mirará constantemente el reloj...
¡Es natural! Ya no seremos amigos. Yo seré un patrono y él será un obrero (Arrese: España Despierta, 1937, 1940: 223).
El texto acoge los tópicos del interclasismo: una misma casa, donde todos se agrupan, alojando, eso sí, en diferentes pisos a las distintas jerarquías profesionales (Arrese, 1940: 224). El protagonista es el «menestral», el pequeño empresario autónomo, que sigue el mandato bíblico de «crecer y multiplicaos». Los burgueses no son individualistas, sino paternalistas, y, como en Historia de una escalera de Buero Vallejo,29 charlan en el zaguán y fuman en la escalera pitillos comunicativos, cada uno en su lugar y oficio. La obra de Buero, en 1949, ponía un contrapunto literario, al recordarnos que las diferencias crean sueños imposibles. Al fin y al cabo, una misma historia tiene diferentes relatos, y el de Arrese es rectilíneo, pues una parábola es una lección moral: separado del portal que le confiere dignidad, de la escalera por la que sube el burgués y el aristócrata, el Señor Cruz olvidará con rencor a sus antiguos vecinos.
Por esa razón, el Señor Cruz no debía ser empujado a «formar un grupo aparte»; (para lo cual) la buhardilla debería ser «más amplia, más confortable, más alegre»; para que el Señor Cruz no tuviera que ir «en busca del bienestar», Falange traería «el bienestar» hasta «el Señor Cruz» (ibíd.: 224).
En los años cuarenta no hubo oposición ideológica legal, pero sí literatura que, como La escalera de Buero Vallejo, apostaba por la disonancia, cualidad representada por Elvirita, la hija de Don Manuel, el rico de Historia de una escalera que compra un marido para ella. El mozo elegido es pobre y soñador, con la cabeza «a pájaros», «tarambana» según Don Manuel. En la obra se va desvelando un Fernando incapaz de cumplir con el mandato patriarcal de elegir y construir una familia, y de sostenerla con el trabajo del varón. El joven desgrana sus sueños en conversaciones con Carmina, una joven pobre y trabajadora de la misma escalera, sentados en un escalón del primer descansillo: «salir de la escalera»; «dejar el empleo miserable, estudiar y ser un profesional» y «casarse» «[...] desde mañana voy a trabajar firme por ti [...] Ganaré mucho dinero. Tú serás mi mujercita, y viviremos en otro barrio, en un pisito limpio y tranquilo».
En el último acto, han pasado más de veinte años, y los hijos de los matrimonios poco felices, contraídos por Fernando y Carmina, cada uno por su lado, y que han vivido esos años en esa misma escalera, deciden que no harán como sus padres... «¡Cada día más mezquinos y más vulgares!». En la conversación que cierra la obra, Fernando hijo, sentado en el mismo escalón, le dice a Carmina hija: «Si tu cariño no me falta... Ganaré mucho dinero..., estaremos casados. Tendremos nuestro hogar, alegre y limpio..., lejos de aquí».
5.2 Jerarquía y clientelismo nacionalsindicalista
El proyecto estrella de los falangistas se ubicó en Deusto, distrito de la capital vizcaína donde se proyectó y llevo a cabo el barrio de San Ignacio, el proyecto que se acercó más al simbolismo de la «Arcadia» nacionalsindicalista. Cerca de allí, en 1944, se presenta públicamente un proyecto para 1.069 viviendas. Su primera fase constituyó la obra más importante llevada a cabo por la OSH en los años cuarenta. Un 7% eran viviendas humildes de 60 m2, un 42% tenían 82 m2 y tres dormitorios, y el 51% restante eran viviendas de clase media con 100 m2 y cuatro dormitorios. La composición social del barrio se programó, como más tarde se haría en las Viviendas del Congreso de Barcelona: la mitad de las unidades se reservaba para funcionarios, profesionales y pequeños empresarios; los otros dos niveles serían para trabajadores de mediana y baja cualificación. Cuando se licitaron las obras, el editorial de Arriba (23-3-1945) exultaba, con frases laudatorias para el Estado español, que por fin iniciaba «el camino de reparación» para los abandonados de la fortuna, algo que «no va a interrumpirse jamás». Una promesa de «vida digna para miles de españoles», cuyo anticipo, en Deusto, eran «1.000 viviendas en uno de los