El sacrificio de la misa. Juan Bona

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El sacrificio de la misa - Juan Bona Neblí

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manera que no nos apeguemos a ellos por voluntad o afecto. En segundo término, la pureza de vida consiste en procurar con toda diligencia ser puro, santo y adornado de toda virtud, y considerar especialmente dirigidas a uno mismo estas palabras del Apocalipsis: «El justo justifíquese más y más y el santo más y más santifíquese»[2]. Con razón san Juan Crisóstomo dice: «¿Qué pureza hay que no deba sobrepujar el que participa de tal sacrificio? ¿Qué rayos de luz a que no deba hacer ventaja la mano que divide esta carne, la boca que se llena de este fuego espiritual, la lengua que se enrojece con tan veneranda sangre? Considera cuán crecido honor se te ha hecho, de qué mesa disfrutas. A quien los ángeles ven con temblor y, por el resplandor que despide, no se atreven a mirar de frente, con Ese mismo nos alimentamos nosotros, con Él nos mezclamos y nos hacemos un mismo cuerpo y carne de Cristo»[3].

      Enseña santo Tomás que el efecto propio de este sacramento es transformar al hombre en Dios, y hacerse semejante a Él por el amor. ¿De qué fe debe estar imbuido, con qué esperanza confortado, de qué caridad encendido, de qué inocencia adornado, quien tal víctima inmola a diario, recibe a Dios y se transforma místicamente en Él? Pues si la disposición, como dicen los filósofos, debe ser proporcionada a la forma a que dispone, será sin duda necesaria una disposición divina para recibir el alimento divino; para que esa vida sea entonces divina y sobrehumana, debe oponerse en absoluto a una vida puramente humana y carnal. Quién así vive se separa de las criaturas y se une tan solo a Dios; solo Dios reside en su inteligencia, solo Él en su voluntad, en sus conversaciones y en sus obras. Nada hay en él de mundano, nada que diga relación a la carne o a los sentidos; se odia a sí mismo, crucifica su cuerpo con el yugo de la mortificación, desprecia las riquezas, huye de los honores, ama el pasar oculto y ser tenido en nada. Examine, pues, su vida el sacerdote, y si observa que no se conforma a la semblanza que de ella hemos hecho, sino que todavía la encuentra terrena, procure convertirla en divina por el diligente ejercicio de las virtudes. Aquí también cabe señalar la limpieza externa del cuerpo y del vestido, la gravedad y la madurez que testimonien de él ser un presbítero, esto es, un senior; tal ha de ser la compostura entera de este hombre que todos con solo mirarle se edifiquen.

      RECTITUD DE INTENCIÓN

      DEVOCIÓN ACTUAL

      La tercera disposición consiste en la devoción actual. Para avivar este sentimiento debe el sacerdote, en primer lugar, poner especial cuidado en considerar con fe firme y ponderar con sublime estimación todo lo que enseña la Iglesia sacrosanta sobre este inefable misterio, y los tesoros de gracias celestiales que en él se encierran. Pues con las palabras de consagración pronunciadas por él se convierte el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre, y bajo el velo de las especies sacramentales se hacen presentes el Cuerpo purísimo de Cristo que, por nuestra salvación, fue clavado en la cruz; su Sangre, que por nosotros fue derramada, y el alma gloriosa, en la que residen todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios; en una palabra, Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, que ha de venir con gran majestad a juzgar a los vivos y a los muertos y al mundo por el fuego.

      En segundo término, para excitar la devoción, es necesaria la humildad, que en la institución de este sacramento resplandece más aún que las otras virtudes. Cristo, en efecto, siendo Dios en la forma, se anonadó a sí mismo y encubrió bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo, su Sangre y su Divinidad, exponiéndose a las injurias de hombres pecadores que, llenos de inmundicia, pretenden acercarse a Él y tocarle con sus manos contaminadas. Es, pues, de justicia en el sacerdote imitar tan gran humildad, adentrarse en su nada y en nada tenerse. Solo la humildad nos prepara dignamente para recibir a tan excelso huésped. Ninguna disposición, ninguna facultad, ninguna virtud nuestra nos hace dignos de ello, sino solo la gracia de Dios; debemos, por tanto, reconocer nuestra indignidad y apoyarnos únicamente en la misericordia divina.

      [1] 1 Par 29, 1.

      [2] Ap 22, 11.

      [3] Hom. 82, n. 5, S. Mateo.

      [4] Lc 22, 19.

      [5] Mt 11, 28.

      [6] Sal 106, 9.

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