Colombia frente a los escenarios del pacífico. Ricardo Mosquera Mesa

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Colombia frente a los escenarios del pacífico - Ricardo Mosquera Mesa

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su amable gesto de ofrecerme la Vicerrectoría Académica en su muy buen paso por la Rectoría de la Universidad Nacional hacia 1989. Con su bonhomía proverbial, como de opita bien moderado por la galantería del sur, su administración fue un puente formidable hacia el relativo sosiego iniciado en los años noventa, luego de dos tormentosas décadas en las cuales los claustros fueron más galleras que foros de pensamiento. Y por ello hubiera sido fascinante aceptar la oferta y acompañarlo en ese tránsito cuando el alma máter alcanzaba la mayoría de edad.

      Como decliné el gran honor, según conté, Ricardo la ofreció a Antanas Mockus, de modo que este otro amigo me debe unas cuantas velas en alguna capilla —sugiero la de Bojayá, que se especializa en lisiados, incluso del alma—, velas que yo tomaría como signo de gratitud al destino por haber evitado esa carrera hacia unas dignidades que, por la proclividad de cierto anarquismo espiritual mío, siempre he recusado y recusaré.

      Me debo a mí y a quienes me conocen algunas confesiones en público: yo no tenía por qué asumir tal oficio de “negro” o escritor fantasma del presidente Belisario Betancur. Fui elegido por buen escritor y por mi condición ingenua. Nunca se me corrigió una coma, ni se me dijo qué acentuar y qué evitar. Durante esos cuatro años, no hablé con el presidente Betancur más de treinta minutos discontinuos. Él solía encauzar los encargos por medio de Bernardo Ramírez, ministro de Comunicaciones, o por la jefatura del Departamento Nacional de Planeación. Solo en dos ocasiones llamó para urgir entregas por premura de tiempos. No conté con asesores, ni delegué nada de la escritura, pese a ser jefe de Unidad de Desarrollo Social, trabajo complejo que no dejé de ejercer. No poseía más fuentes que los aburridos informes ministeriales al Congreso y una revisión microscópica de toda la prensa. No solamente no recibí un centavo por ello, sino que sería bien castigado por poner un límite impasable entre mi libertad para servir, como yo creía, a la Nación, más que al Estado, y por declinar los ofrecimientos —que los hubo—, de cooptación y de adscripción a cortesanías y a círculos íntimos del poder del gobierno, a los que rehusé con mi proverbial ingenua indiferencia.

      Nada de esto le dije al querido Ricardo cuando desde la ventana del quinto piso de Rectoría le mostré los campos de la Universidad Nacional —yo, vestido como estaba, en sudadera—, pero el gesto era inequívoco: yo, que había hablado al país por medio de otro y al mundo como cuarto vicepresidente de la Junta Ejecutiva de Unicef, y que sabía lo que era el poder político y hacia dónde naufragaba ya como el Titanic en la plaza de Bolívar —como simulan los lienzos del pintor Gustavo Zalamea—, no quería en adelante ningún poder distinto al poder de un saber humilde, nacido del humus. Pude andar los caminos de los saberes y de la vida como mi modelo de entonces, Jean Jacques Rousseau, y con la plena voluntad libre que tanto admiraba Kant en el ginebrino. Desde entonces van los mismos años que la Constitución de 1991, casi treinta, los últimos cuatro vividos en una periferia de la periferia, un seminario abandonado en un corregimiento de Arauquita de nombre La Esmeralda, desligado de cualquier poder mayúsculo o minúsculo, pero siempre muy atento a los signos del orbe y de la nación.

      Por lo cual, torno a redondear la presentación y a demostrar la importancia extraordinaria de esa Guía para perplejos, como somos todos en materia de economía política, que Ricardo explaya como un mapa milagroso para salir del laberinto de nuestra secular pobreza franciscana colombiana, en este su último libro. Porque en esas aventuras como “negro”, escritor fantasma y por tanto como el doble invisible de un presidente, leí todos los discursos de posesión y muchos mensajes al Congreso de los presidentes de Colombia y en general todos aquellos discursos que enunciaran claves cruciales de nuestro destino como Estado Nacional.

      Fue así como leí por primera vez el discurso inaugural de Simón Bolívar en la instalación del Congreso de Angostura y quedé tan impactado por su mensaje, por ser como una lettre en soufrance, carta en sufrimiento, como dicen los franceses, enviada por el Libertador a la posteridad, que con apoyo de la Rectoría de la Universidad Nacional, con el entusiasmo de Dolly Montoya, organizamos un Encuentro Internacional, Nacional y Regional en el municipio de Tame, el 15 de febrero de 2019, a los exactos doscientos años de haber sido pronunciado en lo que entonces era Angostura y hoy es Ciudad Bolívar, cerca del Orinoco. Investigadores de Marruecos, Venezuela, México y Colombia, movimientos sociales, Iglesia, profesores y estudiantes de colegios públicos y autoridades municipales convergimos durante dos días en la Biblioteca Pública Coronel Fray Ignacio Mariño y Torres, en aunar razones y voluntades a favor de la continuidad de diálogos de paz con el Ejército Nacional de Liberación y por el desarrollo socioeconómico de una región tan afectada por los conflictos armados.

      Sin modestia alguna afirmo que fue la celebración más digna entre todas las habidas hasta ahora y presiento que en todo el año en torno al bicentenario, oficiales o académicas. Y la menos publicitada. Y la de sentido más urgente y contemporáneo porque el clamor de Bolívar —con el numen de su maestro don Simón—, era clarividente: si no se funda la soberanía política en la educación del soberano, acostumbrados a largas y cruentas guerras, una vez vencido el enemigo exterior emprenderíamos derrotas en guerras fratricidas. Con visión de cóndor avisó: urgía para erigir la educación como cuarto poder público, el poder moral y ético de la nación para formar una conciudadanía democrática solidaria y curada de pasiones tristes y violentas.

      ¡Solo hace falta ver la hondura de nuestras fracturas y la continuidad de los viejos y queridos odios para advertir lo contemporáneo del mensaje de Bolívar! Y para reparar el malgasto, tan trágico significado en la corrupción política y social, lo mismo que el costo letal de las violencias al por mayor y al detal y el significado de ambos fenómenos para la mengua de la confianza en el destino del Estado Nacional. Como menciono adelante, el libro de Ricardo expone, como si fuera con ábaco, esta aritmética de las restas y de las divisiones y este alfabeto de los desastres con la sobriedad propia de las cifras y la mesura proverbial de su talante, tan opuesta a mi retórica cuando me dejo tomar ventaja del “negro”, ese escritor fantasma que todavía llevo bajo la piel.

      ¿Hemos dejado pasar inanes, sin aprendizajes y sin efectos las lecciones universales desde aquella coyuntura inédita como pocas, de las transformaciones napoleónicas en los inicios de nuestro Estado Nacional? La respuesta no puede ser tan unívoca en sentido negativo como predicarían los pesimistas, ni tan optimista como se apresurarían a decir los elogiosos. Como diría el siempre mesurado historiador Jaime Jaramillo Uribe, nuestro estilo y personalidad son las de un talante de ritmos y de estampas intermedias: la áurea medianía que elogiaban los latinos, a veces empero tan propicia a degenerar en mediocridad.

      Baste un breve balance a sobrevuelo. Si la independencia fue en su raíz y ha de ser siempre un proceso educativo y cultural antes que político y militar —como lo subraya tanto Ricardo Mosquera Mesa en las conclusiones luminosas de su libro—, entonces el fracaso ya asomó desde el inicio, pues solo a grandes trompicones reviviría la senda de la Expedición Botánica en la Corográfica, ella misma cegada también en su continuidad por tantas guerras civiles. Y ello no solo por el asesinato de Caldas y de otros próceres, sino porque el primer empréstito, el llamado de Zea, fue una aventura que sembró muy poco.

      Bien adelante, el régimen radical fundado teóricamente por la apropiación del primer tomo de La democracia en América de Tocqueville por ese factotum que fuera Florentino González en su libro de 1840 que clama por reedición, Elementos de administración pública (Bogotá, Imprenta Cualla, 1840), pereció sin duda más por falta de sustento económico que por su endeble arquitectura constitucional, siendo como fue muy frágil: muchos Estados soberanos, muchas naciones pero poco y precario estado nacional. Añil y quina fueron suplidos por la química sintética y el tabaco fue ya obsoleto por la competencia del oriente de Asia amparado en la agricultura orgánica. Con razón exclamó don Salvador Camacho Roldán en el Discurso inaugural de la Sociología, en el auditorio de la Facultad de Derecho el diez de diciembre de 1882:

      Quedarse atrás en la carrera de las ciencias es morir.

      Un predicamento que, pese a casi siglo y medio, mantiene

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